LA NOCHE CUANDO BEBÍ UNA CERVEZA CON EL DESCUBRIDOR DE LA CIUDAD DE LOS CÉSARES
"Chile Moderno, que los geógrafos antiguos llamaron tierra Magallánica de los Patagones y los Césares...". Así registró el cartógrafo oficial español Juan de la Cruz Cano y Olmedilla a la Patagonia Oriental en su famoso mapa de la América Meridional de 1776.
Para aclarar desde el inicio, digamos, para aclarar, que esta es una suerte de "dramatización" en prosa, de una conversación muy especial que tuve hace años... Sólo puedo dar por sentado que eso sí fue cierto: nuestra reunión y nuestro intercambio. Del resto, la vida sabrá... Y a riesgo de ganarme una camisa de fuerza: hay en realidad dos encuentros resumidos en este texto, por la propia instrucción de ellos en aquel momento en que sucedieron. Quizá -sólo quizá- algún día pueda contar toda esta sensacional historia, sin rodeos: cuando sólo dependa de mí. Por ahora, sólo puedo decir que tras haber publicado por primera vez este artículo en mi antiguo blog Urbatorivm, hacia fines de 2010, varios mensajes llegaron desde quienes conocían parcialmente este caso, por distintos medios. Para despejar dudas y ya que existe interés de algunos en saber cómo terminó esta historia, quizá llegue a publicar a futuro el final de este artículo inconcluso, que aclare muchísimo de lo que podría estar difuso y comente también -aunque sea en parte- qué fue lo que supe, hace varios años ya, sobre cómo concluyó la historia de la persona que aquí identifico como Juan y su búsqueda, lamentablemente de forma muy profana y terrenal, aunque no con muy buenas ni alentadoras noticias para quienes se interesan en la pulcritud de estos temas. Es todo lo que puedo decir en este momento, y sólo repetiré lo que me dijo alguien hace mucho tiempo, aplicable al desenlace de este caso: "Hay secretos que son como el Sol: puedes llegar a amarlos, pero no a mirarlos; así como te dan calor, te dejarán ciego".
Bien: era una tarde de septiembre, de un buen día viernes; mi favorito desde los tiempos del "Show de Benny Hill" en la televisión. Se habían reunido todos los miembros más conocidos del club en un pequeño grupo ocupando unas cuatro mesas de un bar del centro de la capital, situado tras la famosa Torre Entel, antes que los edificios levantados en su entorno le quitaran parte de la escasa majestuosidad que ofrecía en aquellos días una ciudad gris y opaca como Santiago, carente de una Torre Eiffel de París, del Obelisco de Buenos Aires o de la Aguja de Seattle.
Mientras los demás se entretenían calumniando despiadadamente a los jefes del departamento, yo leía en mi lugar de la mesa al ejemplar de la revista que había recibido de ese muchacho con cinto extraño en el brazo, a la salida de la estación del metro, con el aire de los propagandistas y difusores políticos de los tiempos de la Segunda Guerra. La revista no era más que un lote de como diez hojas fotocopiadas por ambos lados y pegadas con nada discretos corchetes. Llevaba varias horas calentándose en la mochila. Por razones que dejaríamos mejor en la reserva de la memoria ajena, sino en el olvido, a partir de aquella noche se activó un hilo de contacto con las huellas fatales del padre Mascardi en el Sur de Chile. Sólo nos sentiríamos autorizados a decir que este pobre infeliz que escribe comenzó con ello una aventura insólita, desde algo tan simple como leer una revistucha empecinada en salvar al mundo. Así que no os sorprendáis del salto que, a continuación, sufre este relato… Para muchos sería esta, acaso, la prueba de que nada se da por el capricho del azar en el mundo y los hechos que parecen inconexos comparten en realidad una fina nervadura que el tiempo y la visión de la materia no nos permite acariciar al tacto.
Pasaron, pues, los meses. Comencé ese día como cualquier otro de marzo de 1997, con el calor veraniego amenazado por la fuerte posibilidad de súbitos nubarrones y hasta chispeos de las primeras lluvias del año, en una curiosidad más del clima. Pese a todo, un día común, sin ninguna novedad. El vuelco vino en la tarde, al recibir una llamada proveniente de mi nuevo amigo y desde hacía poco camarada del club, a quien llamaré simplemente Sergio, quien preparaba la edición siguiente de la misma revista rasca y fotocopiada recibida hacía cuatro meses, para ser repartida ahora en el círculo universitario.
Caben aquí las explicaciones, pues: justamente, a través de ese ejemplar recibido casi accidentalmente en el año anterior, me había puesto en contacto con el editor que era Sergio, a través de la casilla que aparecía impresa en el reverso de las hojas corcheteadas y presentadas con intrusismo como una revista, entre poemas e ilustraciones. Impactado por el contenido del pasquín, le había ofrecido modestamente sus servicios y recursos para posteriores ediciones de la revista, convencido de que con un poco de su ingenio podría esconder el corte y la producción muy, muy artesanal que tenía hasta ese momento. Pero me llevé una sorpresa: Sergio, que hizo las veces también de productor, sabía perfectamente lo que hacía. Fue un poco decepcionante cuando me explicó la intencionalidad con que era producida la revista, casi incitando a que fuera arrojada al primer basurero en el camino. Era la “selección natural” que sus creadores habían querido condicionarle. ¿Por qué? ¿Para qué tal truculencia? Cosas de artistas.
Selección o no, ya había pasado la prueba de la blancura y la confianza… Me interesé en el tema y caí.
- ¿Tienes tiempo esta noche? -me preguntó al teléfono, disimulando una agitación inusual en su calmada personalidad de hombre especialmente serio, ligado a la formación y ejercicio del derecho.
Su voz parecía perdida, como si una visión apocalíptica en el horizonte lo distrajera mientras hablaba al auricular. No me costó entender que tenía cierta prisa, pero se hallaba casi sumido en una especie de trance, o de ensimismamiento, inclusive.
- Depende –le contesto algo sorprendido–. Tengo que hacer algunas cosas, pero puedo hacerme el tiempo...
- Entonces ven –me interrumpió imperativamente-... Quiero que conozcas a alguien que te va sorprender. Quiero completar un favor que necesito hacerte hace mucho tiempo.
Creo saber a qué se refiere: pocas semanas antes, había llevado personalmente hasta mi domicilio un enorme alto de fotocopias y recortes históricos de periódicos. Puede que hubiese sido un tanto intrigante y nunca fue claro si representaba o no una opción profesional para él; sin embargo, los documentos que portaba en la ocasión eran un gran fomento fermentativo al entusiasmo: contenían un extenso trabajo publicado en un diario sureño cinco años antes, y su intención era incluir algo de esos contenidos en la edición de la revista.
Se trataba, pues, de extraordinarios reportajes sobre los hallazgos de un hombre totalmente atípico: un buscador de tesoros, si es que así se le puede llamar. Sus exploraciones y sus conocimientos le habían forjado como arqueólogo aficionado, y la lectura de los documentos le permitió imaginar que se trataba de un investigador de culturas al estilo de los que habían en el siglo XIX: soñadores, cautivados por la maravilla y que a veces, acababan torciendo su obsesión de descubrimiento con cruzadas tras tesoros perdidos o fuentes de la eterna juventud; más buscadores de cofres con oro que verdaderos exploradores científicos.
En efecto, había algo de esa locura en ese hombre ahí descrito, cuya identidad y rostro permanecían en el anonimato, ocultos tras nubarrones. Y algo sabía él de estos posibles parangones, además, pues hacía una comparación explícita de su trabajo con el del famoso explorador alemán Schliemann, que descubriera la ciudad de Troya sólo con las lecturas de "La Ilíada" de Homero, comprobando que el autor se inspiraba en la historia épica griega y no en fantasías, como se venía pensando hasta su intervención en la arqueología. Sonaba altanero, sin duda, pero esto fue lo que cambió mucho de mi forma de valoración del Mito que se llevaba hasta entonces.
Ahora bien, el personaje de los reportajes buscaba algo tanto o más espectacular aún de lo que debió ser la misma Troya al reaparecer a los ojos del hombre: ¡La Ciudad de los Césares! Había un río de información y fotografías con ambiguos datos sobre la ubicación física de cada imagen: extraordinarias esculturas y megalitos supuestamente repartidos por toda la costa del Pacífico Sur incluyendo algunas islas, desde poco más abajo de Puerto Montt hasta el extremo austral de Chile, allá donde no había rutas que no fueran las que consigue a punta de sacrificios indecibles el hombre perseverante, aquél que se abre camino por sí mismo entre los bosques patagónicos, como ciertamente debía ser el protagonista de aquellos artículos. Rostros, símbolos, runas, figuras humanoides y hasta escalas y murallones aparecían repartidos por toda la costa austral inexplorada y parte del interior cordillerano, ahí donde se presumía en la historia oficial la existencia sólo de pequeños clanes de indios entumidos en torno a una fogata, salvajes como el paisaje e incapaces de levantar algo más majestuoso que una choza. Parecía, a ratos, la descripción de otro país, de otro territorio, no de este que creía conocer tan bien y cuyas sorpresas aparentaban estar todas agotadas ya. El explorador tenía, además, una completa y compleja teoría respecto del origen común de América. Consideraba que sus "hallazgos" (si es que eran tales) serían suficientes para argumentar la existencia de al menos una colonia muy particular en ese territorio de Chile, ahí donde él iba encontrando ahora sus esculturas y sus gigantes de piedra.
