FANTASMAS Y MONSTRUOS DEL PUENTE CAL Y CANTO: EL SINIESTRO CASO DEL GIGANTE Y LOS DUENDES
Coordenadas: 33°25'55.6"S 70°39'05.8"W (lugar en donde estaba el puente)
Hemos dicho -en otras entradas de este blog- que, hacia 1782,
fue terminado el grueso de la obra del Puente de Cal y Canto en el río
Mapocho, en Santiago, con 202 metros de largo (120 de ellos correspondientes
al ancho del río) y 12 metros de altura desde el lecho, siendo por ello la
obra de ingeniería chilena más famosa e importante de la época y una de las
más grandes que se hicieron sólo con erarios municipales en tiempos
coloniales de la América Hispánica. Fue, además, la última gran expresión
del estilo barroco colonial en territorio chileno.
Tras entregarse la obra a la ciudad, sin embargo, muchas personas comenzaron
a querellarse en contra del Corregidor Luis Manuel de Zañartu, gestor y
director de la construcción del puente pero, para su desgracia, eternamente
colmado de enemigos que le amargaron hasta el último de sus días en la
Tierra. Tantos fueron los reclamos, de hecho, que llegaron al Virrey del
Perú y, posteriormente, al mismo Rey de España. Llegó a ser tan despreciado
por algunos que hasta lo tildaron de ser el mismísimo Diablo. Cierta leyenda
decía, además, que había logrado hacer que el Príncipe de las Tinieblas le
construyera el puente tras derrotarlo en una apuesta. Y cuando se presentó
en su contra un enorme expediente colmado de acusaciones, éste se perdió
misteriosamente, por alguna inexplicable intervención diabólica.
Con esta fama del Puente de Cal y Canto y de su constructor, no extraña que
las leyendas más aterradoras y siniestras lo acompañaran por el tiempo que
permaneció en pie, hasta su infame destrucción en 1888, merced a caprichos
humanos coludidos con los de la naturaleza.
Zañartu falleció en abril de 1782, tras haberse retirado a su hacienda en el
barrio de La Chimba, en las primeras cuadras de la Cañadilla, actual
Independencia, a poca distancia del puente que tantos dolores de cabeza y
esfuerzos personales le había significado. Y un año exacto después de morir,
comenzaron a conocerse los más extraños sucesos relacionados con el puente y
que se interpretaron como el regreso de la controvertida figura del
Corregidor al mundo de los vivos, con una supuesta aparición de su calesa
acompañada por fantasmales soldados que atravesaron el puente, visión que
causó pavor entre los que aseguraron haberla atestiguado.
Fue el primero de muchos casos que reportó -con gran pasión cronística- el
escritor Justo Abel Rosales, en su clásico "Historia y tradiciones del
Puente de Cal y Canto". Las apariciones del fallecido incluyeron unas como
jinete a galope largo, cruzando el río por el paso y perdiéndose en la
oscuridad nocturna.
Era tanto el pánico que llegaron a provocar en la población esta clase de
historias que, sumadas al peligro de los delincuentes, hubo una época en que
la gente "de bien" no lo cruzaba ya pasadas las 22 horas de la noche,
muy convencidos de que se exponían a toda clase de peligros, ya sean humanos
o paranormales.
Quienes sí osaron cruzarlo en horas nocturnas, declararon que fueron
espantados muchas veces por supuestos gritos de las almas descarnadas de los
reos que murieron durante su construcción obligados al trabajo forzado, o
bien por pavorosos ruidos de faenas de trabajo que parecían provenir desde
abajo, en la oscuridad del lecho del río, como un eco fantasmal de los días
de la construcción del puente bajo la atenta mirada del Corregidor.
Si hasta el mismo entorno del puente era peligroso y lleno de delincuentes,
por entonces, así que no todos los temores estaban infundados: el sector del
Basural de Santo Domingo, los barrios riberanos chimberos, las
poblaciones que surgieron después al poniente de la bajada Norte del puente,
el inexpugnable Camino de Las Hornillas en la actual Vivaceta, etc.
Vista del río Mapocho desde la orilla. Aguada sin fecha de José del Pozo,
probablemente de la primera mitad del siglo XIX, hoy a resguardo del
Archivo Central Andrés Bello de la Universidad de Chile.
