LOS JARDINES IMPOSIBLES: RECUERDOS DE UN PRIMER VIAJE AL DESIERTO FLORIDO
Imagen publicada en "Geografía de Chile" de 1955, de Elías Almeyda Arroyo.
Esta
es la síntesis de la historia relativa a mi primer viaje al intrigante
escenario del fenómeno del Desierto Florido, realizado en septiembre de
1997. He guardado por años este texto, pasando por distintos soportes,
discos y respaldos... Creo que es hora de sacarlo de la oscuridad con
algunos retoques, antes que desaparezca por algún accidente.
Como
se sabe, el Desierto Florido es un prodigio que sucede en las regiones
chilenas de Coquimbo y Atacama, a consecuencia de las intensas lluvias
de asociadas al fenómeno meteorológico de El Niño sobre aquellos
territorios desérticos famosos por ser los más secos y áridos del mundo,
devolviendo la vida a bulbos, semillas y granos de cerca de 200
especies de plantas que germinarán en este evento floral único en todo
el planeta.
El
fenómeno ocurre aproximadamente cada dos a cinco años, y es atracción
de viajeros, investigadores y científicos. El gran naturalista francés
Claudio Gay tuvo que volver en 1840 a estas tierras para poder verlo,
luego de un frustrado primer intento en 1831 en que la sequía no
permitió las precipitaciones necesarias para producir las floraciones.
Comienza como un verdor que aparecerá hacia julio y agosto, cubriéndose
de flores en septiembre casi como esperando la primavera, por una feliz
coincidencia hacia los días de Fiestas Patrias, casi como saludando el
orgullo nacional. Las últimas grandes repeticiones del fenómeno han
tenido lugar en los años 1983, 1987, 1989, 1991, 1995, 1997, 2000, 2002,
2004, 2007, 2010, 2011 y 2014, aunque hay quienes cuentan algunas
temporadas que sucedieron entre estos años pero que, en nuestra opinión,
fueron demasiado débiles y carentes del esplendor que caracteriza al
verdadero Desierto Florido.
Lo
que también comenzó como un viaje turístico de amigos, en este caso
terminó siendo una profunda experiencia espiritual para los tres
aventureros que allí estuvimos, cruzando las flores de los vergeles del
Desierto de Atacama. He vuelto en otras ocasiones hasta esta maravilla
atacameña, con temporadas mucho más espectaculares y hermosas que la descrita, pero valoro especialmente el recuerdo
de ésta por haber sido nuestra primera andanza en la
magia de los Jardines Imposibles.
Plano
de relieve de la Región de Atacama, publicado por la Editorial
Antártica ("Chile a Color", 1981). Lo llevamos en el viaje para
reconocer las alturas de los terrenos por los que pasamos con nuestro
automóvil, buscando las flores. Clic encima de la imagen para ampliarla.
Plano
de relieve de la Región de Coquimbo, publicado por la Editorial
Antártica ("Chile a Color", 1981). Muchas flores o variedades de ellas
se distribuyen diferenciadamente o con alguna preferencia dependiendo de
las alturas de los territorios. Clic encima de la imagen para
ampliarla.
EL ZARPE
Odioso
desafío es éste: intentar sacar a la luz un puñal forjado de memorias
pero clavado en el más duro y sólido granito de los recuerdos.
Me
pregunto cuánto de todo esto es exacto, o cuánto es idealización;
cuánto es, además, consecuencia del encanto hipnótico del paisaje más
que de la propia realidad.
En
otra arista, han cambiado muchísimo las cosas desde entonces: cambiaron
las ciudades que pasé en ese enorme camino, y hasta mi propio Santiago
ha cambiado con dramatismo; también las carreteras por las que
recorrimos tan melindrosamente aquellas comarcas encantadas… Yo mismo he
cambiado, de hecho: quizás más de lo que hubiese esperado entonces.
Mucho más, sin duda.
Empero,
esa repetición ancestral del resurgir de las flores es inagotable:
vuelve y vuelve por aquella misma ruta, una y otra vez, recordándome que
éste es el mismo país de mis recuerdos de viaje, y no otro, por
distinto que hoy luzca, y hasta por extraño y ajeno que a veces parezca.
Nuestro
periplo comenzó un miércoles de septiembre. Había hecho un poco de frío
durante la tarde, justo cuando llegó la hora de salir del trabajo desde
las oficinas de una agencia en el pasaje Príncipe de Gales,
frente al popular restaurante La Chimenea, en pleno Centro de
Santiago de Chile. Era temprano, así que caminé tranquilamente hasta el
célebre bar de Las Tejas,
de la popular calle San Diego, para esperar a mis amigos Pablo y
Cristián, quienes serían los compañeros de esta gran aventura.
Paseo
así entre el estrés de una ciudad y las angustias impropias, mientras
me siento prácticamente de tránsito en mi propio hábitat: en efecto, voy
hacia el “zarpe” de un viaje de conquista, en un puerto sin fecha ni
lugar, en una noche sin época. Todo me parecía etéreo, vaporoso y casi
en perfecto punto de equilibrio, sin las habituales ansiedades de quien
espera su tren o su barco.