Pero había algo más, todavía... Los reportajes describían con la claridad de una revelación casi religiosa la existencia de una caravana de 5.696 incas selectos que había llegado al sur de Chile portando los fabulosos tesoros del Imperio, una vez que este cayó con la muerte de Atahualpa. Los tesoros estarían escondidos en una maravillosa ciudadela, pretendidamente perdida entre las montañas del Pacífico Sur; en otras palabras, la Ciudad de los Césares. La Carretera Austral de Chile vendría a ser una especie de nuevo trazado de la misma ruta que llevó la caravana perdida por esas tierras, por coincidencia o por voluntad y sincronía.
Aunque estaba lejos de quedar convencido, el encanto fue instantáneo con la primera posibilidad de acercarme a esta alquimia cronística y conocer al hombre anónimo que dictó aquellos reportes asegurando haber estado a un paso de la ciudad... ¡A un paso de la Ciudad de los Césares! ¡Un solo paso! Pero desde el momento que colgué el teléfono, me invadían también instantes de absoluta falta de entusiasmo y de apatía, pues Sergio ya me había hablado de él en breves encuentros anteriores en el club y había sido particularmente reiterativo respecto del celo y la discreción que el explorador mantiene con los desconocidos, con los extraños, cosa que reafirmaba en sus comentarios el propio periodista redactor de los reportajes, por lo que había alcanzado a leer. Tal vez sólo me exponía innecesariamente a un portazo en la cara.
Sin embargo, la idea de mi cofrade era simple: encontrarnos los tres en alguno de los restaurantes que hay cerca de la Plaza de Maipú, en avenida Pajaritos al inicio de calle Chacabuco. Mi pasaporte al encuentro sólo sería el deseo evidente de obtener material e información directamente de él para publicarlo en la mentada revista. Un repaso a los reportajes me dio algo más de seguridad para enfrentar esta presentación y partí conduciendo con ese creciente entusiasmo, que me había hecho olvidar ya los escalofriantes atochamientos que encontré después, de camino al lugar de la reunión.
Me permití llevar un as escondido, sin embargo: tenía cómo comprobar mi progresivo interés al explorador, pues en el día anterior a aquella noche, había hecho una especie de trazado con las referencias geográficas explícitamente colocadas en el reportaje sobre la ruta de la supuesta caravana perdida, más algunas de tipo “sugerido” -por decirlo de alguna manera- sólo al alcance del lector despierto. Con esto, recordaba los sitios mencionados y había descubierto, mirando un mapa turístico, que uno de los lugares señalados aunque sin nombres correspondía a Chaitén, por la coincidencia de los elementos geográficos y los caminos descritos. Esos eran puntos muy a mi favor, o al menos eso creía. Mientras tanto, repasaba el mentalmente el mantra: “Hallazgo, hallazgo, hallazgo”. Era la hora de averiguarlo y enterarme si todo esto no era más que un bien fraguado truco periodístico.
Tras una vuelta a la plaza, encontré un lugar para estacionar y salí a pie buscando el local en donde pudieran estar Sergio y el misterioso visitante, pues la distancia y los tacos del tránsito ya me habían puesto en el lado del retraso horario, unos veinte minutos por sobre la hora convenida.
En la esquina, curiosamente, bailaba uno de esos extraños personajes de aspecto pordiosero que se han evadido a la profana realidad realidad, a su modo: un loco puro quizá, un harapiento mendigo del extramundo, hablando solo, en otra dimensión, en otra realidad, motivado por la ruidosa música tropical que salía desde el interior de una tienda cercana. ¡Había visto tantos ya, hasta ese día! ¿Sería otro desquiciado, acaso, el que me esperaba ahora allá adentro? ¿Son locos o sólo “evadidos”; seres “escapados”? Siempre aparecen antecediendo o anticipando un evento extraordinario. Estaba ahí, modulando monólogos silenciosos, haciendo movimientos sin razones terrenales, sentado o parado, inofensivo... Evadido. Y sólo unos metros más allá, el lugar del encuentro. ¿Era sólo un loco o una divina referencia? ¿Un símbolo?... Tampoco quise creer que sólo se trató de un cruce casual con el destino.
Caminé por el lado del mendigo, evitando ser alcanzado por alguno de sus brazos que se agitaban como batidoras de tentáculos, cortando el aire con su danza ritual, al son de la música y sus frases inconexas e inaudibles. Cuando avancé al local, pude identificar a Sergio a través de los ventanales junto a los que tenía su mesa, con un enorme mapa de Chile desplegado encima. Y al ingresar, consigo ver por primera vez al buscador en persona: era, más o menos, como le recordaba por una fotografía que me enseñaron la primera vez que asistimos juntos a otra reunión realizada por allá cerca de Américo Vespucio, junto a otros editores del club, varios meses antes. En la imagen, según recuerdo, salía este caballero de cuerpo entero por un camino de tierra, con un pesado camión a sus espaldas que había sufrido un accidente y yacía empantanado al borde de un sendero típicamente sureño.
El visitante tenía el pelo negro aún, aunque entrando en canas, con rasgos y manos de hombre esforzado. Nada raro en un aventurero del sur, que corta leña a golpe de hacha y que trabajó gran parte de su vida también como pirquinero. Sus facciones eran una mezcla equilibrada de mapuche, por ambos progenitores, y algo más que cuesta describir: algo monumental, como los rostros de las estatuas clásicas. Sus ojos eran de un color claro indescriptible, casi azules, casi verdes, casi grises y muy, muy brillantes, de aspecto triste, no demasiado expresivos, pero tampoco apagados.
- Mucho gusto. Puede llamarme usted Juan... Con eso bastará, por ahora.
- El gusto es mío, don Juan. Y gracias Sergio por invitarme a participar de este encuentro.
El viajero tenía una botella de cerveza parcialmente vacía junto a sus brazos, apoyados sobre la mesa cubierta con mapas, fotografías y hojas de rayas incomprensibles. Sergio lucía una de gaseosa en la misma situación, por lo que advierto que llevaban un buen rato conversando, antes de que yo llegara. Esta apreciación se reforzó cuando pude advertir que el buscador de tesoros apuntaba todas las ideas de lo que iba comentando sobre un papelito totalmente lleno de trazos, nombres y palabras resumiendo instancias anteriores del largo diálogo.
- Le daré la oportunidad de que me haga tres preguntas sobre aquello que usted ha leído -me comentó don Juan sonriente, mientras yo tomaba asiento, antes de perderse por el baño del local unos minutos.
Había algo indescriptiblemente juvenil en los modos del viajero, según pude notar. Sin duda, era un hombre de gran vitalidad. Y en su ausencia, Sergio permaneció en un extraño silencio, casi como si algo no le autorizara a pronunciar palabra alguna, o tal vez meditando en algo que no alcancé a advertir o presenciar. Cuando don Juan regresó cortando la incomodidad del momento, yo tenía listas mis tres preguntas… No podía desperdiciarlas:
- Quisiera empezar por una cosa sencilla, referida a las esculturas que usted ha ido encontrando a lo largo de la línea costera austral –dije aludiendo a uno de los principales conceptos señalados en el reportaje.
- ¡Ah! Usted se refiere al Patrón de Inteligencia... Miles de figuras escondidas entre las rocas del litoral de la zona austral, que se repite también en las costas de casi todo Chile, pero más abundante y ordenadamente al Sur.
- Ese... Sin embargo, es uno de tres patrones. Usted habla de la existencia de tres líneas de patrones, dos más que esa. La información contenida en ellos está referida al paso de la gran caravana de los súbditos de Atahualpa que llevó los tesoros hasta algún lugar secreto del Sur que coincide con la Ciudad de los Césares... ¿Me equivocó?
- No, no se equivoca; veo que está muy al tanto de lo que fue publicado. Efectivamente hay tres patrones o líneas de inteligencia, dos más a parte del litoral: uno al interior y otro en la cordillera, contorneando las alturas andinas.
Siento así que ya he dado con mi primer buen acierto. Voy por el camino correcto:
- Eso explicaría la existencia de extrañas figuras en distintos lados del litoral –comenté despertando una mirada de enorme curiosidad e interés en don Juan-. He visto fotografías de una enorme mano esculpida en las rocas de un cerro del Tinguiririca, que hace a la distancia un saludo como el de “Ave César”, así como la existencia de una gran cabeza como de perro que hubo alguna vez en un cerro de Pirque, hoy destruida para construir por allí un camino. Sé también de un cerro de La Reina, al interior de un camino cercano a un recinto policial, en donde existe una tremenda roca con la cabeza del un indio, señalando el lugar en donde más tarde se encontraron los restos de un cementerio aborigen.
- Cada una de esas piezas puede ser parte del patrón, de cada uno de los Patrones de Inteligencia –me respondió casi felicitando tales observaciones-. Si usted trazara una línea uniéndolos, descubriría estas tres arterias que pasan a todo lo largo de este país… Sin embargo, aún no me ha hecho usted la primera pregunta.