Imagen del Puente de Cal y Canto y, atrás a la derecha, la torre del Mercado
Central, levantado en donde estuvo el Mercado de Abasto y, antes de éste, el
basural colonial de Santiago. Colección Oliver, imagen tomada hacia 1880.
Con el tiempo, los fantasmas se fueron multiplicando y sus aspectos se
volvieron más y más aterradores. Se fue reportando toda una fauna de seres
maléficos asomándose por el Cal y Canto: pájaros de enormes alas que
revoloteaban con siniestros ruidos, fantasmas que se desplazaban en lo alto
como velas de barcos a la deriva, brujos malévolos realizando ritos,
duendes y gnomos, animales inexplicables de muchas patas las que se
alargaban a medida que avanzaban y los famosos
chonchones o tué-tués, comentados también por otros autores como
Benjamín Vicuña Mackenna, Julio Vicuña Cifuentes y
Oreste Plath.
Ante tantas denuncias y pánico, la autoridad y la propia Iglesia se vieron
obligadas a interceder, tras algunas denuncias de presencias demoníacas.
Rosales contaba que, una noche de aquellas, un sacerdote acompañado de una
cofradía tomaron la iniciativa de enfrentar al pretendido fantasma del
Corregidor en su puente maldito, pero debieron escapar al ver miles de
diablos a caballo que se les venían encima desde el lado Norte del puente.
En otra ocasión, un grupo de ciudadanos acompañados también por un
religioso, fueron espantados en el acto por un bufido y un trote diabólico
proveniente desde la inmensidad de la noche, que resultó ser del astuto
caballo de un vecino de la ciudad andando solo por el puente. Años después,
los oficiales del campamento de vigilancia vieron en la oscuridad cómo un
corpulento ser cruzaba el río lentamente por el Cal y Canto, exigiéndole
identificarse asustados y preparándose para dispararle, cuando advirtieron
que se trataba de un viejo y peludo burro que caminaba solitario en la
noche.
Muchas de las aterradoras percepciones de seres sobrenaturales, entonces,
procedían del miedo a la oscuridad y la soledad, pero los casos de denuncias
sobre apariciones más insólitas seguían reuniéndose y acumulando un
interesante legendario para el más importante de los puentes que haya tenido
el río Mapocho. Los pretendidos avistamientos aumentaban en los inviernos,
además, incluyendo ciertas figuras blancas que paseaban flotando sobre el
río y pájaros de alas blancas que se bañan en el cauce dando pequeños gritos
como de mujer.
Fue en este frenesí de terrores hacia aquellas extrañas e inexplicables
presencias en el Puente de Cal y Canto, que comenzaron a aparecer en él,
durante las mañanas, cadáveres de personas que habían sido asesinadas:
amanecían encharcadas en su misma sangre tras haber sido asaltadas sobre el
puente por seres desconocidos. Esto fue acrecentando el terror de los
santiaguinos e hizo pensar que la maldad de los entes infernales del puente
había pasado ya a otra sangrienta y despiadada etapa.
Tras una breve pausa en el ejercicio del acoso de las almas por seres
impensables allí en el río, sucedió que, cerca de los días de
Diego Portales y su Estado en Forma, a los solitarios peatones
que cruzaban por el puente se les aparecían otras nuevas criaturas
abominables, horrorosas, que los dejaban paralizados: seres con aspecto de
bultos blancos, unos duendes de pequeño tamaño pero que, al acercarse a su
víctima, adquirían proporciones enormes, arrojándose con violencia vesánica
sobre los inocentes que tenían la desdicha de cruzarse con semejantes
engendros, acaso provenientes de los pantanos de un mundo oscuro y pútrido,
por completo ajeno al de los hombres.
Los cadáveres de los infelices caídos en la horripilante desgracia de
toparse con estos seres, aparecían en la cima del puente, al día siguiente,
totalmente despojados de sus pertenencias y en varios casos hasta de sus
ropas, con la faz o la espalda hundida en su propia sangre, brotada de
horribles heridas que le habían causado la inmisericorde muerte.
