LA MALDICIÓN DE CALETA BUENA
La iglesia y la entonces única escuela de Caleta Buena en la revista "Sucesos", a inicios de diciembre de 1904.
¿Qué clase de condena fue la que cayó en Caleta Buena, aquel pequeño pero antes vital puerto de la época salitrera, nacido con todas las virtudes y requerimientos para llegar a ser una gran ciudad, aunque hoy sea sólo un puñado de ruinas miserables y unos cuantos trazados geométricos perdidos en el borde desértico, salpicados por la inmensidad del océano Pacífico? Una incomprensible combinación de desgracias, infelices casualidades y cambios drásticos del tiempo acabaron arrojando tan singular fatalidad sobre aquel lugar escondido entre la costa de la comuna de Huara, en la Provincia de Tarapacá, con un destino similar al de tantos pueblos de la misma época abandonados en el tiempo, pero por razones muy diferentes y que muchos creyeron obra del Diablo o de fuerzas sobrenaturales.
Aunque el poblamiento y las primeras infraestructuras de Caleta Buena ya eran visibles hacia 1881, cuando era llamada aún Caleta Rabo de Ballena por sus antiguos originales, fue fundada oficialmente el 15 de agosto de 1888 con el nombre de Puerto Menor de Caleta Bueno. Todo resultó de la iniciativa del empresario industrial Santiago Humberstone, el famoso propietario de la salitrera La Palma que hoy lleva su apellido en la proximidad de Pozo Almonte, al interior de Iquique. La idea central del británico era embarcar el salitre extraído desde la oficina salitrera Agua Santa en el cantón de Negreiros, más al oriente, propósito para el cual había realizado exploraciones y buscado la ruta más eficiente y cercana hacia el borde litoral, llegando así a lo que se llamó Alto de Caleta Buena, en la corona de cerros costeros con 700 metros de altura y sobre una ensenada.
Para poder trasladar los sacos del material minero desde aquella altitud hasta los muelles, en el sector llamado Bajo de Caleta Buena, Humberstone y sus ingenieros diseñaron un formidable y novedoso sistema de transportes parecido a un funicular, con carros o furgones de carga tirados y colgados por gruesos cables que los bajaban o subían por aquella empinada pendiente usando vías de rieles acanalados. Por esta razón, abajo en las instalaciones del contorno marítimo se estableció también el campamento de trabajadores del área portuaria, de modo que Caleta Buena estaba compuesta de dos poblados-distritos: el Alto y el Bajo, cada uno creado con su propio personal, administrador principal, juez y receptor. Su cementerio, en tanto, quedó ubicado al norte de la parte baja, sobre una pequeña loma a la que se llegaba por senderos al final del complejo industrial.
Caleta Buena llegó a ser así un puerto tan importante como Pisagua, ubicado a sólo 30 kilómetros al norte de este, compitiendo en su valor comercial y aduanero incluso con Iquique, ubicado a la misma distancia pero hacia el sur. Todo parecía indicar que un futuro esplendoroso aguardaba al singular lugarejo tarapaqueño antes perdido en los mapas, comenzando a sentirse con velocidad allí el desarrollo urbano, económico y comercial. Hasta figuraría entre las paradas necesarias para las líneas de vapores que pasaban haciendo escalas desde Iquique hasta el sur de Perú e incluso hasta Guayaquil, hacia sus mejores años.
El 19 de septiembre de 1890 fue inaugurado el pintoresco Ferrocarril de Agua Santa, línea que conectaba con el Alto de Caleta Buena en una enorme nueva inyección de tecnología y desarrollo de punta para aquellos territorios, pues puso fin a los transportes del material por carretas. La obra fue ejecutada por la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Agua Santa basada en la propuesta formulada al Estado por don Joaquín Lira Errázuriz. La puesta en marcha y el corte de cintas se realizaron justo en el día que expiraba el plazo dado a este último para concluir las obras, curiosamente. Los ramales comenzaron a ser construidos en enero del año siguiente, de modo que quedarían conectadas con la caleta todas las demás salitreras entre los poblados de Huara y Negreiros, aproximadamente, sumando unos 150 kilómetros de red longitudinal. La red pasó a manos del Estado al cumplirse un plazo preestablecido, en 1915, pero la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Agua Santa continuó operándolo desde entonces en régimen de arriendo.