- Aquí voy entonces: He encontrado por mi propia curiosidad un rostro extraño y sin tiempo en las costas del balneario de Las Cruces, aquí en la zona central. A partir de ello, he iniciado una afanosa investigación sobre esta clase de rocas que muchas veces se consideran meros caprichos naturales. Sergio sabe de esto y creo que fue por eso, en parte, que me invitó a conocerle a usted. La cabeza que le describo mira en una dirección específica hacia el Norte, y sólo se la puede reconocer contra la luz roja del crepúsculo. A otras horas, parece una roca común y corriente sin nada especial. Es una imagen casi desconocida, pero llena de sentido para mí. Sin embargo, por sí sola, no alcanza para tener la garantía de que alguna inteligencia haya obrado en ella.... ¿Qué tanta seguridad puede tener usted de que las muestras que ha ido encontrando sean efectivamente parte de un patrón artificial, y no esos caprichos geológicos o pareidolias?
Yo traía material interesante sobre este asunto en el bolsillo de mi chaqueta, pero aun cuando me sentía sumamente tentado a sacarlo y ponerlo ante los ojos de don Juan, pude contener sus ansias considerando las innumerables advertencias de Sergio, respecto de ser discreto y evitar las imprudencias.
- Muy bien... -dijo el visitante, procediendo a suspirar y concentrarse para continuar su respuesta-. Todo esto se trata materialmente de un cordón, de una línea de etapas consecutivas. Tres rocas con apariencia de “escultura” cada diez kilómetros son una casualidad que no deja de ser atractiva, pero no nos dirían nada. Sin embargo, diez “esculturas” cada tres kilómetros es, al menos algún síntoma; algo para la sospecha. Eso es lo que me tentó a investigar estas formas que tantos estiman naturales y restan importancia. Sin embargo, gran parte de ellas eran desconocidas hasta que las descubrí yo... O debo decir mejor, desconocidas por los científicos, porque algunos lugareños ya sabían de ellas y le colocaban nombres exóticos como Piedra del Hombre Viejo, Indio que Llora, Roca de la Niña, etc. Note Ud., además, que se trata de zonas muy, muy poco conocidas. La Carretera Austral pasa, en general, bastante lejos de la costa en varios tramos, de modo que a partir de Hornopirén está lleno de playas casi vírgenes, hasta los límites australes.
- ¿Y cuáles han sido sus descubrimientos más relevantes, en esto mismo?
- Si debo hablar exclusivamente de las piezas de aquel tipo, debería partir por las pequeñas representaciones de figuras humanas, símbolos mágicos o runas que se creían desconocidas en América, para culminar con montañas completas que tienen formas de rostros en determinados ángulos y horas, tal como lo advirtió Ud., mi amigo. Pero lo que más me contenta es el descubrimiento de motivos repetitivos: estas piedras y rocas, junto con marcar el camino a la posterior expedición de Atahualpa según creo, son además un testimonio dejado allí por una misteriosa cultura antiquísima, llamémosla “atlante”, porque así la he definido sin saberlo exactamente... Nada es más irrisorio que decirle a América el Nuevo Mundo, por lo tanto, cuando es en realidad el más viejo, ¡antiquísimo! Fue aquí donde floreció la primera cultura humana, antediluviana, la “atlante”. Su legado está en el mito y también en la arqueología, ya que he podido determinar que existieron al menos siete puntos del planeta en donde llegaron escapando de grandes calamidades, como las del mito platónico. Se pueden verificar las ubicaciones originales de todas, menos una, la que se encuentra aquí en Chile, y que corresponde a la Ciudad de los Césares, ni más ni menos.
El gusanillo de la incredulidad y el fantasma de la pseudociencia comenzaron a picarme la nuca, ni bien terminó esta primera exposición don Juan. Quise evitar la pregunta, aunque ya era inevitable a esas alturas:
- Pero eso nunca ha sido comentado en círculos científicos; ni siquiera entre algunos más flexibles que han comenzado aceptar la existencia de una Atlántida ubicada en algún lugar de la prehistoria americana, en Tiahuanaco, en Bahamas, o aún más al Norte. ¿Qué sucede, entonces?
Me pareció que Sergio bajaba la mirada, en esos momentos, como si las preguntas le incomodaban ahora a él, pero la verdad es que seguía guardando silencio sepulcral mientras el señor Juan continuaba su relato. No quería interrumpirlo, de seguro, y don Juan me respondió con rapidez, como su ya tuviese pensado previamente su argumento:
- Lo que sucede es que aquí no han existido grandes investigaciones. Se cree que todo lo relacionado con arqueología está al norte de Chile, algunos oasis culturales en el sur y se acabó. Por las condiciones del paisaje no es probable que se encuentren construcciones majestuosas o fortalezas incas como la de Sacsahuamán en el sur, a pesar de que creo haber dado con lo que podría ser una enorme y primitiva pirámide en ruinas cerca de Temuco, ni más ni menos. Sin embargo, vea usted que por influencia del paisaje y la condición ambiental, lo que se entiende por arquitectura aquí es sustituido por métodos más rústicos, más adecuados a las dificultades de la naturaleza. Las esculturas del patrón son esas formas exclusivas, porque quizá no las encontrará en otros países en donde sí puede haber grandes construcciones como templos o pirámides americanas. Mientras digo esto, de hecho, se me viene a la mente el cerro brasileño de Pedra de Gavea, al sur de Río de Janeiro, cuya cumbre rocosa exhibe lo que podría ser una gigantesca esfinge echada, con un rostro humanoide enorme. Tuve ocasión de visitarla. Allá en Brasil tampoco existían grandes construcciones hasta que se encontraron pirámides y construcciones perdidas dentro de la selva amazónica, en tiempos más bien recientes.
- Esto significa que se ajustan a cierta lógica local... o, cómo decirlo, a un “mensaje” oculto pero propio, intrínseco... -le digo.
- Justamente -me responde, sonriendo otra vez-. El mensaje es claro: rostros que en su gran mayoría se revelan en el preciso punto del crepúsculo, al lugar del atardecer, a veces incluso mirando hacia el mismo. Por eso Ud. vio su piedra solitaria sólo en esa hora, la del ocaso. Es la representación de la caída de un imperio, el fin de algo, de una civilización, como una luz que se apaga. ¿Me comprende? Los rostros que no miran hacia el mar ni en una dirección específica señalando la ruta, lo hacen casi invariablemente hacia abajo, como cayendo al suelo. ¿Cuál sería el motivo de esto? Esculpir una cabezota tan grande como las de los toltecas y colocarlas boca abajo en un ángulo en que el rostro siga siendo visible es toda una pesadilla de ingeniería y una inutilidad para el arte o el culto... ¿Con qué propósito se tomarían una molestia como esa?... Mire usted esta imagen: un dios de aspecto inca, esculpido al interior de una caverna. Sus atuendos son los de un noble, pero de uno de sus ojos cae un fino hilo de agua que escurre naturalmente de la pared de roca. Está "llorando"; eso es un mensaje. No puede ser otra cosa. La naturaleza no sabe hacer coincidir rocas en formas de ojos justo con filtraciones de aguas a modo de lágrimas.
La fotografía que sacó don Juan de su carpeta era casi un descanso a la vista después de la pobre calidad de las imágenes fotocopiadas que había tenido ocasión de revisar sobre sus reportajes en la prensa sureña. Mientras el buscador la mostraba, en la mesa, procuraba celosamente tapar con sus manos todos los demás ángulos en que pudiese ser vista por algún curioso. Era sin dunda una imagen formidable, casi inquietante. Qué difícil hubiese sido creer, de otra manera, en la existencia de semejante figura tallada sobre una pared rocosa del sur de Chile, con un hilo de agua escurriendo por su "ojo" izquierdo.
No pude represar las ganas incontenibles de arriesgarme a adelantar y perder una de las dos consultas más que le quedaban autorizadas:
- ¿Tendrá alguna relación el famoso Dios Llorón de la Puerta del Sol de Tiahuanaco?... Él también está con un gesto que transmite la sensación de extraña amargura, "simbólica".
- Bueno -responde-, Tiahuanaco es sólo una de las sedes que tuvo la migración que denominamos atlante. No es casual. Piense usted en la antigüedad de esa ciudad, y que en ella se han encontrado muelles en tierra firme, y plataformas como puertos que ya no llevan a ninguna parte. Alguna vez estuvo conectada a una gran masa de agua que ya no existe cerca. Allí se elevan también esas imágenes de gigantes con las manos en el pecho, como lo moais de la Isla de Pascua. Son representaciones de gigantes, de una raza perdida... ¿Cree usted en gigantes?
- No creo que sea asunto de creer o no, pero entiendo que habrían supuestos hallazgos demostrando la existencia de hombres de cuatro o cinco metros, como sería el caso de un gigante encontrado en Filipinas.
Fue en ese momento cuando Sergio levantó la cabeza y sacó la voz, por primera vez en varios minutos:
- Sé que en el norte de África se encontró también una caverna cuyo interior había herramientas de piedras enormes –comentó-. Según recuerdo haber leído, eran como hachas líticas de cincuenta kilos y cuchillos de pedernal del tamaño y del peso de un yunque.
- El asunto es suponer si fueron, efectivamente, una raza prehumana –continué mientras don Juan le miraba apaciblemente-, antecesora a la nuestra, y eso es lo que no ha sido aceptado…
- …A pesar de que se han hallado huellas fósiles de pies enormes –volvió a comentar Sergio-, de gigantes de cuatro metros y medio.
- Sin embargo, estos hechos son "condenados" –acoté-, y su autenticidad puesta en duda. No tienen espacio en la aceptación general.
