DON DIEGO PORTALES CONTRA EL AMOK

Paddok corre asesinando e hiriendo gente por el puerto, mientras la multitud lo persigue. Grabado del reportero gráfico Luis F. Rojas hacia 1941, para la edición ilustrada de "Episodios Nacionales".

En Malasia, Sumatra, Tailandia, el sur de China y la Polinesia, era conocido desde antaño un extraño mal que afectaba súbitamente a los trabajadores de los campos, minas o puertos, y que solía desencadenar grandes tragedias: el meng-âmok, término malayo mencionado también por Rudyard Kipling y que consistente en explosiones brutales de locura y de frenesí homicida que, de un momento a otro, se apoderaban del sujeto como la más demoníaca de las posesiones y le provocaban correr y matar sin freno, armado, cometiendo a su paso una seguidilla de asesinatos indiscriminados e irracionales.

El amok desencadenaba a veces verdaderas masacres, las que terminaban sólo cuando el poseso lograba ser reducido, abatido o, simplemente, cuando caía exhausto tras la euforia sangrienta, con frecuencia ya amnésico de lo sucedido o bien terminando la salvajada al ponerle fin a su propia vida. Como un perro rabioso, el afectado mata y ataca a todo y a todos, sin perdonar a nadie, jadeando, gritando y gruñendo, dominado por el cortocircuito mental.

En una célebre aventura para conseguir ejemplares de las llamadas piedras tektitas o "perlas de fuego", en los años veintes, el viajero francés Richard J. H. de Touché-Skkading tuvo ocasión de observar los estragos que provocó una erupción de amok en un barco cargado de esclavos chinos "culíes", de los mismos que los chilenos iban encontrando y liberando en covaderas y salitreras peruanas durante la Guerra del Pacífico. La explosión de furia que vio dejaría a ocho de ellos muertos y más de 50 heridos antes de tocar puerto en Malaca.

No era raro que los barcos fueran escenario de esa clase de ataques descontrolados de fiebre asesina, como hacia esos mismos años lo retrata Stefan Zweig en "El Loco de Malasia", cuyo título original en alemán era "Der Amokläufer". Y aunque es conocido desde hace siglos en esos países asiáticos, el síndrome del amok recién fue aceptado por la psiquiatría oficial hace unos 50 o 60 años, tras los trabajos del profesor de psiquiatría de la Universidad de Oklahoma, Joseph Westermeyer, creyéndoselo asociado a fenómenos de desadaptación cultural que conducen a estos súbitos arranques criminales incontrolables, tanto de individuos mal insertados en un medio que le es extraño, como en otros casos de sujetos con tendencias sociopáticas reprimidas hasta el momento del estallido del amok. Muchas masacres y matanzas famosas, por lo tanto, parecen estar relacionadas con este extraño síndrome.

Sin embargo, antes que Kipling, Zweig, Touché-Skkading o Westmeyer presentaran la existencia del amok ante occidente, ya parece haberse hecho presente en Chile con un controvertido caso de fines de 1832 y principios de 1833, que tiene todas las características que son propias de un estallido del mal y que involucraron, además, la primera gran polémica en torno al carácter férreo e indoblegable de don Diego Portales Palazuelos.

Sucedió que aquel verano un bergantín ballenero estadounidense había echado anclas en Valparaíso, capitaneado por Mr. Henry Paddock. El capitán bajó a tierra en momentos de angustia, en una tierra ajena, agobiado por deudas y por una pésima temporada de pesca que acrecentó sus desesperaciones. Había solicitado un crédito a la casa Alson de los Estados Unidos, pero el préstamo le fue rechazado. La terrible noticia la recibió allí en Valparaíso sucediendo, entonces, lo impensable.

Paddock, explotando en un ataque frenético de ira y furia, sacó en el mismo lugar una navaja que traía entre sus ropas y atacó de muerte con ella a los dos empleados que lo atendían y que acababan de comunicarle la negativa a concederle el préstamo. Ambos eran paisanos suyos.

Con las manos ensangrentadas, el sujeto corrió hacia la calle vuelto una fiera, y enfiló en su loca carrera hacia el puerto. Personas que alcanzaron a ver el crimen y otros que distinguían el arma empuñada por el loco, comenzaron a perseguirlo y a gritar desesperados: "¡Atájenlo, atájenlo, asesino!". Pero el colérico asesino siguió desparramando cortes en su ruta, hiriendo de muerte a don Joaquín Larraín, reputado caballero que tuvo la desgracia de cruzarse en el camino del desquiciado aquel día. También dejó herido gravemente allí a un señor llamado Joaquín Squella, coincidentemente uno de los enemigos políticos personales que tenía Portales. 

Varias otras personas terminaron con severas heridas antes de que Paddock llegara al sector de los muelles, siendo reducido al fin tras dejar una huella de sangre regada por el puerto. Su aparente fiebre de amok había dejado tres muertos y de seis a ocho heridos, varios de ellos de gravedad.

El asesino fue llevado a rastras hasta la cárcel. Pero no bien sonó el cierre de la puerta de su calabozo, el ministro representante de la Unión de Estados Americanos ante Santiago corrió a tratar de intervenir a favor del capitán Paddock, intentando zafarlo del castigo que seguramente le caería encima en el juicio que rápidamente se inició contra él, por lo que el proceso adquirió de inmediato ribetes controversiales que pusieron a toda la atención pública encima.