La población y la prosperidad habían ido al alza, como era esperable, pero con ello también las necesidades. En su artículo "Caleta Buena", publicado en la "Revista de Marina" de noviembre-diciembre 2020, informan Fernando Landeta Ahues y Jorge Aqueveque Torres que la compañía local de bomberos se fundó en enero de 1896, combatiendo su primer incendio allí el 10 de junio del año siguiente, en el caserón de tres pisos de doña Mercedes Suárez. Más tarde, en 1901, se instaló el primer centro educacional, correspondiente a una escuela elemental ubicada en el Bajo, junto a la sencilla iglesia católica con torre campanario frontal, seguido más tarde de una escuela mixta que fue fundada en el Alto. Las necesidades obligaron a habilitar también una oficina de aduanas, un cuartel policial, un teatro y una agencia de correos en el Alto, además de pulperías y tiendas. Los desfiles cívicos y militares se realizaban en la calle Prat del pueblito, como se verifica en imágenes de la época.
Muchas familias se habían trasladado hasta la minúscula doble ciudad tentadas con las oportunidades de trabajo. De acuerdo a Alfredo Loayza en su artículo "Caleta Buena: breve episodio del salitre", publicado en la revista "Camanchaca" del invierno de 1988, para el año 1906 ya había allí nueve almacenes de abarrotes, tres almacenes de mercaderías surtidas, dos boticas, seis fondas, una carnicería, una panadería, una relojería, una zapatería, un consultorio médico y un agente de aduanas. Conociendo las dinámicas del mundo minero, no extrañaría también si hubiese por entonces alguna casa de remolienda como mínimo, no registrada. Allí en el pueblo nacería en 1912, además, el más querido y admirado boxeador nacional de su tiempo: Arturo Godoy, quien a pesar de ser llamado en su momento el Guapo de Caleta Buena siempre ha sido señalado por los biógrafos como oriundo de Iquique, ciudad ubicada más de 30 kilómetros al sur y en donde dejó también su último aliento de vida, 73 años después.
Sin embargo, un enorme capricho del devenir histórico aguardaba para dejarse caer con una seguidilla de males sobre la caleta, cual plagas de Egipto, a partir de un momento más o menos específico entre las cuerdas del tiempo. Como explica Mario Portilla Córdova en "Leyendas y tradiciones de Tarapacá. Del cerro Dragón a La Tirana", la decadencia y el pesimismo en Caleta Buena comenzarían a amenazarla en los años veinte, antes de la gran debacle de la industria salitrera. No hubo forma de conjurar tan despiadada condena, ni de exorcizar al pobre pueblo.
En efecto, una desgraciada combinación de infortunados sucesos sentenciarían al encantador lugar, materializado primero en un terrible incendio que tuvo lugar en la tarde del 10 febrero de 1929. El fuego había comenzado en el teatro durante una proyección inaugural de su cinematógrafo, cerca de las 16 horas según precisan Landeta y Aqueveque, cuando se inflamó el rollo de película volcando súbitamente hacia la calamidad lo que debía ser un gran acontecimiento social para sus habitantes... Fue inevitable que se comenzara a pensar en el influjo de un sino trágico a partir de entonces y, al parecer, la credulidad tenía mucho de razón.
Uno de los carros o furgones de transporte de los sacos de salitre desde el Alto al Bajo de Caleta Buena en 1902, en imagen publicada por la revista "Sucesos".
Antigua postal coloreada de la calle Arturo Prat de Caleta Buena, con ocasión de un desfile. Imagen publicada por Landeta y Aqueveque.
Instalaciones de Caleta Buena, el Alto y el Bajo, vistos desde la cubierta de un barco en la costa, con los sistemas de rieles o canales en la ladera inclinada del cerro. Imagen publicada en 1902 por la revista "Sucesos".
Calles, casas y muelles del Bajo de Caleta Buena en 1902, en imagen publicada por la revista "Sucesos".
El vapor Mapocho de la Sociedad Marítima Chilena, en imagen publicada por el diario "La Nación" informando de su recién sucedida tragedia en 1945.