- Es la clase de cosas con las que topa mi investigación –dijo el buscador de tesoros-. Mucho de ello es descartado a priori, especialmente por mi falta de estudios universitarios o de una licenciatura que avale mis descubrimientos y teorías. Fíjese usted que he encontrado recientemente en las cercanías del volcán Vilcún estatuas o algo así, muy parecidas a esos moais de la Isla de Pascua, con formas menos precisa por la piedra en que se trabajaron, pero moais de todos modos. ¿Cree usted que alguien me daría crédito si presento mis investigaciones en el lenguaje que usted me oye usar?
La situación generada por la presencia de las incredulidades en la mesa fue un poco desagradable. Silencio incómodo, aunque breve. Por fortuna, el propio viajero se encargó de romperla otra vez, al hacer una seña a Sergio, quien escarbó entre sus archivos en la carpeta para sacar una colorida imagen fotográfica. Sólo entonces noté lo grueso de ese portafolio con documentos de todo tipo, que descansaba sobre las rodillas de mi cofrade, por debajo de la mesa.
Algunas de las escasas fotografías que existen de don Juan, el hombre que asegura saber la ubicación de la Ciudad de los Césares, realizando en trabajos en terreno. A la izquierda, se lo observa encaramado en una gran roca llamada por los lugareños "el obelisco", y en cuya parte más alta hay una extraña marca conocida como la "Huella del Diablo". Al centro, un presunto hallazgo suyo: supuesto rostro misteriosamente esculpido en las rocas de una ladera de un cerro sureño. A la derecha, parte de una de figura de grandes proporciones y aparentemente talladas sobre roca bruta, encontradas a baja profundidad por las excavaciones particulares dirigidas por el mismo personaje también al sur de Chile.
Uno de los machetes que usaba don Juan en sus exploraciones por territorio austral. Fabricado por él mismo.
Don Juan tomó la fotografía entre sus dedos cortos y de uñas carcomidas; la revisó como confirmando que fuese la requerida, y la puso en la mesa con el mismo celo precavido que en la ocasión anterior:
- Mire usted esta foto: una cara extraña, esculpida sobre la roca como una gárgola guardiana. Semeja a un elfo, un ser fabuloso, de orejas puntiagudas y rostro burlón. Esta clase de seres no eran conocidos como tales en la mitología nativa; sin embargo, el elfo está ahí. Los símbolos existen, como la cara que usted haya visto en Las Cruces, en Chiloé, o un poco más allá, o que otros autores como Fonck Sieveking creyeron ver en los monumentos megalíticos de las Rocas de Santo Domingo.
- Si tú vieras las cosas que hay allá en el sur –agregó Sergio-, creo que quedarías asombrado con las maravillas existentes. No habría duda alguna en ti: te harían olvidar la espectacularidad de esa carita en una roca. Esperé siempre la ocasión apropiada para decírtelo, y sólo ahora es cuando.
Me quedé pasmado mirando la imagen. Casi hubo que quitármela dantes de que volviera a sacar el habla, apenas conteniendo la emoción que me causaban estas asombrosas revelaciones. El instinto de mi incredulidad recibía, así, la primera estocada. Entonces, decidí que era hora de arrojarme de lleno por la pendiente, a riesgo de caer en la imprudencia que tanto evitaba convocar:
- No obstante, y a pesar de que usted ha avanzado hasta la posición en donde se debe ubicar de hecho la Ciudad de los Césares, desde el año de las publicaciones del diario sureño no ha logrado armar su expedición... Lo digo porque usted señala la necesidad de que este grupo llegue a estar integrado por personas con características muy precisas, inclusive en los días de su nacimiento, algo numerológico o cabalístico. También dijo estar contra el tiempo –le hice notar en forma ladina.
- Puede parecer fácil encontrar la gente indicada para una empresa como tal, pero piense en lo complejo del tema: hallar una ciudad perdida, un lugar que nadie ha documentado antes y del que sólo circulan leyendas... Y quienes creen en ella, lo hacen simbólicamente, no como un hecho real...
- O te ponen la camisa de fuerza –interrumpe Sergio con su risa sarcástica.
Otro instante de silencio atravesó a los tres sujetos presentes allí. Esta vez no fue incómodo, sin embargo, sino más bien reflexivo, como el anuncio de la hora para cerrar una etapa en la conversación y abrir el umbral de la siguiente:
- ¿Será la hora de que usted me haga la segunda gran pregunta que tiene en mente?
- Por supuesto. Trataré de ser más directo aún –dije tras darle un trago a mi bebida-... Una cosa es encontrar una serie de formas escultóricas en tres líneas distintas del territorio, pero el resto es contar con una formación suficientemente comprometida con un mito específico como para asociarla a algo mayor: al mundo atlante, a los tesoros de Atahualpa y a la Ciudad de los Césares…
Parece que don Juan y Sergio notaron que se les venía un impacto profundo… Ambos bebieron también de sus respectivos refrescos. Y continué:
- ¿Qué tipo de influencias o quiénes están detrás de Ud., o a su lado, o digamos, han incursionado en esta posibilidad mítica? Me refiero a que alguien con este trabajo a cuestas y siendo casi desconocido, si me permite decirlo, no pudo haber levantado semejante construcción absolutamente solo.
Por algunos segundos, se pudo escuchar hasta el volar de las polillas alrededor de esa mesa.
- Buena pregunta, aunque algo tramposa, pues es de varias aristas... Déjeme empezar por lo básico: yo, en forma personal, creo que todo esto se trata simplemente de cosas del destino. La propia llegada de la caravana de Atahualpa no es un hecho fortuito, sino sincrónico, fruto de alguna frecuencia; y las frecuencias pueden ser develadas con un esfuerzo cuando uno mismo se hace pertenecer a ellas. La propia Carretera Austral revive ese trazado de una ruta más antigua, conectada a los antiguos caminos sobre los cuales se han asfaltado tramos de la Ruta 5, y más al norte, el Camino del Inca. Es la ruta a la Ciudad de los Césares, de cierta forma: esa que don Pedro de Valdivia también quiso tomar en su fascinación por extender Chile hasta la Terra Australis y conquistar los territorios antárticos, esos que creíamos entonces al otro lado del Estrecho de Magallanes. Las rutas-destinos se han unido formando una sola ruta medular, como un eje nacional. No es casual... Nada es casual: la pieza más grande de la caravana era una hermosa espada de oro macizo, cuya forma era, precisamente, la forma de Chile actual; ese largo camino llamado Chile. Recuerde que el nombre del país, de hecho, podría provenir tanto del quechua como del vikingo, Chillen y significaría en ambos casos algo así como "desenfundar una espada".
Volvió a beber de su cerveza, terminando de vaciarla, antes de continuar:
- Sin embargo, debo confesarle que la base de mi teoría la he tomado dirigido por un grupo esotérico de tremenda importancia, integrado por chilenos y extranjeros. ¿Eso es lo que quiere saber, verdad? Ellos mismos me buscaron a mí, contando con una descripción más o menos detallista sobre el color de mis ojos, la forma de mi cara y hasta el significado de mis apellidos. Quien esté buscando la Ciudad de los Césares, y aunque no lo crea no son pocos, por ahora necesariamente pasará por mí en algún momento. Es inevitable... Sé que suena soberbio, pero así es.
El viajero pidió la carpeta otra vez a su secretario putativo para sacar ahora un papel blanco, comenzando a apuntar algunas de las palabras que de ahí en adelante diría.
- Usted se refiere a una predestinación para con esta gente –comenté mientras don Juan todavía hurgaba entre sus documentos.
- Algo así. ¿Por qué no?... Ellos tenían contacto directo con un poderoso maestro de una orden antiquísima, pero allá en Grecia, desde donde proceden y hasta donde viajaron hace años. Ellos fueron los que, finalmente, me dieron el acceso a la prensa con los reportajes que usted ya conoció. Con el tiempo recibieron la orden de volver, de regresar a Chile estableciéndose en un pueblito de aquí, cerca de Santiago, llamado Caleu, que en mapuche significa Retorno. Pero no venían sólo a meditar, sino que también a contactar conmigo de la forma que le he dicho... Y pensará usted que me ubicaron en el sur, probablemente en una de mis exploraciones, pero no fue así: ocurrió aquí en Santiago, hará unos años, en pleno Centro y de la manera más banal imaginable, en un edificio comercial... Nada más casual, entonces, aunque ya vimos que las casualidades no existen.
Me perturbaba de pronto su exceso de sinceridad de don Juan, pues parecía no reparar en la posibilidad de que su interlocutor fuera un incrédulo ante tanta información como la que entrega. Pero intuía que las sorpresas se sucederían unas detrás de otra... Lo mejor, aún no era volcado en esa mesa, pero se aproximaba.
En tanto, los mozos ya ni siquiera se acercaban a nuestro sitio en la sala del restaurante, quizá por prudencia, creyendo que allí tenía lugar una alegre conversación entre amigos que no merecía ser interrumpida. La verdad era, sin embargo, que en esa mesa comenzaban a volcarse secretos asombrosos, indignos de algunos oídos, si estiramos la credulidad. Incluso con la escasa suspicacia que a esas alturas me quedaba, comprendía que nos acercábamos a la médula de este asunto, aunque más lentamente de lo que hubiese querido.