Las
revistas y algunos diarios en los kioscos han advertido ya sobre los
temporales que barrieron grandes zonas del territorio chileno. Y en
medio del caos, ha comenzado a renacer la maravilla del desierto florido
en el Norte Chico de Chile… Hacia allá parto hoy, precisamente,
empezando con esta caminata anodina hacia un clásico boliche del barrio
San Diego. Pocos estamos dispuestos a esperar de tres a cinco años más
para conocerlo. Hoy es el momento; hoy mi “zarpe”, en esos dulces días
de la plenitud juvenil.
Los
medios de comunicación le han dado como bombo al atractivo turístico
del fenómeno floral del desierto atacameño, de modo que no hemos podido
contener por más tiempo la tentación de conocer esas efímeras postales
encantadas. Y esa noche era la noche para iniciar tal aventura,
precisamente… Ha llegado el momento que por tanto tiempo ya venía
provocando intensas esperas y desvelos… Y aún así, sigo presa de una
extraña calma.
Por
unas horas permanecí cerca de la barra, hojeando una mala revista que
ha sido producida la agencia a la que acabo de renunciar para este
viaje, cuyas faltas de ortografía y errores tipográficos acaban
convenciéndome de que es mejor arrojarla a un lado. Me convencen también
de la buena decisión que tomé al irme de allí.
Olores
etílicos y penetrantes inundan el ambiente de fermentos de esta gran
cantina, fundiéndose con los vapores de sabrosos platillos calientes de
comida criolla. Por exceso de trabajo, no he tenido tiempo de probar un
bocado desde las 10 de la mañana, pero aún siento que puedo mantener el
ayuno: en lugar de comida, pido a uno de los mozos un gran vaso tipo
caña de la especialidad de la casa: el famoso "terremoto",
poderoso vino pipeño mezclado con helado de piña, fernet y un poco de
licor extra, trago muy chileno cuyo extravagante nombre surgió
espontáneamente en un conocido bar de la Estación Central de Santiago,
durante los días que siguieron al fatídico terremoto de 1985,
al compararse su indiscutido poder embriagante y mareador con el de una
gran sacudida telúrica. Y conste que describo acá una época en que aún
este experimento culinario resultaba relativamente novedoso, antes de
adquirir la avasalladora popularidad que ha alcanzado en la sociedad
chilena en nuestros días, especialmente para la temporada de Fiestas
Patrias.
Pues
bien: pasarían tres largos "terremotos" antes de que mis compañeros de
viaje aparecieran atrasados en el vehículo y con la todo nuestro
equipaje arriba, alegando haber tenido algunos inconvenientes para salir
a la hora. Así las cosas, subí al automóvil sumamente mareado, en
especial por el último de los "terremotos" pues el maestro de la barra
lo había cargado con una dosis muy superior de licor que la habitual, en
este caso de ron, sólo por generosidad y luego de conversar conmigo
unas cuantas palabras mal moduladas. Debo haberle parecido un ebrio
entretenido, según deduzco.
Así
pues, creo que faltaban unos quince minutos para las 20 horas cuando ya
estamos en la carretera: la Ruta 5 Norte, rumbo al milagro de los
desiertos en flor.
Pablo
conducía con su habitual concentración y mirada fija en las luces del
camino, que se reflejan como carrusel en la palidez de su rostro. La
autopista también lucía entonces dramáticamente distinta de lo que es
hoy: más oscura, estrecha, algo sombría, como se verían acaso los
caminos hacia las tramas de un misterio literario. Yo permanezco en el
asiento del copiloto, intentando pasar el mareo provocado por nuestra
folclórica coctelería nacional, mientras escucho el vozarrón de Cristián
invadiéndonos desde el asiento trasero. Él parece ser el más
entusiasmado de los tres y si quizás yo no estuviese tan accidentalmente
pasado de tragos, también habría tenido su ánimo en esos momentos.
El Desierto Florido que nos aguarda es el eco de un pasado paradisíaco de este arcano país llamado Chile; un flashback
hasta los días en que todo este vasto territorio era un santuario,
quizás un Edén. Los habitantes de esta franja austral de alguna manera
lo sabemos: esto es un milagro de vida, un testimonio infranqueable de
los ciclos del Eterno Retorno sobre el devenir del mundo. Es una
maravillosa anomalía, cual mito de flor de la higuera
que se aparece en la Noche de San Juan a los crédulos. Es, en otras
palabras, la presencia milagrosa del símbolo de la flor en donde se
supone que no debería haberla; en donde toda experiencia y razón
sugieren imposible su existencia.
Milagro
divino o remolino evolutivo, he ahí hacia donde íbamos aquella noche: a
la aridez de un desierto chileno que, sin embargo, cede con un esfuerzo
de la naturaleza a su propia condena de infertilidad, quedando
transformado en campiñas florales y paisajes oníricos, como emblemas
corporativos y blasones de reinos imaginarios, de países de cuentos de
hadas.