A mayor abundamiento, el incendio de marras se salió de control de tal manera que el pueblo estuvo ardiendo durante 17 horas, destruyendo la mayor parte del sector bajo y sus instalaciones a pesar del esfuerzo de los bomberos del lugar y otros que llegaron desde Iquique a tender la noble mano solidaria. Según el testimonio recogido por Loayza de antigua vecina, doña Sara Mora, hija de un matrimonio procedente del Norte Chico y nacida en la caleta en 1901, sólo "quedaron unas casas que había hacia el lado del cerro", mientras todo el resto se quemó. Estas pocas residencias que quedaron en pie estaban en el sector llamado Bellavista. Doña Sara escapó evitando el peligro que significaba la presencia allí de dos estanques de petróleo con 12.000 litros cada uno y ambos llenos, "así que el administrador echó a correr el petróleo hacia la máquina". Más sobre los daños y fallecidos en el desastre puede leerse en el artículo "El Cinema Paradiso de la pampa: 10 de febrero de 1929, el incendio de Caleta Buena", del historiador y musicólogo Marcelo González Borie, publicado en el diario "El Longino" del 2 de febrero de 2023.
Caleta Buena pudo ser reconstruida sólo parcialmente después de apagarse los fuegos y humos del funesto día aquel. Todavía en 1930 recalaba allí como parte de su ruta desde Coquimbo la línea R. W. James Co., con modernos vapores como el Flora. Sin embargo, se estaba en planes de concretar el nuevo levantamiento del lugar cuando sobrevino otra cruda calamidad: la abrupta paralización del ferrocarril en 1931, justo cuando ya se sentía el azote mundial de la Gran Depresión y los síntomas de decadencia comercial derivados de la invención del salitre sintético.
En aquel año, entonces, la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Agua Santa dejó de operar el sistema de trenes y vendió sus activos al Estado. La propia salitrera Agua Santa cesó actividad pocos años después, en 1936, de modo que el milagro que hizo nacer al muelle ahora se extinguía secando sus raíces. Las demás salitreras conectadas a la red que desembocaba en Caleta Buena habían ido cerrando de la misma manera, una a una, en lo que era señal explícita del evidente final de toda una época. Ese mismo año de 1931, entonces, familias completas se habían marchado para siempre, entre ellas la de doña Sara.
Las tristes pocas casas que habían quedado resistiendo en la caleta, obviamente habitadas por los más tozudos vecinos del Bajo, soportaron estoicamente cuando todo el transporte de la producción que quedaba de salitres se derivó hasta el puerto de Iquique, en lo que sería otro factor de crecimiento para esta pujante ciudad durante aquella década, hoy capital provincial y regional. Así las cosas, muchos moradores de la caleta no toleraron más la adversidad y se marcharon al mismo puerto o bien a la pampa para trabajar en las últimas salitreras que quedaban activas, dejando el caserío y su aspecto cada vez más despoblado, ya sin comercio ni servicios públicos. El destino realmente se había ensañado con aquel sitio, según parecía.
Para los últimos porfiados resistiendo a la maldición de Caleta Buena y viviendo totalmente aislados allí como los fantasmas de un espejismo -si es que los había, como señala la tradición- todo se acabó alrededor del 25 de julio de 1940, cuando inusuales condiciones climáticas en la zona trajeron abundantes lluvias invernales y acabaron modificando incluso el paisaje natural y urbano al arrasar sin misericordia a los caseríos ya opacos. Sucedió que se había acumulado una gran cantidad de agua y lodo en el sector del Alto hasta que el borde de la pendiente no soportó y se derrumbó en un aluvión de fango y piedras sobre el Bajo, arrastrándolo todo a su paso y derramándose como una hemorragia de escombros y agua sucia sobre el mar.
Siendo ya temida entre los supersticiosos marineros, pescadores y andariegos de la Pampa la extraña condena que pesaba sobre Caleta Buena, el 16 de junio de 1942 ocurrió un nuevo desastre, esta vez en sus aguas: a pesar de que ya era una supuesta costumbre de los navegantes persignarse al pasar frente a esas ruinas encomendándose al Cielo, hacia las dos de la madrugada la goleta motorizada Nilda, con matrícula de Iquique y que iba de camino a Arica con un cargamento de maderas más 200 tambores de gasolina, se hundió justo enfrente de la destruida caleta. Aunque el accidente se debió a la pérdida de control por vías de aguas y no hubo vidas humanas que lamentar gracias a los equipos de socorro que alcanzaron a llegar a tiempo para el rescate de tripulantes, el naufragio acrecentó la mala fama del lugar y las especulaciones sobre su perversa estrella rectora.