Mientras, Sergio seguía impávido y como si el contenido de las revelaciones de don Juan fuera de lo más natural y aceptable. Seguramente ya las había escuchado mil veces antes que yo. Además él era, sin duda, el que garantizaba la permanencia de la confianza en esa mesa, incluso con sus prolongados silencios:
- ¿Quiere que le confiese otra cosa? –agrega don Juan, esta vez en voz más baja-. En Chiloé vivía un hombre que conoce también la ciudad fabulosa, desde la cual había traído una pieza inquietante que hoy está en poder de su familia: una especie de estatuilla de un oro que no tiene comparación en pureza y finura. Varios chilotes viejos sabrían muy bien de quién y dónde estoy hablando. Él fue el único que tal vez me ha anticipó en entrar a la Ciudad, pero sé, por lo mismo, que llegaré a ella siguiendo esos mismos pasos.
- ¿Y ha encontrado algo más, al respecto? –pregunté intentando hacer fluir sus palabras.
- Piezas de metales valiosos no, pero sí una misteriosa figura humana de cobre, sentada en una especie de trono y también con esa inquietante semejanza con los moais de la Isla de Pascua, a pesar de que los de allá están de pie.
- No todos –le recuerda Sergio corrigiéndolo-. Hay uno que está de sentado difiriendo de todos los demás moais. Su posición es, hasta donde sé, bastante misteriosa.
- Tukuturi -les digo-. Sé cuál es.
- Quizá se trate de un gran rey –continúa don Juan-. Me gustaría mostrarle imágenes de otra pieza también hallada por mí en la selva patagónica, para que las compare. Fue una de las primeras cosas valiosas que he encontré; al menos muy valiosa para mí.
Procedió otra vez a revolver su carpeta buscando algo. Parecía estar casi por sacarlo, cuando de pronto, muy súbitamente, se detuvo. Sus ojos se levantaron entonces inquisitivamente, observando los del invitado como si se tratara de una prueba de nervios. Esta vez, las voces regresarían a la mesa más silenciosas aún que antes:
- Confío en Ud., pero comprenderá que debo pedir reserva, porque hay gente que está detrás de esto mismo, aunque no lo entienden en los términos que yo se lo describo. La ciudad es una fuente de riqueza e inmenso poder, y es un secreto a voces el que grandes grupos influyentes están interesados por ella, aunque nunca se diga. Sé que suena a cuento de conspiración, pero es real.
- ¿Cómo quiénes? ¿A quiénes se refiere?
- Bueno... No sé cómo decirlo... Se han comprado enormes extensiones de territorio a través de magnates internacionales, por ejemplo... Lamentablemente, no puedo hablarle demasiado sobre ellos, pero intuyo que sabe a qué me refiero.
- Sí, lo sé... Pero permítame a mí preguntarle algo antes que continuemos, entonces, como bonus: existe una leyenda de que la Ciudad de los Césares dejará de ser mágica cuando alguien la penetre. Eso significa que es un lugar delicado, un santuario sacro. La intención suya es no sólo llegar hasta ella, don Juan, sino que develar su misterio. ¿No cree que con lo que ya ha sido publicado pueda estar corriendo peligro al caer la información en manos de esta misma gente que describe Ud.? ¿Podría ser profanada?
- Bueno, si así son las cosas, mi amigo -respondió no muy sorprendido por mi consulta-, pues, ¿sabe usted cuántos sectores se registran en cada temporada de catastros? Podría caber toda una colonia internacional en estas tierras virtualmente despobladas; como para segregarlas de Chile o hasta fundar un nuevo país, si alguien quisiera... Sin embargo, muchos exploradores han sufrido accidentes en zonas peligrosas, tragedias insólitas, muy extrañas, desde los primeros reconocimientos de terrenos que se hicieron por aquellas comarcas. Caídas en ríos, resbalones en bordes de acantilados, desapariciones en bosques y lagos son los más frecuentes. Esta clase de extraños azares parecen ser el único freno a las actividades humanas allí.
- También sé del asunto, pues me tocó reportear hace un par de años unos casos de este tipo. Hay algunos exploradores que incluso han caído en cráteres de volcanes o algo así. Algo extraño, si contamos con la tecnología satelital actualmente en servicio.
Don Juan sonrió como si mis palabras lo complacieran. A continuación, extendió la gastada fotografía del objeto, en papel fotográfico y calculo que del tamaño de una postal de correos. No era gran cosa: una estatuilla regordeta, color cobrizo y muy abstracta, semejante a una figura humana amasada en greda por un niño en un trabajo escolar. Poco en realidad, por lo que no tardé en devolvérsela poco impresionado por la imagen. Obviamente, la mejor parte debía estar en la explicación.
- Parece ser que muchos han caído confundidos buscando piezas como esta; tal vez engañados por algo. Un aventurero fue sacado de un río ahogado y con una estatuilla muy parecida a ésta en su mochila, hace muchos años. Pero, ¿por qué?... Señor, es un hecho que hay otros ya buscando la ciudad, nuestra ciudad, o algo parecido, pero han fallado al creer que sus ojos no autorizados lograrían dar con ella, porque el secreto de la ciudad encantada es sólo para un puñado de hombres. Podrían leer y releer los artículos publicados en ese diario un millar de veces, pero no darían con las claves que en este momento manejo para encontrarla, porque me he encargado de que estén escritos en argot, y aún cuando lo descifraran, no les sería suficiente. Es probable que ya manejen mucha de la información que yo transmito en argot... ¿Conoce usted el argot?
Creo que en ese momento ya me sentía algo descolocado, como si perdiera la orientación de esta entrevista... Demasiados rodeos, demasiados giros y circunvalaciones.
- Sí -contesté-. Es un lenguaje secreto, de códigos y mensajes ulteriores, entendidos por uno pocos que lo comparten... Conceptos de tipo Fulcanelli.
- Así es. El argot pasa por tres estados simultáneos del mensaje: anuncia, revela, pero también oculta. Son los mismos niveles del conocimiento esotérico, por lo demás. En este último lugar está toda la información necesaria para dar con la Ciudad... Equivale a la diferencia entre ellos y nosotros; la ventaja con la que nosotros sí podemos conseguir alcanzar lo otros, que perecen engañados, no podrían. La Biblia, por ejemplo, a pesar de las adulteraciones, conserva esta triple funcionalidad de su argot. El sur de Chile se comporta así, incluso frente a sus enemigos: su paisaje tiene una protección mágica les ha hecho creer que ven una ciudad maravillosa o “algo” en la copa de un volcán, o en el torrente de un río, o en el filo del acantilado, y avanzan a él hipnotizados por el engaño, cayendo hasta su propia muerte. La gente del sur lo sabe. La Ciudad de los Césares no puede ser profanada.
Aprovechando otro momento de silencio, Sergio llamó a la única camarera que había entre los demás meseros hombres y pidió una ronda más de las mismas bebidas que yacían vacías sobre la mesa. Por alguna razón, le rogó amablemente a la muchacha de coqueto delantal no llevarse aún los envases vacíos ni los vasos sucios. Sólo cuando la esbelta empleada se hubo retirado, volvió a retomarse la conversación. Me llamó la atención, sin embargo, que ninguno de los dos mostrara alguna clase de incomodidad por el hecho de que la fotografía de esta gastada figura antropomorfa siguiera tendida en la mesa, visible a cualquier fugaz mirada curiosa:
- Hay cosas que Ud. aún desea preguntarme aún, ¿verdad? –me dijo el viajero, esta vez mirando hacia afuera del local, por los grandes ventanales, con la vista perdida en la oscuridad, seguramente por allá donde el vago loco seguía bailando con demonios imaginarios-. Sé que tengo mucho más que decirle a usted sobre esto; sin embargo, las cosas las debo ir diciendo a medida que me las preguntan. No puedo volver a pecar de confiado, como ya me ha sucedido en el pasado. Ud. comprende.
- Por supuesto don Juan. Lo sé. Por eso he venido esta noche.
- Una de las cosas que nos llama la atención es tu intento de elaborar un mapa con la ruta de la caravana y ajustando tus descubrimientos ocasionales –dijo Sergio, sorprendiéndome-. ¿Sabes a qué posibilidades te enfrentas? Es un trabajo difícil y engañoso.
Sintiéndome algo acosado, pero sin pretender cambiar los roles de entrevistador y entrevistado, creo haber esbozado una sonrisa amistosa, como de un niño atrapado en una travesura. Efectivamente, había intentado trazar un mapa siguiendo las pistas ambiguas que aparecían en la serie de publicaciones que se hicieron hacia 1995 y 1996 en el diario regional, en las que aparecía mi ahora interlocutor en anónimo, describiendo a los asombrados reporteros la presencia de extraordinarios complejos de murallones, escalas y ruinas varias en el paisaje austral chileno, casi invisibles a la ciencia oficial. Allí estaban fotografías insólitas que nunca más han vuelto a asomar por la prensa, ni siquiera por curiosidad periodística.
- Sí: lo sospecho -respondo-. De todas maneras, mi mapa era impreciso, creo que desde las Termas de Ralún me extraviaba hacia el sur, por la falta de información explícita. No tengo intenciones de publicarlo, pues era sólo para satisfacción de mi curiosidad personal. Sin embargo, no me atreví a decirle que he adivinado cuál es la ciudad cuyo nombre no menciona, pero cerca de la cual usted ha descubierto otra cabeza enorme, en posición crepuscular: he comparado algunos datos con sutiles con un mapa geográfico y caí en cuenta de que se refiere a Chaitén.
- ¡Exactamente, así es! Pero no se trata del único lugar en donde existen estos rostros enormes, así como esa cabeza de anciano no es el único monumento que he visto allí. Es parte de un conjunto de hallazgos de la zona, de toda la Ensenada de Chaitén, digamos hacia el norte, en dirección a Santa Bárbara. Aquel que considero particularmente especial es el de un conjunto de rocas costeras, contra las cuales golpea el mar. En una de ellas, se observa un pájaro esculpido, de alas abiertas, casi como un águila o un cóndor heráldico: señala uno de los puntos de las mareas y no sé desde cuándo esté ahí.
