LA CALAVERA EN UNA OLLA: ¿EL ÚLTIMO CRIMEN DE LA QUINTRALA?
Comenzaba el otoño de 1961 y se estaban
realizando trabajos de obras sanitarias con excavaciones en la calle Ramón Laval, más exactamente con la construcción del
alcantarillado a cargo de la firma Alcoa. Aquel sector al oriente de
Santiago y cercano a Tobalaba era parte de lo que, sólo dos años después, pasaría a ser la comuna de
La Reina, cuando esta fue desprendida de Ñuñoa. Un accidental encuentro con antiguos restos arqueológicos estaba por traer de vuelta la memoria sobre la mítica Quintrala durante aquellas labores, curiosamente.
Sucedió que, en el tramo de la misma calle Laval pero que hoy lleva el nombre de John Jackson, pasado el cruce con Príncipe de Gales, el obrero Rafael Villegas se las batía entre la cuadrilla usando un pesado chuzo, dentro de una zanja que alcanzaba ya los 2,4 metros de profundidad. Fue entonces cuando pasó de largo en un golpe con la punta de la herramienta fracturando alguna estructura hueca y así dio con lo que parecían ser los restos de una olla de greda, con restos de dientes y huesos en su interior. En hallazgo sucedió justo enfrente del número 1755 de calle Laval, en donde residía don Matías Álvarez.
Villegas removió la tierra, terminó de sacar las piezas con las manos y las guardó. En términos generales, parecían ser de una olla o cántaro de cerámica oscura ya fracturada en trozos y que alguna vez había contenido un cráneo dentro de su cuenco, del que aún quedaban restos reconocibles como las mencionadas piezas dentales y algunos fragmentos de la parte superior del mismo. Terminada su jornada se retiró con ellos, los dejó escondidos debajo de un puente pero, al día siguiente, volvió a buscarlos se dirigió con su descubrimiento hasta la policía, pues le resultaban evidentemente humanos.
Comenzaba abril cuando la Brigada de Homicidios derivó los restos al Instituto Médico Legal, en donde se debía confirmar el macabro origen de los huesos. Por esos mismos meses, sin embargo, había cierta sensibilidad con esta clase de temas, dada la conmoción provocada por el siniestro caso de Roberto Haebig y su "cementerio particular" de calle Dardignac: dos asesinatos con las víctimas sepultadas en un patio y a cuyos restos óseos el victimario intentó hacer pasar después por un descubrimiento arqueológico... Esto puede haber influido en la percepción e interpretación terrorífica que se hizo de la nueva noticia sobre hallazgos de restos humanos, entonces.
En lugar en donde los trabajos se habían estado realizando en La Reina encendió las suspicacias de alguno medios y rápidamente saltó así un nombre a la crónica, suponiéndola relacionada con el macabro hallazgo: el de Catalina de los Ríos y Lisperguer (1604-1665), la famosa Quintrala, a quien por siglos se le han colgado tantas historias de brujería, maleficios y pactos con el Diablo. Si bien era meramente especulativa la asociación con la famosa y rebelde mujer de cabellos rojos adicta a azotar esclavos, no fue del todo gratuita.
Como es sabido, el soldado germano Bartolomé Blumen (Bartholomeus Blumenthal Welzer), tomando el apellido Flores en las crónicas, había llegado al valle mapochino con el propio Pedro de Valdivia en 1541. Propiedad de los Alderete, la Chacra Tobalaba le fue vendida en donde está ahora la villa Parque La Quintrala, hacia calle Mateo de Toro y Zambrano con Aguas Claras. Era un fértil territorio regado por la Quebrada de Ramón, abastecedoras de agua bebestible para la naciente ciudad hispánica de Santiago. Al morir don Bartolome los terrenos pasaron a manos de su hija Águeda Flores (Agatha Blumenthal), quien contrajo matrimonio con Pedro Lisperguer, dueño a su vez de terrenos que compró a la sucesión de Jerónimo de Alderete, uniendo todas estas propiedades en una enorme. Doña Águeda, nieta de Tala Canta Ilabe, gobernador de Talagante al servicio del Imperio Inca, fallecerá en 1632, recibiendo las tierras de marras su nieto, Nicolás Lisperguer. Sin embargo, este los cedió a su prima Catalina, la mismísima Quintrala con un pie en la historia y otro en la leyenda.
A la izquierda, portada del libro de Vicuña Mackenna sobre la Quintrala. A la derecha, el Señor de Mayo entre las ruinas de la Iglesia de San Agustín tras el terremoto en 1647, en la obra "Episodios Nacionales".
Imagen de los cráneos de las víctimas de Roberto Haebig, en la revista “Ercilla” del miércoles 8 de febrero de 1961. El caso estaba haciendo impacto en la opinión pública cuando se encontró el cráneo dentro de un ex terreno de Catalina de los Ríos y Lisperguer.