Para desgracia de la Legación de los Estados Unidos, sin embargo, tras terminar su primera experiencia ministerial don Diego Portales había asumido la conducción de la gobernación de Valparaíso, quien difícilmente habría metido las manos para alterar los fallos condenatorios de primera y segunda instancia contra el capitán. El gestor de la idea del Estado en forma era, como se sabe, un convencido del ejercicio implacable de la autoridad y de la mano dura, por lo que el futuro de Paddock era francamente sombrío, aun cuando este alegaba no recordar nada de lo sucedido y su médico portugués de apellido Torres lo declaraba loco probablemente por razones políticas, pues hizo lo mismo en el caso de unos conspiradores del motín de Zenteno.

Por más que el ministro norteamericano presionó a favor del infeliz, no pudo derribar el decidido carácter de Portales, quien no movió una ceja ante tamaña intromisión en la independencia de la justicia chilena. La idea era que el gobernador respaldara una petición de indulto para Paddock que sólo podía conceder el gobierno, y no que él extendiera una, como creen erróneamente algunos autores que siguen proponiéndose como adversarios de Portales.

Pero don Diego no creía en locuras ni ataques de delirio. Como sucede con los asesinatos cometidos por borrachos, no acepta la idea de que la pérdida de juicio sea atenuante de nada en un criminal. Probablemente, si alguien le hubiese explicado los terribles alcances del amok, tampoco habría cambiado mucho el escenario.

Las desesperadas cartas enviadas por agentes extranjeros como Guillermo Blest y Santiago Ingram rogando clemencia por el capitán, no surtieron efecto. Por el contrario, Portales respondió con una dureza sólo parcialmente disimulada entre los textos de buena crianza, en otra de sus famosas cartas que son lo único escrito que nos dejara expresando en cada una la esencia de su pensamiento ya bien conocido en los hechos:

Mi celo por la buena administración de justicia, les dice, y por el cumplimiento de las leyes, no llega ni puede llegar hasta el extremo de precipitarme en injusticias ni excitarme la sed de sangre; tampoco puede causar un trastorno tal en mi mente que llegue a despojarme de la razón. Soy naturalmente compasivo, pero más amante de las leyes, del buen orden y del honor de mi pobre y desgraciado país. Bajo estos principios aseguro a Uds. que debo mucho y aprecio en sumo grado a mis amigos queridos Blest e Ingram; pero si desgraciadamente alguno de ellos se encontrase en el caso del capitán Paddock y su suerte pendiera de mi mano, ya estaría yo llorando sobre su tumba… Puede muy bien suceder que Paddock padeciese alguna aberración mental al tiempo de cometer los asesinatos; pero poco tiempo después ha estado en su sano juicio; si le justificamos dando valor a su excepción de insanía, no habrá ya quien no quede impune de un crimen alegando la misma excepción. No duden Uds. que en lo sucesivo, si Paddock salva la vida, la excepción de insanía va a sustituir a la de embriaguez.

Luego, poniendo el dedo en la llaga, remata su argumentación:

Así se disponen los ánimos insensiblemente, y un día, al hacer fusilar a un roto, puede levantarse el grito de que para ellos sólo hay justicia, y armarse una fiesta en que tal vez me toque morir defendiendo a los señores que hoy me critican.

Muchos historiadores críticos de Portales quisieron presentar este episodio como un aprovechamiento político del caso Paddock y abonar así a una especie de anatema que ha procurado cultivar sobre la memoria del ministro. Empero, quizá el aprovechamiento de raigambre política sea el que en realidad intentan hacer ellos, movidos por el desprecio y la alergia que provoca la figura de Portales en ciertos dogmas, porque quien conozca medianamente siquiera su filosofía respecto del rol del poder público como director y rector de una sociedad en pleno ordenamiento, difícilmente podría haber esperado alguna actitud complaciente o emotiva de su parte para con el criminal, cuya cabeza era pedida a gritos por toda la sociedad chilena, aún impactada con lo sucedido.

Efectivamente, en años anteriores habían sido ejecutados varios ciudadanos muy pobres autores de delitos menos graves todavía, por lo que Portales de modo alguno accedería a hacer fracasar la ocasión de demostrarle al pueblo que la justicia era igualmente dura, sin hacer diferencias de clase. Además, ya dijimos que lo único que podía hacer Portales era apoyar una petición superior de indulto, ya que no estaba en sus facultades concederla, como creen hasta hoy muchos investigadores distraídos. En el peor de los casos, su "pecado" habría sido no solicitarla.

La suerte de Paddock estaba echada, entonces: el Tribunal de Justicia siguió adelante y lo confirmó culpable, dictando la pena máxima de muerte en la horca. Al poco tiempo, fue conducido hasta el cadalso y, segundos más tarde, su cuerpo sin vida era peso muerto colgando de un nudo y balanceando su sombra.

Podemos conjeturar desde hoy sobre si Paddock fue o no otro desgraciado poseso del amok y si corresponde, por lo tanto, al primer caso que se ha reportado en Chile de esta clase de ataques de locura. Empero, en el supuesto de haberlo sido, concluimos entonces en que el inquebrantable y decidido espíritu del severo Diego Portales tampoco lo toleró ni lo perdonó.

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