La edición de "El Llanquihue" que dio a conocer los supuestos hallazgos de don Juan.
Una de las páginas interiores del mismo medio de Puerto Montt, del domingo 1 de marzo de 1992.
Sólo entonces, don Juan terminó de sacar otro documento de la roñosa carpeta gris. Era una especie de noticia, recortada de un diario viejo, amarillento. Con grandes letras “Times”, anunciaba un avistamiento de un barco fantasma en Chiloé hacía décadas:
- ¿Sabe Ud. qué significa “Caleuche”? Es el “hombre que vuelve”, traducido del mapudungún “caleu”, que es retornar, y “che”, que es hombre. No es raro, entonces, que este barco fantástico esté asociado además al mito real, a lo comprobable, como a mi Ciudad de los Césares.
- ¿Cómo es eso? ¿Podría explicármelo?
Su mano vuelve hasta una gruesa carpeta. Un secreto estremecimiento íntimo me anunció que, esta vez, sí iba a ver algo espectacular depositado sobre la mesa:
- Mire usted este dibujo. Es sólo un dibujo, pero tiene algo más.... ¿Ha oído hablar de una supuesta ciudadela maravillosa encontrada en Sudamérica por submarinos de la Alemania Nazi? Mito interesante, muy fantástico, pero con algo de cierto.
Lo miré por un instante... Y luego otro. Dibujo sencillo, a color. Era un corte de terreno marino en el que se ven unos submarinos penetrando una oscura caverna y una especie de ciudad encantada en su interior. Todavía, nada sorprendente:
- Sí, algo sé. Tres submarinos que, supuestamente, penetran una caverna enorme en la plataforma continental y emergen después en una fortaleza subterránea. Un experimento ultrasecreto que, sin embargo, se habría filtrado. ¿Me dirá usted que esa es la Ciudad de los Césares.
- No. Para nada. Pero tampoco fue tan secreto, mi amigo... Este dibujo lo hizo un testigo, no yo. Como la imagen de la estatuilla que acabo de mostrarle, encontrada en plena Patagonia, este es sólo un ejemplo. Un gran ejemplo... Sin embargo, como usted es ansioso, seré un poco más preciso: me preguntó sobre las fuentes de mis datos principalmente relacionados con la ciudad. Pues es aquí donde debo unir las piezas, en fe de sinceridad... El hombre que poseía la estatua de oro en Chiloé, se puso en contacto conmigo por su propia iniciativa antes de morir, ya que en el sur algunas gentes me conocen como el cazador de tesoros que pretendo ser. Este personaje, viejo y soñador, salió en su bote una noche y se metió dentro de los límites prudentes en la mar. Había tenido sueños con esa situación, en los que se veía en determinado lugar y hora en el archipiélago. Debo recordarle que esta gente vive al lado del mito; conviven con la fantasía en forma cotidiana... Y aquí entra al juego el “Caleuche”. En fin... Cuenta que, de pronto, en la absoluta oscuridad y silencio del negro océano austral, bajo la luz lunar, comenzó a emerger al lado de su pequeña embarcación una mole plateada, brillante llena de faros encendidos, pero increíblemente silencioso. Era el “Caleuche”; y más que el “Caleuche”, era una señal que después se sumergió tan extrañamente como había aparecido, avanzando en dirección hacia un lugar desconocido del continente. Permaneció en su bote estático hasta que advirtió que las corrientes lo estaba acercando al continente ya más de lo que le hubiese bastado para decidir retornar a la isla. Así llegó a tierra firme, precisamente por el sector donde se perdió el barco fantasma, ya avanzada la noche, aún sin creer lo que había ocurrido. Sin embargo, cuando llegó a la orilla del continente, un varón de extraños ropajes y piel muy blanca le estaba esperando, y se lo hizo saber pidiéndole que le acompañara. Caminaron un rato hasta enfrentarse a la ladera de un alto cerro. ¿Conoce usted un monte con cuernos frente a Chiloé?
- Sí, sé cual es. El monte..., que puede verse de Quellón en el continente. El monte de dos puntas al cielo.
- Muy buena señal –interrumpe Sergio con una extraña expresión de gusto, como si mis breves palabras le hubiesen contentado alguna fibra íntima.
- El cerro que le describo –continúa don Juan mostrándome una nueva imagen- está en esta otra fotografía; ¿lo ve? Es similar a aquel del que le hablo, salvo porque entre sus dos cuernos aparece un tercero que no es de roca y nieve como creen algunos, sino que es una ilusión, generada por una fuerza increíble que emerge desde su cráter, desde su interior. Es un doble astral del monte... y sus cuernos, quizá. Ya le hablaré de eso. Tardé largo tiempo en identificar el cerro al que había llegado este tipo que le describo, que ahora, acompañado de ese extraño anfitrión, era conducido por unas estrechas galerías de roca que se internaban al corazón del cerro, acompañadas de un resplandor cada vez más intenso. El guía le dijo que esa fluorescencia era peligrosa, como una radiación o algo así. Sin embargo, no debía temer si estaba con él. Bien, aquí viene lo increíble, y comprenderé si Ud. no lo cree: Yo he encontrado esas entradas y he comprobado la existencia del resplandor aquel. ¿Podría creerme que he estado a quinientos metros de la entrada a la Ciudad de os Césares?... Bueno; mi afortunado amigo atravesó esa entrada y se encontró súbitamente dentro de un enorme boquete lleno de luz dentro del cerro, por sobre el cual se asomaba la noche estrellada a través de una enorme perforación que semejaba un cráter volcánico. Por esta cavidad sube ese potente haz de luz que no brilla en la noche, sino en el día, y que de lejos parece ser una tercera cima en la cumbre del monte.
- Vuelve a revolver sus documentos por enésima vez, y saca ahora un diagrama mostrando el corte transversal del misterioso monte. El alto cráter desciende por el centro del tubo hasta una amplia habitación. Se le figura una copa... Pero es sólo un dibujo.
- Semeja una copa al estilo del Grial...
- ¡Sí y no! -corrige don Juan-. En verdad es mucho más que eso. Ponga atención en lo que queda abajo, al fondo. Es una hermosa ciudadela de joyas y metales nobles, dentro de la cual se esconden los tesoros de la perdida caravana de Atahualpa. Allí crecen alerces más viejos que toda la humanidad en el planeta, y sus habitantes, hombres hermosos, reflejos del paraíso, son los guardianes custodios de los tesoros. Viven ahí desde siempre y para siempre. Permítame mostrarle estas otras imágenes: una nave central rodeada de una estructura de ocho puntas y una representación de cómo se ve desde el cielo, digamos, mirando a través de la boca del cráter. Es la la estrella de ocho puntas, un símbolo de Venus, de la Estrella de Lucifer de la mañana y la tarde. Crecen en torno a ella jardines de aguas y plantas distintas de todas las conocidas, alrededor de las cuales se elevan esos ocho gigantes, los alerces, dispuestos en círculo... Comprenderá que mi amigo sufría un golpe de emoción en ese momento, pero aún así sabía que era lo hora de regresar. Tuvo algunos problemas para conseguir el permiso de retirarse, de hecho, pero los habitantes de la ciudad finalmente cedieron, dándole como recuerdo esa pesada joya de oro que hasta ahora conserva la familia. Parecían más preocupados de que cometiera alguna imprudencia con este secreto; más que si se llevara una prueba tan elocuente de que había estado en un lugar así.
Me cuesta creer tal avalancha de eclecticismo mitológico. Necesito hacer más preguntas, sin embargo:
- Esa es su principal fuente, ¿o hay más?
- Mucho más... ¡Mucho! Tendría que hacerle una biografía mía si se tratara de exponerle cómo he llegado a la solución del enigma... Todo se da por la casualidad llena de sentido. ¿Sabe usted qué es la relación entre causalidad geográfica y retorno-recurrencia histórica? Es el fundamento de la relación del hombre iniciado con su patria mística, a través de la conexión con su destino y su mecánica extrafísica. Es una línea dorada de la existencia en todos sus planos, aquí, y allá.
- Pero eso, ¿cómo afecta? –pregunto con algo de insistencia, buscando aterrizar de una buena vez este tema.
- Afecta a los hombres involucrándolos en la mecánica de la recurrencia y lo recurrente; o sea, las casualidades que no pertenecen al azar, sino a una sincronía de la que simplemente se es o no parte. ¿Puede entenderme? Si esta cosa no fuera así, ¿cómo podría explicarme que, cuando estaba de viaje por los monumentos arqueológicos de Bolivia y Perú, un indígena local que ni siquiera hablaba castellano me comenzó a describir con muecas y gestos la existencia de una espada de oro que fue llevada hacia el sur, o sea, hacia Chile? ¿Cómo me explica que estando en una cervecería de Plaza Italia, un tipo borracho al que acababa de conocer se ponga a relatarme la historia de una caravana inca que sale del Perú llena de riquezas?... Todo calzaba, todo se explicaba así. La desaparición de ese ejército completo de Atahualpa, ¿a dónde pudieron haber ido? ¿Todavía cree que miles de guerreros se regalaron por nada a los conquistadores, sólo por creerlos venidos del cielo? Ud. no ha llegado por casualidad aquí... Ud. y yo, de hecho, debíamos encontrarnos tarde o temprano. Lo hemos hecho muchas veces, antes y después de nuestras vidas... La parecerá apresurado, pero sé quién es Ud. y puedo adelantar algo de su destino. Nada es coincidencia, recuérdelo... Noto algo que trasciende al mero interés. Hay cosas que le diré esta noche, que a muy pocas personas se las he dicho, incluyendo a nuestro camarada Sergio, a quien conozco hace varios años ya.