Los
casos comenzaron a acumularse y la autoridad debió aceptar que estaba ante
algo fuera de toda normalidad. El pánico fue cundiendo en la población de
aquellos días después de la organización republicana, y con ello también la
exigencia de seguridad ante lo que fuera que estaba asesinando a
santiaguinos en el puente. Los pocos testigos sobrevivientes, en tanto,
aseguraban que eran esos fantasmas blancos y espeluznantes, capaces de
cambiar sus formas y tamaños, los responsables de las muertes y los ataques
en el Cal y Canto.
Para peor, con el correr de los días comenzaron a reportarse también ataques
de los misteriosos seres en otros sectores de las riberas del Mapocho, todos
cercanos al puente: las rampas, las calles adyacentes, los barrios del
entorno. El terror ya no se limitaba a cruzar el río por el Cal y Canto,
entonces, sino a la posibilidad de ataque a cualquier hora de la noche
profunda, sólo por el hecho de vivir o rondar cerca del mismo puente. Aunque
no hay muchos registros de aquella experiencia, no cuesta imaginar el pánico
colectivo y los terrores supersticiosos que provocó esta oleada de
apariciones criminales de los fantasmas blancos.
Sin poder eludir más tiempo el clamor pidiendo resolver el caso de los
aparecidos del Puente de Cal y Canto y acabar con la seguidilla de crímenes,
la autoridad inició una exhaustiva investigación que incluyó vigilancia de
la gente de "mala vida". Siguiendo una sospecha y, quizás, algún
aporte de información bastante útil, se concentraron en la observación e
inspección de todos aquellos que, correspondiendo a dicho perfil, fueran
observados cargando bultos de trapos blancos durante las noches; blancos
como las prendas con las que los supuestos fantasmas se aparecían a sus
víctimas al momento de atacarlas y robarles todo cuanto llevaran con ellas.
En estas labores de vigilancia, entonces, se dio con un grupo de sujetos que
resultaron ser una sociedad de bandidos organizados para robar durante las
noches en el puente y en el barrio, fechoría que realizaban disfrazados con
sábanas blancas para causar un terror paralizante en sus víctimas a las que
agredían con armas blancas, aprovechando la fama del puente de ser escenario
de apariciones terroríficas y perturbadoras.
Los criollos disfrazados con las telas blancas, pues, eran los supuestos
duendes que se aparecían en los asaltos, pero el "gigante" reportado por los
sobrevivientes era el líder de la banda criminal: un sujeto llamado Alejo
Candelilla, así apodado por el extraordinario tamaño que tenía para las
proporciones de la población de entonces y que en realidad lo habrían hecho
parecer una criatura de altura descomunal en la noche, vestido también con
retazos blancos de tela.
A mayor abundamiento, Alejo era de profesión panadero, por lo que suponemos
que de sus talleres pudo haber obtenido el género que usaba la banda o parte
de éste. Trabajaba en 1835 en la panadería del señor Pedro Arias, locatario
muy conocido por entonces en el barrio de La Chimba, donde tenía su
establecimiento. Arias aún estaba vivo en los tiempos en que Rosales
escribió su libro (1888) y tuvo oportunidad de entrevistarlo sobre este
mismo caso, además.
Tras ser capturado Candelilla y desbaratada su banda, la paz retornó
al Puente de Cal y Canto y cesó una de sus más escalofriantes historias
sobre aparecidos y asesinatos, caso que acabó siendo un caso esencialmente
policial.
Sin embargo, las famas persisten en la creencia popular y son difíciles de
diluir: en años posteriores, una
cruz negra colocada como animita o memorial para un fallecido en un
accidente de carretas, hacia el gobierno del General Manuel Bulnes, le
dio al puente un rasgo igualmente macabro y mortuorio. Posteriormente, en
1877, comienzan nuevamente las apariciones espectrales sobre el puente,
cuando el diario "La Tribuna" denunció la existencia de un brujo en el
mismo, vestido de blanco y moviéndose en forma tambaleante, mientras lanzaba
extraños gritos e imitaba el rugir de feroces bestias.
Sólo con la destrucción del puente se acabaron las leyendas, según todo
indica: se cuenta que la noche del 10 de agosto de 1888, última antes de
venirse abajo con la riada del Mapocho de ese mismo día, una sombra blanca
no cesó de gritar durante toda la noche sobre el mismo, como anunciando y
lamentando desde ya su inminente destrucción.
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