LA MEMORIA VERDE ESCONDIDA DE TARAPACÁ: CUANDO EL DESIERTO ERA UN BOSQUE

 

Viejo y enorme tamarugo del sector de La Tirana, en imagen publicada por "La Estrella de Iquique" el 20 de agosto de 1967. La vegetación espinosa es abundante en la Pampa del Tamarugal, pero la mayor parte de la que es visible por los visitantes, ha sido repuesta artificialmente en la zona.
El verdor de la medianía desértica en la Región de Tarapacá en Chile, está reducido principalmente a las quebradas o valles irrigados y a las reservas forestales que sobreviven en dos o tres grupos distribuidos en las puertas de la zona altiplánica. La Pampa del Tamarugal, con sus cerca de 300 kilómetros entre la Quebrada de Tana y el Río Loa, lleva su nombre precisamente por la concentración de estos árboles tan característicos de provincia homónima: los tamarugos (Prosopis tamarugo).
El árido paisaje engaña en nuestros días: cualquiera creería que la sequedad de este lado al Norte del gran desierto atacameño ha sido igual de estéril y calcinada desde sus orígenes, abriéndose como un paisaje primigenio y en apariencia carente de vida, cruzado sólo por los remolinos de polvo o chusca. Se registran altas temperaturas en el día, pero sus noches frías contrastan con 20 grados o más de diferencia en pocas horas, produciendo una geografía llena de grietas y fragmentaciones de rocas, por la permanente dilatación y contracción de las mismas.
Sin embargo, los remanentes de tiempos más prolíficos y llenos de energía de vida parecen contenidos en el propio nombre de Tarapacá, cuya etimología puede remontarnos a tiempos todavía más arcaicos que los de la historia antropológica local, reservando y persistiendo en ella una secreta memoria sobre el aspecto que alguna vez tuvieron estos apartados parajes hostiles.
Existe más de una explicación etimológica sobre el origen de este nombre dado al territorio, sin embargo, pero una de las más plausibles y aceptadas es aquella según la cual significaría algo así como árboles escondidos o escondite de árboles, al provenir de la fusión de dos palabras aymarás: tara y pacari, que es literalmente árbol escondido, según hicieron notar investigadores como Luis Díaz Prado. Esta idea era compartida por el no hace mucho tiempo fallecido Cacique de la fiesta de San Lorenzo de Tarapacá, don Fermín Méndez, y por el eximio investigador de las tradiciones y folclore Juan Uribe Echevarría, quien traduce tara-pacari, más específicamente, como conjunción de los conceptos árbol y esconderse, ocultarse, según escribió en "La Fiesta de La Tirana de Tarapacá".
Árboles del desierto del Norte de Chile, en 1935. Imagen de las colecciones fotográficas del Museo Histórico Nacional.
Ganadería en los bosques de tamarugos. Imagen: EducarChile.
Grandes árboles alrededor del monumento histórico-militar de la Batalla de Dolores, en el paño norte de la reserva de la Pampa del Tamarugal. Imagen de una primera visita en 1997.
Pero para folclorólogos como Pablo Garrido y Margot Loyola, el nombre de Tarapacá provendría en realidad del quechua turu y paca, es decir barro escondido, mientras que para el reputado cronista nortino Senén Durán Gutiérrez, nace desde el aymará thapaka paka, que se traduce como ave de rapiña, según concluye en la obra "Del secreto discurso del desierto. Tradiciones tarapaqueñas".
Otros investigadores como Oreste Plath, en cambio, consideraron que el concepto es más complejo: dice en su "Geografía del mito y la leyenda chilenos" que Tarapacá sería equivalente a descubrir un secreto o bien zona tapada de árboles de tara, lo que habla de alguna complicidad del antiguo paisaje con misterios y escondites, entre árboles de desaparecidos bosques. Y se recordará que la leyenda de la Ñusta Huillac, la hermosa princesa incásica que se enamoró perdidamente de un cristiano español tomando su fe y dando fundamento folclórico a la tradición de la Fiesta de la Tirana, supone también que existieron en la zona bosques suficientemente tupidos y grandes para que fugitivos pudiesen ocultarse en ellos, mucho más impresionantes que las actuales reservas forestales allí observables.