Sin recibir ninguna señal de por medio, Sergio tomó la carpeta y empezó a ordenarla con pulcritud mientras el aventurero continuaba su relato.
- Mire usted: existe un conocido empresario, el señor..., un caballero muy particular que se reunió conmigo varias veces antes de que fuésemos al grano, como se dice. Me contactó con muchas personas y se mostró desde siempre interesado en mis relatos, los cuáles había conocido a través de las ediciones del diario que Ud. ha leído también. Sin embargo, él era un hombre de negocios, y su naturaleza le dicta la necesidad de estar atento a cualquier situación económicamente favorable. Después de las publicaciones, creyó ver esta oportunidad en mi caso, en mi teoría, y por largas, largas semanas relaté con detalle casi todas las cosas que hoy le he resumido aquí... ¡Imagínese! De hecho, se manifestó inicialmente un tanto escéptico, o más que eso, creo que su falta de conocimiento en el tema limitaban un poco la comprensión de lo que intentaba decirle. Se extrañaba que yo pudiese ser un autodidacta que encontrara piezas arqueológicas en donde otros veían sólo rocas y helechos, así que resultó particularmente insistente en pedirme que mostrara alguno de estos sitios. Lo hice, pero quise agregarle una gran demostración y escogí un terreno que se encontraba dentro de su propia parcela cerca del lago Caburgua, en donde excavamos durante unos días hasta encontrar lo que él tanto quería ver y que ni siquiera sabía que se encontraba dentro de su propiedad. Algunas piezas arqueológicas de este sitio fueron a parar a los museos de la zona.
El buscador dio un enorme trago a su cerveza, mayor que todos los anteriores. Sus mejillas ya se habían enrojecido un tanto y sus ojos ya no estaban tan abiertos como hacía un rato:
- Pero allá, -retomó la narración- hicimos algunas tediosas pruebas de cámaras: me hacían simular que arreglaba una cabaña, que salía a cortar leña, que hervía una tetera a fogata y todas esas cosas que habitualmente hago yo en mi casa, pero esta vez me estaban filmando. La historia debí contárselas por varias semanas... ¡Oh, sorpresa!: al final de todas las sesiones, era tanto el argumento que tenían él y sus asesores que creyeron contar con material no para uno, sino para tres proyectos que titularon ostentosamente con nombres bastante burdos. ¿Qué estaba ocurriendo entonces? Este empresario, fascinado con la idea inicial de un reportaje y luego un documental, comenzó a citarme diariamente, siempre acompañado de personas que me resultaban desconocidas, según ellos relacionados con el cine y alguna vez provenientes del extranjero, documentalistas reconocidos inclusive, alguno con más de un premio. ¿Quiénes eran y cómo llegaron? No lo sé exactamente. Lo único que tengo claro es que, en menos de lo que yo hubiese creído, aparecieron los recursos y el equipo humano para empezar un pretendido rodaje... No podía creerlo, y le juro que en cierta forma me entusiasmó la idea... Hasta que él me presentó el guión... ¡Y qué clase de idiotez resultó ser! Nada de documental ni reportaje: intentaban hacer el piloto de una película casi al estilo de "Indiana Jones", un absurdo de aventuras sin contenido ni argumentos, como si no hubiese servido de nada todo aquello que relaté por tantas horas, días y semanas.
Admitiendo haber perdido ya la linealidad de la entrevista, sólo pude permanecer en silencio, rondando entre la incredulidad y la confusión:
- ¿Podría decirme más al respecto? Esto sin duda es un dato extraño en su historia. Comprenda por favor mi resistencia a aceptar de buenas a primeras lo que me está describiendo.
- Por supuesto, no necesita explicármelo... El proyecto era de tres etapas, aunque nunca me quedó claro si se trataba de una serial de televisión o un largometraje. El primero de los tres, el piloto, correspondería básicamente a lo más típico y predecible de una mala película, con cavernas que conducen a una ciudad maravillosa, pero llena de peligros. ¿Puede creerlo? Ni siquiera había personajes protagonistas chilenos en la película... El rodaje, que me pintaron como "inminente" sin haber estado cerca jamás, a nadie convenció. A decir verdad, lo rechazaron antes de leerlo siquiera. Fue aquí entonces en donde debí mantener mi distancia con este empresario y con su gente, pues vino la segunda parte del asunto: los detalles de los detalles. Ahora quería que, simplemente, le contara todo a los guionistas para hacer más “interesante” el argumento... Todo. Las desembocaduras de los patrones de inteligencia en la geografía chilena, la supuesta ubicación de las rutas a la ciudad, los secretos que de ella oculto y la ruta que he creído encontrar de la perdida caravana incásica... Todo. Ese fue el fin de mi relación con este tipo.
Un silencio de muerte invadió el escaso espacio que compartíamos los tres en la mesa. Esta vez, sí fue incómodo, muy incómodo. El más incómodo hasta ese momento de la noche. Era como si ninguno de los tres se animara a retomar la palabra:
- ¿Comprende ahora en qué lugar de confianza lo hemos depositado a usted en este día, al contarle esto, entonces? Quiero que sepa una cosa: con ellos, tengo un trato diferenciado. Soy honesto, pero hay cosas que definitivamente no puedo revelar a un empresario ni a su círculo. Quiero que comprenda también que mi trabajo debe quedar, sin embargo, en algún lugar y en algunas manos. Este es un gran rompecabezas que sólo yo conozco bien, pero cuyas piezas tengo repartidas en todo Chile, a personas de fiar, como el destino me ha señalado que podría ser también Ud. Aquí mismo, en Santiago, tengo un casillero en donde guardo las piezas más importantes de este rompecabezas; sin embargo, algunas de ellas no menos fundamentales están en esta carpeta de la que he estado sacando dibujos para mostrárselos, tras elegirlo a usted para compartirlos bajo la promesa de que jamás los revelará a nadie mientras no suceda la señal que oportunamente estableceremos, en especial lo que le enseñaré ahora. ¿Comprende lo que le estoy diciendo? Esta noche sellaremos Ud. y yo un pacto. Un grave pacto, quizá: peligroso en cierta forma, poniendo en sus manos algo por lo que otros estarían dispuestos a lo indecible.
Dejé pasar unos segundos, y sin poder contener más el deseo, asentí con la mirada, sin pronunciar palabra alguna. Sergio seguía observando esta etapa del encuentro casi como un espectador, otra vez sin participar. Preferí seguir el juego.
Don Juan volvió a abrir esa carpeta de cartón que acababa de ser ordenada parcialmente, y de cuyo interior casi asomaba una luz blanca, a estas alturas. Un escalofrío de expectación me recorrió de arriba a abajo. Definitivamente, he pasado ya de entrevistador a entrevistado. El extraño personaje comenzaba a buscar algo especial dentro de ella, como si esculcara en la cartera de una amada infiel:
- ¿Imagina usted lo complicado de esta situación, para mí particularmente? –preguntó don Juan-. Sé que a Ud. le gustaría participar de una expedición semejante. Lo leo en su mirada. Pero ¡ojo!, que no es cualquier viaje... Usted sabe del llamado "asiento peligroso", ¿verdad?
- Sí: el del círculo de 13. El líder, el más expuesto, es el 13, el del asiento peligroso. Dicen que de ahí viene la superstición que habla de la mala suerte que acarrea esta cifra.
- Exacto. Es el orden que han asignado para sí Jesús y los Apóstoles, el Rey Arturo y la Mesa Redonda... Jesús y Arturo ocupaban el asiento peligroso, y terminaron en sus propios calvarios. Para iniciar una expedición, yo debo ocupar el puesto número 13 de esta, y le juro que será peligrosa para todos, no sólo para mí. Yo sería el más expuesto, pero no el único.
Por primera vez desde que entró al lugar, don Juan se veía realmente preocupado, auténticamente inquieto, y parecía dosificar todas las palabras que pronunciaba:
- Usted también quiere que vayamos al grano... Pues lo haremos: y verá ahora que todo lo que le he expuesto no está demás... ¿Ha oído hablar del padre Mascardi? Salió de Chiloé convencido de que encontraría la Ciudad de los Césares, enviándole a través de mensajeros indios las más variadas cartas a sus habitantes en múltiples idiomas, pues Mascardi era un políglota: en italiano, español, griego, mapuche, incluso un dialecto poya, etcétera. Su expedición fue encontrada destrozada, todos muertos… Todos, menos él. Mascardi desapareció, y creo por eso que alcanzó a entrar a la ciudad. Pero queda la interrogante, ¿quién mató a los demás? Le diré algo muy grave, amigo: Existen allá, por ejemplo, junto a los bosques donde se encuentra la ciudad, una tribu y raza de extraños individuos, de actitudes increíblemente agresivas y hostiles, buenos para usar puñales o armas de fuego cuando las tienen: son los guardianes de la ciudad. He estado con ellos, y los conozco bien; he estado a punto de que me empujen por altos barrancos o me atraviesen con un estilete, pero aún así, sé que son tratables y que se puede negociar con ellos. No los culpo, pues es su naturaleza: ellos son una raza nativa de guerreros, de guardianes de algo sagrado, probablemente de la ciudad y los tesoros aún cuando ya no lo recuerden. ¿Comprende lo que le digo?