Por si aquello no bastara para confirmar una presunta maldición alcanzando incluso a quienes se acercaban más de lo conveniente al lugar por el mar, vino un nuevo incidente el 19 de marzo de 1945 cuando explotó, se incendió y hundió a sólo cuadra del mismo lugar en ruinas el vapor Mapocho. La nave había sido construida en en los astilleros Laird Bros, Birkenhead, en 1882, habiendo formado parte de la Compañía Sudamericana de Vapores pero ahora operada por la Sociedad Marítima Chilena. Había salido a las 22 horas de ese lunes desde Iquique con 77 tripulantes, 66 pasajeros y una carga de 500 toneladas de salitre, rumbo a Perú, pero los iquiqueños pudieron advertir el siniestro escuchar en la distancia la explosión y luego ver las llamas levantándose desde el océano en esa trágica y oscura noche.
El terrible saldo de la nueva tragedia en la zona fue de 19 muertos confirmados y recuperados, más 64 desaparecidos, fuera de las millonarias pérdidas. Sólo 28 pasajeros y 34 tripulantes pudieron ser rescatados vivos. Por sus extrañas y por momentos inexplicables características, desde entonces incluso se ha barajado la teoría de una posible conspiración, sabotaje o atentado buscando entender las razones de semejante desastre, como se puede leer en el artículo "El enigma del hundimiento del vapor nacional Mapocho" de Jorge Sepúlveda Ortiz, publicado en el "Boletín de la Academia de Historia Naval y Marítima de Chile", año 2016.
Ya destruida, despoblada y al parecer maldita, Caleta Buena podía considerarse técnicamente muerta por entonces. Los restos oxidados de lo que quedaba del funicular entre el Alto y el Bajo serían retirados durante ese mismo año de 1945 y reducidos a chatarra. Su borde rocoso en la orilla costera nunca más vio movimientos de naves como en la época de los clippers, esos años cuando los barcos cargueros echaban anclas esperando pacientemente su turno enfrente del muelle.
En noviembre de 1941 ya se había autorizado la enajenación de los bienes del Ferrocarril de Caleta Buena a Negreiros a favor de privados, fiscales y semifiscales acreedores. Un año después se autorizó al administrador de Ferrocarril de Iquique a Pintados para dar de baja los equipos del servicio de Caleta Buena a Negreiros. A inicios de de septiembre de 1944 se dictaría también un decreto modificando otro anterior y que instaba a la Compañía del Ferrocarril Tarapacá-Antofagasta para entregar la suma de 250 mil pesos y tres locomotoras que habían pertenecido a los inventarios del desaparecido ferrocarril de Caleta Buena a Agua Santa. El incumplimiento de esta medida llegó a provocar reacciones de protesta en la Cámara de Diputados, de hecho, pues parece que se tenía la intención de incorporarlos al Ferrocarril Militar que conectaba Puente Alto con la localidad cordillerana de San José de Maipo.
Tras la enajenación por decreto de diciembre de 1947, el Ferrocarril de Caleta Buena a Negreiros estaba en venta, aunque con algunas controversias de por medio complicando al Ministerio de Obras y Vías de Comunicación. Un posterior decreto de febrero de 1951 aceptó la entrega al fisco de los bienes del Ferrocarril de Caleta Buena a Huara por parte de la Compañía Salitrera Tarapacá, ya en los berreos agónicos de la epopeya del "oro blanco". Fue el triste y definitivo final de Caleta Buena, de la que hoy quedan sólo esos melancólicos trazados en el suelo, unas cuantas ruinas simétricas en pie y los canales de sus antiguos transportes marcados aún en la pendiente, todos ellos reconocibles mirando desde la altura junto a la ruta A-514 que pasa justo por el Alto.
Aquellas ruinas de Caleta Buena son escenarios de relatos fantasmales y asombrosos, reafirmando su fama de lugar maldito. Su cementerio aún alberga tumbas y algunos mausoleos erosionados al sol y por las ventiscas salinas, de hecho, incluso con ataúdes a la vista. Tal vez, muchos de aquellos cuentos macabros no son más que recursos usados por contrabandistas y traficantes de drogas para alejar de allí a los curiosos, ya que es secreto a voces entre los iquiqueños y pisagüinos el que ciertas naves recalan en su orilla clandestinamente para recoger cocaína y otras sustancias ilícitas traídas desde Bolivia. Sólo las visitas de pescadores y mariscadores, junto a la vigilancia de la Gobernación Marítima y uno que otro turista aventurero, aún dignifican aquel desolado lugar tan olvidado por la suerte y hasta por el propio Dios.
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