En todas las versiones revisadas sobre este umbral toponímico de Tarapacá, entonces, se hace referencia a un paisaje primario y ancestral que ya no parece coincidir con el territorio desértico y rocoso que domina mayoritariamente su presente. Se alude a árboles, bosques, fango, humedad, flora y fauna. ¿Será el verdor de las quebradas y reservas, entonces, lo último que queda como residuo de aquel misterioso paisaje perdido y hoy invisible?
Aquellos conceptos son tan curiosos como un hecho concreto que ha sido verificado en la zona por autores como Ricardo E. Latcham y, desde allí, investigadores más modernos: la existencia de bosques completos que han quedado atrapados bajo las arenas que avanzaron por la Pampa del Tamarugal, en tiempos relativamente recientes, siendo encontrados en estado semi-fosilizado hasta nuestra época.
Así pues, el nombre de Tarapacá remonta -en cualquiera de las interpretaciones comentadas- a la sugerencia de que el territorio era un magnífico bosque y un vivo paisaje en donde sus primeros habitantes podían encontrar refugio, escondite y mucha materia prima todavía visible en los restos arqueológicos de la zona.
Hoy, poquísimas de las quebradas interiores que corren por el territorio y que llevan o llevaron agua, llegan íntegras a la orilla del mar o cerca, pues todas parecen perecer tragadas por el suelo reseco de la zona. El régimen hídrico natural depende casi exclusivamente de las precipitaciones de lluvias cordilleranas, además. Destacan las quebradas de Tarapacá, Aroma, Itapillán, Tiliviche, o más al sur las de Tambillo, Infiernillo, Del Salado o Guatacondo. Sin embargo, la irrigación que proporcionaban alcanzó para mantener estos desaparecidos bosques, vergeles y humedales, junto a las napas subterráneas que suministraron el vital elemento a las raíces de aquellos bosques, más los períodos anuales de lluvias.
Campos agrícolas de la Quebrada de Tarapacá, en las afueras del poblado del mismo nombre.
Copas y ramas de los árboles de la reserva de tamarugos, en La Tirana. Se observa la cúpula de la iglesia.
Gran tronco quemado en el sector de Huarasiña, dentro de la quebrada, de lo que fue un viejo y magníficamente grande árbol tarapaqueño.
Y en una época remotísima, además, antes que cualquier hombre diera un primer paso en este planeta, aquellos parajes fueron una selva habitada por monstruos jurásicos y cretácicos como los representados en el parque de dinosaurios a tamaño natural cerca de Matilla, presencia confirmada por hallazgos paleontológicos de la Quebrada de Chacarilla, a 75 kilómetros de Pica, realizados por Gali y Dingman en 1962 y que incluyen huellas fosilizadas que han sido estudiadas por expertos de la Universidad de Yale. El Tarapacá verde pudo haber durado y rebrotado por millones de años, entonces, antes de llegar a su marchito aspecto actual.
La fauna local interna de Iquique también conserva las memorias ancestrales de estos territorios, aunque suene raro: hay gaviotas que anidan en los sectores rocosos al interior, en la desértica depresión intermedia, tal como lo hacían allí cuando estos mismos terrenos estaban al borde de mares que penetraban la actual geografía, antes que fuerzas geológicas la levantara alejándola de la costa, según se cree. Mario Portilla Córdova, en "Del Cerro Dragón a La Tirana. Leyendas y tradiciones de Tarapacá", comenta del curioso caso de una comerciante llamada doña Eulalia que, aprovechando este comportamiento de las gaviotas anidando en el desierto, durante los tiempos del servicio popular del tren longino saliendo o llegando a Iquique, cazaba algunas de ellas para hacerlas pasar en sus ollas por cazuela o picante de gallina, para los clientes de su pensión cercana a la Estación Gallinazos.