- Sí. Supongo que se refiere usted a custodios de entradas a ciudades sagradas, como los pieles rojas eran los protectores de las entradas a las tierras subterráneas de los dioses, como los sacerdotes lamas del Tíbet.
- En efecto, eso eran. De ahí han heredado por generaciones su conducta tan extraña y peligrosa. El problema es que si no logro negociar con ellos, quizá tendremos que defendernos con armas... ¿Me entiende usted? Hay que ponerse en todas las posibilidades, y tendríamos que luchar. Si esto llegase a ocurrir, espero que no, le aseguro que de una expedición de 13 personas no llegarían más de cinco o seis a la Ciudad de los Césares... ¿Comprende por qué oculto tanto respecto de lo que busco? Si comenzara a declarar todas estas posibilidades, terminaría internado en un sanatorio. Luego de oír todo esto, ¿quiere continuar con lo que debo mostrarle ahora a usted?
Mantuve un nuevo y lago silencio, pero finalmente, le respondí en forma positiva:
- Sí señor… Ya me comprometí desde que me senté en esta mesa. Si se pudiera, me gustaría ser parte de su proyecto, para verificar todo lo que acá hemos hablado.
Entonces, de su vieja carpeta de cartón don Juan sacó un último documento que tenía reservado para este encuentro: una imagen de no más de 20 por 30 centímetros. Era extraordinaria, increíble… Maravillosa. Acaso una joya capaz de demostrar por sí misma su autenticidad, pese a ofrecerle a la vista una postal mágica, imposible, de algo que no debería existir… De algo que no puede ser cierto. Algo de agrede en un mismo y formidable golpe a la noción, a la razón y al conocimiento.
Sergio y don Juan se acomodaron cerrándose sobre la mesa, como si impidieran otra vez la vista de la imagen a alguien que no fuese su invitado, a pesar de que no habría más que un puñado de personas en todo el local, todos muy lejos de su mesa... La imagen era casi hipnótica: una perdición inimaginable; la ensoñación más desprendida de nuestra dimensión, pero hecha realidad.
Comprendí que la majestuosa ciudad, de existir, debía ser algo ajeno a toda mecánica y geometría entendible en nuestra humana miseria perceptiva; una fortaleza extraordinaria e incomprensible hasta el delirio de lo cautivante, escondida en lo profundo de aquella caverna de proporciones magníficas, igualmente increíbles. Ni la geografía impensable de la isla del cautiverio para Cthulhu en los pavorosos relatos de Lovecraft, semejaría a esta catástrofe perceptual.
La imaginación permite suponer a Los Césares desde un ángulo alto, como las típicas escenas turísticas de Machu Picchu o los murallones de Babilonia, pero multiplicando su esplendor más allá de las ruinas, ahora iluminado por un resplandeciente color aurífero de vigencia, dorado como un fuego ámbar. Sus murallones imaginarios se alzarían por encima de los más altos árboles primigenios clavados en sus estrechos jardines. Nada semejaría más una visión del Paraíso, sin tiempo, sin edad en el concepto humano del desarrollo arquitectónico o artístico. Extraterreno, acaso. Incomprensible; casi agotador para la razón... Y arriba, sobre las cabezas de sus invisibles habitantes (si es que acaso los tenía), una garganta de luz con la redondez de un cráter acusaría que todo el maravilloso conjunto estaba dentro de una montaña o un volcán apagado, en algún secreto lugar de Los Andes australes, en donde los gigantes se convirtieron en piedra, y las piedras se volvieron mitos.
Tardé un poco en recuperar el habla. Si todo esto era un fraude, he ahí entonces al más artístico trabajo de joyería falsificada que se ha producido en toda la historia de la humanidad. Intento forzar la razón, pero esto me supera... Quiero creerlo, sumido en la seducción poética y romántica del mito.
Sergio levantó su mano y la colocó en mi hombro avisándome de la hora. Y don Juan habló otra vez:
- Pues, si la mayoría de las cartas de Mascardi se perdieron, yo he visto las que sí llegaron a destino, amigo... Ahí están; existen. Comprueban mejor que todo, inclusive, que la ciudad existe... El mito existe porque en ese territorio, en nuestro territorio, las lindes entre la realidad y lo sobrenatural son graduales, indefinidas... Hay espacios de transición entre lo cierto y lo mitológico, y por eso hay existencias que se confunden y se pasan accidentalmente desde un lado al otro y viceversa... Eso es lo que algunos buscan; ellos... Buscan desesperadamente; buscan sin escatimar consecuencias, gastos ni sacrificios. Allí está ese tesoro... Escondido en esa puerta a un mundo distinto, a otro... Aquel desde el cual se trajo todo lo que he mostrado a Ud. en esta mesa. ¿Lo ve? ¿El porqué de mis reservas? ¿Por qué, incluso esos mismos reportajes que "revelaban" mis hallazgos, en realidad iban dirigidos a esconderlos y dejarlos protegidos?... Sé que lo entiende, amigo. Lo sé.
Casi mareos me atacan... En efecto, ahora me calza toda esta conversación, todos los detalles y sus preámbulos. Nada estaba demás. Todo era parte de otro todo. Me permiten algunos minutos más cautivado por las imágenes del archivo. Pero hay algo en lo que parecen tener prisa, sin embargo.
- ¿Tienes algo que necesitamos, algo que pueda servirnos en esto? –me preguntó Sergio en tono cordial pero inoportuno-. Sabemos de tus esfuerzos buscando esto. ¿Entiendes lo que requerimos de ti para que este secreto esté siempre a salvo?
Miré a los dos hombres, ninguno de ellos más alto que yo, pero en esta circunstancia me parecían inmensos incluso desde sus asientos, casi como un par de monumentos derrumbándose sobre mi modesta existencia. Sabía perfectamente a qué se referían:
- Sí, lo comprendo.
Don Juan se sonrió, reclinándose sobre el respaldo de la silla y guardando relajadamente sus documentos. La seguí con la vista hasta que desapareció mezquinamente en su carpeta, otra vez. Celebro que no he quedado ciego tras verla, después de todo. Y, tras un suspiro, creo que seguido de otra larga pausa, saqué del bolsillo de mi chaqueta de cuero negro la fotografía de unos 15 x 9 centímetros que guardé antes de salir desde casa, y la extendí sobre la mesa inclinada hacia la vista de don Juan. La imagen a color, era la que mostraba una enorme cabeza de piedra contra el sol del atardecer, en la costa central. La perfecta nariz recta apuntaba casi perdida hacia tierras interiores, atravesando la bahía y el estuario. Era mi pequeño gran secreto, aunque opacado casi hasta el apagón total por lo que acababa de ver ya. Empero, parecía otro escenario tomado de un paisaje de sueños, de una fantasía, aunque infinitamente menos espectacular.
Sergio tomó la fotografía desde una punta, y la contempló sonriente, con expresión satisfecha, mientras la acercaba con sus manos hacia el haz de luz de la lámpara colgante como si le buscara el sello de agua a un billete de alta denominación. A continuación, la guardó en la mentada carpeta, mientras ambos me agradecían el gesto.
- ¿Dónde fue que la observó? ¿En ...? –me preguntó el explorador dándole un último trago a su cerveza- ¿En la costa oriental, verdad? ¿Y ya descubrió hacia dónde apunta exactamente, no es cierto?
Mi expresión de sorpresa debe haber estallado casi al instante, pues era incontenible. Las respuestas estaban en todas sus mismas preguntas. Titubeando, creo haber asentido tímidamente con la cabeza. Don Juan marcó más sus comisuras, exagerando la sonrisa que desde hacía rato sólo esbozaba tibiamente en su cara dura y curtida por los elementos del ambiente agreste, mientras volvía a cerrar la carpeta con un par de elásticos. Como si siguieran una coreografía, ambos hombres se levantaron y me dejaron en la mesa con sus respectivas partes de la cuenta traducidas a dinero. Era hora de marcharse.
- Fue un agrado amigo. Volverá a tener noticias nuestras de la misma manera que nosotros tendremos las suyas, porque esta noche hemos quedado comprometidos en un pacto irrenunciable.
Nos retiramos tranquilamente, llevándonos todo: fotografías, papeles, anotaciones, hasta las servilletas que rayó durante sus explicaciones. Cada uno iba para un lado distinto, y fui el último en levantarse, quedando por algunos segundos solo enfrente de botellas vacías, dineros sobre la mesa y las monedas de la propina. Al beber lo último que quedaba de mi cerveza, salí pedí la cuenta, pagué y salí. No había notado que ya era uno de los últimos clientes en el local.
Atravesar la puerta me inspiró casi un pavor. Creí que, inesperadamente, encontraría afuera de ese tibio refugio un paisaje antediluviano, con una terrorífica luna asomando entre nubes de arsénico y montañas de rocas estériles con boquetes de relieves aterradores, en la imagen más delirante de la noche de todos los tiempos; del tren de la Tierra extraviado en las estaciones de eras geológicas inimaginables, después de la nada y antes del todo.
Pero no... Sólo estaba allí el barrio centro comercial de Maipú, con la noche limpia y la luna llena de un día de verano, alumbrando mi camino de regreso; mi retorno a la profana realidad.
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