Cabeza de San Juan Bautista, obra de madera tallada y policromada de escuela sevillana, siglo XVII. Pieza en exhibición en el Museo del Carmen de Maipú.
La única imagen que pudimos encontrar de los restos de cráneo y el cántaro cerámico que lo contuvo, publicada en el diario "La Nación" del 1 de abril de 1961.
De todo se ha dicho desde entonces sobre aquellas propiedades en lo que ahora son La Reina y parte de Ñuñoa, de la misma manera que sucede con otras de Quilicura y en pleno centro de Santiago, en Agustinas con Estado. La hechicería que aprendió junto a Águeda gracias a una tía, los pretendidos contratos con el Infierno, la existencia de crímenes irresolutos en su historial y el uso de túneles secretos conectando con el barrio de Las Condes fueron parte del legendario local, sobreviviendo a la propia existencia física de Catalina. No pocas veces se habrían encontrado restos humanos dentro de aquel cuadrante, además, justamente en el sector cercano a aquel en donde fue hallado ahora el cacharro con restos del cráneo en su interior. Fue inevitable que se deslizara la idea de un maleficio, sortilegio o conjuro hecho con tan particular combinación sepultada a casi dos metros y medio de tierra y olvido.
Se cree, en consecuencia, que aquel sector de calle Ramón Laval, antes de ser urbanizado, había correspondido a uno de los jardines que hubo en una de las diez haciendas que propietaba la Quintrala. Las casas patronales de la misma, en cambio, quedaban hacia el lado de Ñuñoa, en un sector denominado Siete Canchas. Cuando se dio el hallazgo, entonces, nada costó conjeturar con la imaginación pero desde el halo de misterio y el carácter despiadado que se le adjudicaba Catalina gracias a obras biográficas como la de Benjamín Vicuña Mackenna ("Los Lisperguer y la Quintrala. Doña Catalina de los Ríos. Episodio histórico-social con numerosos documentos inéditos", de 1877, además de la fama de practicante de artes brujeriles que la acompañaría hasta ahora.
¿Sería aquel hallazgo, acaso, un remedo diabólico del episodio de la decapitación de Juan Bautista lo que se encontró durante las excavaciones? ¿Canibalismo descarado? ¿O fue sólo coincidencia espacial, pero sin conexiones temporales o contextuales con el mito de Catalina? Las mismas creencias populares aseguran, además, que habría arrojado desde su casa al Cristo de la Agonía o Señor de Mayo, en su residencia con sótanos secretos de calle Agustinas: el crucificado que tomaron los sacerdotes del vecino convento y que se mantiene en la Iglesia de San Agustín de calle Estado, con procesiones anuales en el aniversario del terremoto del 13 de mayo de 1647 que le dejó la corona de espinas desplazada hasta el cuello. Según esta misma creencia, entonces, la iracunda mujer lo lanzó a la calle porque sentía algo en la mirada de la figura mientras castigaba a sus esclavos, no permitiendo que ningún hombre la observara de mala forma o como si la juzgara.
El caso más bullado correspondiente a los crímenes que se adjudicaron a la Quintrala fue, sin embargo, el de don Enrique de Guzmán, señor de San Juan y miembro de la Orden de Malta, quien habría aparecido muerto cerca del mismo templo agustino una mañana de 1624. Los santiaguinos decían saber que el sujeto había sido amante de Catalina y que esta lo atacó a puñaladas cuando no accedió a entregarle su valiosa condecoración de cruz a cambio de un beso o tal vez algo más, además de haberle enrostrado que sabía de pretendidos amoríos de ella con fray Pedro de Figueroa. Tras nueve meses de proceso, entonces, había sido hallada culpable pero condenada a pagar 6.000 pesos, logrando zafar otra vez de un castigo mayor gracias a sus influencias sobre las autoridades coloniales y la Iglesia.
Tres siglos después, curiosamente, la Quintrala volvía a ser sentada en el banquillo de los acusados, por un posible crimen... Un caso del que no se pudo precisar nada más que el misterio representado por esa cabeza dentro de una olla de greda, sin embargo.
Aunque la prensa olvidó con rapidez en tema de la calavera misteriosa, la Quintrala siguió haciendo noticia en esos mismos días: la elegante boîte del Hotel Carrera presentaba oficialmente, durante la semana siguiente y por intermedio de su relacionadora pública Madeleine Cohn de Armstrong, un nuevo trago de su bar que fue bautizado La Quintrala. Consistía en un pequeño jarro de cobre con asas con una preparación de jugo de tomate y vodka similar al Bloody Mary, pero que por su color rojo acá se prefirió asociar a la legendaria cabellera de Catalina de los Ríos. La Quintrala se ofrecía junto a otros dos tragos nuevos llamados La Copucha, hecho a base de pisco y servido en un mate, y el Salud, de aguardiente, se servida en un cacho para dar la bienvenida a los huéspedes del hotel.
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