¿Cuánto duró la condición naturalmente floral de estos territorios? Hay testimonios y crónicas demostrando la existencia de grandes "selvas" o cuasi vergeles hasta tiempos tardíos, antes de la conquista industrial de Tarapacá y especialmente hasta la época de explotación calichera, sealada por muchos como la gran responsable de su desaparición. También hay hallazgos reiterados de los descritos troncos parcialmente fosilizados, en lo que eran esas vastas extensiones forestales del pasado.
Por otro lado, da la impresión de que nadie ha explorado la posibilidad de que parte de los recuerdos de ese bosque secreto y misterioso al que hace referencia el nombre de Tarapacá y sus mitos, no sea sólo el verdadero grupo de árboles que allí existió alguna vez, sino uno supuesto y "oculto", más asociado al contenido fascinante y cultural del territorio: un reflejo en el imaginario de la comprensión del paisaje, nacido de los espejismos mezclados con la ilusión y la angustia de los antiguos viajeros, por ejemplo. Una posible pista de esto la da el ingeniero Alejandro Bertrand, quien escribió en plena Guerra del Pacífico su informe de agosto de 1879 titulado "Departamento de Tarapacá. Aspecto general del terreno, su clima y sus producciones", diciendo sobre la Pampa del Tamarugal:
…el viajero que por primera vez contempla esta región, se sorprende al ver en el horizonte árboles, construcciones y lagunas; mas pronto se convence de que estos paisajes son obra del miraje y cuando desaparece la ilusión óptica sólo queda una pampa árida no interrumpida desde Camarones hasta el Loa.
Echando cuentas en la historia americana, es un hecho que este territorio perteneció administrativamente a los reinos del Tawantinsuyo, tras la invasión ejecutada por las huestes incas del siglo XV. Antes, sin embargo, había estado controlada por el reino Pakaje (tarapacajes o Pakajes pardos). El poblado de Tarapacá en la quebrada homónima ya era, por entonces, el centro administrativo más importante de la zona, y lo siguió siendo durante la Colonia y buena parte del siglo XIX.
Es presumible que los incas encontraran resistencia por parte de los cerca de 6.800 habitantes de la quebrada, pues 2.797 mitimaes fueron trasladados por entonces hasta los valles de Sama, Locumba y Tacna, según datos de Patricio Núñez Henríquez, lo que es casi el 50% del total de su población. Evidencia arqueológica encontrada en los alrededores demuestran lo antiguo de esta presencia humana y confirman que es, ciertamente, anterior al arribo inca y español. Hoy destacan como sus huellas el complejo habitacional de Caserones, los canchones y pircas ancestrales repartidos por la Quebrada de Tarapacá, y los grandes geoglifos como el Gigante del Cerro Unitas o el Rey de Huarasiña. Todos estos territorios estaban determinados por el paso de los ramales del Camino del Inca, además.
Considerando que los conquistadores Diego de Almagro y Pedro de Valdivia viajaron por Chile usando ese mismo Camino del Inca en algunos tramos de sus aventuras, es una certeza en base a sus testimonios que Tarapacá ya estaba perfectamente poblado y organizado por comunidades indígenas desde tiempos prehispánicos.
Tamarugo solitario de Tarapacá, en La Tirana, junto a los muros del templo "viejo".
Algarrobo centenario del centro de Pica, a un lado de la plaza.
Otro tamarugo en el camino de acceso al templo viejo y cementerio de La Tirana.
Ahora bien, la memoria contenida en la tradición oral parece aportar algo más sobre ese paisaje ancestral de estos territorios de tamarugos con los que convivieron sus más antiguos habitantes: se cuenta que los abuelos de Pica y Matilla describían un clima diferente al de hoy, con frases como "Enero poco, febrero loco, marzo y abril aguas mil", que repetían con insistencia. Las casas con techo de mojinete, similar al que puede observarse en la iglesia de Tarapacá y muy corrientes al Sur del Perú, suelen asociarse a un clima con cierta presencia de lluvia y brumas, pero la mayoría de ellas se construyeron en esta zona sólo hasta 1930 o 1940, aproximadamente, asegurada ya la posesión chilena de esos ex territorios peruanos.
La misma tradición rezaba que tal clima comenzó a cambiar tras uno de los terremotos de la segunda mitad del siglo XVIII, alcanzando el aspecto árido y extremo que conocemos ahora hacia fines de la siguiente centuria. Aún se producen grandes inundaciones en Tarapacá, de hecho, a causa del invierno altiplánico de (los tarapaqueños son puntillosos en enfatizar que no es correcto llamarle invierno boliviano), especialmente hacia la proximidad del verano o durante el mismo, lo que motivó a sus pobladores a exigir a las autoridades, en 1993, ensanchar el lecho del río y aumentar los gaviones para evitar que el agua llegara a las casas, pero completándose estos trabajos más de 15 años después. Una de las últimas grandes riadas arrasó muchos de esos pesados gaviones que han ido cercando el caudal, carcomiendo tramos de terreno y alcanzando parte de una ladera.
Así, puede decirse que hay antecedentes de un clima, de un paisaje y de una tradición que justifican esa memoria sobre la presencia de los bosques ya desaparecidos en Tarapacá.
Existe un ilustrativo artículo de investigación publicado en la revista "Estudios Atacameños" N° 47 de San Pedro de Atacama, 2014, por los autores Magdalena García, Alejandra Vidal, Valentina Mandakovic, Antonio Maldonado, María Paz Peña y Eliana Belmonte, titulado "Alimentos, tecnologías vegetales y paleoambiente en las aldeas formativas de la Pampa del Tamarugal". Dicen allí los autores que se han ejecutado análisis paleoclimáticos relacionados con el estudio de polen contenido en paleomadrigueras de roedores del piso Tolar (3.300-4.000 metros sobre el nivel del mar) en la latitud del Salar del Huasco y en la Quebrada de Maní:
Los primeros han dado como resultado un ambiente de mayor aridez que el actual para el Holoceno Medio (8000-3500 AP), un aumento notable de la humedad hacia 2200-1000 años AP, y nuevas condiciones de aridez para los últimos siglos (Maldonado y Uribe 2011 Ms). Los segundos estudios dan cuenta de la existencia de tres períodos más húmedos situados entre 2500-2040, 1615-1350 y 1050-680 años AP (Gayó et al. 2012). De esta manera, ambos trabajos muestran resultados coherentes con la dendrocronología efectuada en la Pampa del Tamarugal, que permiten concluir que el ambiente durante el Formativo Tardío e inicios del Intermedio Tardío (ca. 1000 DC) fue más húmedo que el actual y se vinculó a una mayor cobertura vegetacional de tolas en tierras altas y forestales en la pampa (García et al. 2011; Maldonado y Uribe 2011 Ms; Maldonado y González 2012 Ms). Con lo anterior, se valida lo planteado 40 años antes por Mostny (1971), quien a partir de la abundancia y tamaño de los troncos presentes en los sitios arqueológicos de Guatacondo, ya proponía que en el Formativo la situación climática debió ser mucho más favorable que en la actualidad.
Junto con los bosques, las quebradas que descienden desde la Puna y desaguan en la Pampa del Tamarugal constituyen un segundo espacio de obtención de plantas. Entre las más importantes se encuentran la quebrada de Aroma, Tarapacá, Juan de Morales, Quisma, Maní y Guatacondo, las cuales generan un alto contraste de humedad en relación a la monotonía del desierto.
Los dos principales bastiones verdes de tamarugos (Prosopis tamarugo) que dan nombre a la majestuosa Pampa del Tamarugal, aparecen como retazos de los comentados bosques perdidos, pues los mencionados yacimientos semi-fósiles confirman la antigüedad de estos árboles en la zona que pudieron conquistar las difíciles condiciones del desierto gracias a su capacidad de crecer como bosques salinos y captar el agua de napas subterráneas, a pesar de no ser de agua dulce. Alcanzan, por lo regular, unos diez metros de altura con ramas espinudas y los troncos que llegan a un metro de diámetro, que se ramifican en su base; producen semillas y follaje que alimentan a las ovejas y cabras de la ganadería de hoy, reemplazando la ancestral de llamas y alpacas.
Gran tamarugo entre los senderos interiores de la Quebrada de Tarapacá.
El milenario escenario del oasis de la Quebrada de Tarapacá, visto desde su acceso.
A los tamarugos se suman otras especies botánicas visibles en las quebradas de la pampa, como los maitenes (Maytenus boaria), chañares (Geoffroea decorticans) y algarrobos (Prosopis alba). Las cañas en las orillas de esteros y del río Tarapacá son tan abundantes, que desde antaño han sido utilizadas por los habitantes de la zona para la construcción de los entramados de adobe y quincha de sus residencias más tradicionales. Las hay de las especies cortadera (Cortaderia atacamensis), cañaveral (Phragmites australis), junquillos (Scirpus atacamensis), totora (Typha angustifolia) y qosqosa (Equisetum giganteum). Pueden encontrarse también visavisas (Trixis cacalioides), sapamas (Ophryosporus pinifolius), tajtajas (Lophopappus tarapacanus) y brea o sorona (Tessaria absinthioides). Los árboles de pimientos (Schinus molle) se presentan más como flora ornamental, en plazas y alamedas.
Empero, los tamarugos de las reservas pampinas de hoy no son los originales que podrían haberle dado el nombre y el recuerdo imperecedero de la tradición oral y la toponimia, pues los antiguos bosques en donde se "escondían" los ancestros de los indígenas locales fueron casi totalmente arrasados desde iniciada la fiebre calichera y convertidos en leña, por lo que se debieron realizar grandes reforestaciones de recuperación.
Más de 17 mil kilómetros cuadrados en donde estaban estas concentraciones de bosques tarapaqueños fueron convertidos en más desierto áspero y muerto. Ya en 1886, Guillermo E. Billinghurst informaba en su "Estudio sobre la geografía de Tarapacá":
La influencia de los bosques en la lluvia está tan comprobada por numerosas y recientes observaciones que no hay como dudar de que la desaparición de ellos, en el Tamarugal, ha cambiado, a este respecto, el régimen meteorológico de la pampa.
En total, unas 60 mil hectáreas verdes fueron totalmente arrasadas, como recordaba el diario "La Estrella de Iquique" del domingo 20 de agosto de 1967, en el artículo "Corfo transforma la pampa". Se calcula que solamente unas 3 mil hectáreas de las que hoy existen, podrían corresponder o provenir del antiguo bosque regional, lo que explica la distribución en forma ordenada de rejilla de estos bosques mirados desde el cielo, además de sus perímetros rectangulares, algo esperable del resultado de una operación de trasplantado masivo.
Las primeras plantaciones fueron realizadas con algarrobo a fines del siglo XIX, aunque en el sector del poblado central de Tarapacá sólo habrían sido colocados con éxito 643 ejemplares, según datos publicados en "La irrigación en Tarapacá" de Billinghurst, en 1893.
Posteriormente, hacia 1920, el industrial salitrero Luis Junoy materializó un nuevo plan de reforestación de tamarugos en más de 1.000 hectáreas completadas por el año 1947, lo que explica también ese descrito orden artificial de grilla en que están plantados y distribuidos los árboles actuales. A estos esfuerzos se suman otros posteriores, como planes forestales y ganaderos CORFO de 1963 y 1967, y otro programa CONAF de 1983, que han sumado más de 100 mil hectáreas de tamarugos distribuidas entre Zapiga, La Tirana y Pintados.
Protegidas desde 1987, estas reservas dan, sin embargo, sólo una idea parcial y muy tenue de cómo debieron lucir antaño esos maravillosos bosques y legendarios refugios verdes de los también primeros habitantes de Tarapacá.

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