Más
aún, un espíritu anónimo y colectivo parece bajar durante estos días
del quimérico fenómeno encarnando los desiertos vivos, rebosantes de
colorido. La gente de la zona incluso decora sus casas con algunas
florcitas; los hoteles, hosterías, locales comerciales y hasta los
centros de servicios para viajeros o servicentros se llenan de
imágenes y de afiches alusivos al esplendoroso paisaje que explota
afuera, en estallidos iridiscentes de pétalos y hojas.
Ha comenzado, una vez más, el prodigio del Desierto Florido en Chile.
Pequeña
pero interesante ficha informativa de la Guía Turística "Turistel". Su
contenido también fue parte del material informativo que llevamos en
nuestro viaje.
TRAVESÍA EXTENUANTE
En
aquellas fechas, no bien salía de la ciudad de Santiago el viajero, se
encallaba casi de inmediato con súbitos tacos que esperan a todos los
demás aventureros en nuestras precarias carreteras de entonces, como una
nota de tensión casi necesaria más que habitual. No iba a ser ésta la
excepción, por supuesto.
Al
ver los endemoniados atascamientos de kilómetros y kilómetros de
vehículos, como una doble serpiente de luces intentando morder el
horizonte perdido en la noche, sólo cabía preguntarse hasta dónde
llegaban las filas y cuántas horas más quedaban en el camino.
Generalmente, la vastedad era respuesta a ambas preguntas.
Mas,
para viajeros duchos y curtidos en estos dolores como nosotros a pesar
de nuestras jóvenes edades de entonces, el enojo y la irritación pasaban
rápido con el volumen de un buen cassette o incluso sintonizando la música chirriante de estática de una estación lejana, en la radio del vehículo.
La
noche es iluminada por una magnífica Luna, en tanto, reflejada sobre
los parabrisas escondidos en la noche y hasta donde se logra
distinguirlos.
Cerca
de las 22:30 horas aún estamos en esa situación engorrosa, pero había
aprovechado de devorar el contenido de un pequeño envase con arroz
graneado y arvejas que ha traído Pablo desde su cocina para cada uno de
nosotros, gentileza de su madre.
Por
minutos me parece, sin embargo, que este atascamiento no se diluirá
más. Es como la sensación de los terremotos o temblores muy violentos:
parece que nunca fueran a detenerse, aunque sepamos fehacientemente que
sí deben cesar en algún momento. Más bien, esto semeja a la
convalecencia, al acto de tener que esperar que una enfermedad y sus
malestares pasen solos. Lidiar con el instinto que nos inclina
naturalmente hacia la desesperación se hace difícil, tensionante y casi
angustioso. Aquella tranquilidad y calma de la que podía pavonearme
hacía unas horas, se esfumó en la inmensidad de la noche estrellada.
La
orientación espacio-tiempo se extravía en esta clase de situaciones. No
sé si estamos cerca de las localidades de Llayllay, o bien por La
Calera... O quizás más allá, en el sector llamado Nogales. Es difícil
saberlo. Moverse a bordo de un vehículo en esta oscuridad, con lapsos de
lento avanzar y en el paso incontrolable del tiempo, produce algunos
problemas a la brújula natural de cualquier viajero sin la pericia de
los navegantes de ayer, capaces de eludir el naufragio en condiciones
infinitamente más angustiantes que aquellas que esa vez nos acechaban.
Sin
embargo, es de noche, y la noche es nuestra cómplice. Lo ha sido por
largo tiempo ya. Eso nos reconforta y nos pone a gusto. Modestia a un
lado, creo que estábamos -ya entonces- entre los más experimentados
viajeros que en aquellas horas cruzaban esta zona del país. Además, esos
tramos de la carretera eran, a esas alturas, casi como parte de nuestro
vivir.
Al
fin damos con una referencia clara ante los ojos: la cuesta El Melón.
Abajo queda el túnel por el que pasan los temerosos y los impacientes en
sus vehículos, minúsculamente visibles desde la altura. La cuesta es
nuestra: espléndida, majestuosa pero, sobre todo, gratuita. Es la
primera vez, además, que recuerdo haberla pasado a esas horas de la
noche. Y sin filas infernales de vehículos casi detenidos, además.
Una
espesa neblina se traga la visibilidad, produciéndole a los ojos
sensaciones engañosas, de falsa seguridad al no poder distinguir entre
la gris nubosidad las alturas de vértigo que recorre ese hilo vial por
los cerros, del paso señalado en los registros con una fría codificación
RE-47, en los mapas ruteros. Un pasillo más de esta gran casa nuestra,
sin embargo.
Un
gran camión con acoplado permanece detenido junto al borde del abismo
escondido en la neblina, claramente con algún desperfecto, a juzgar por
las sombras de unos hombres le rodean en la oscuridad, alumbrados con el
amarillento fulgor de sus lámparas e intentado buscar algo que sólo
puede ser una inoportuna falla mecánica. Me produce un vahído extraño
ver cómo el gran vehículo doble está tan cerca del vacío, a más altura
de la que el mareo soporta.
La
niebla del exterior me inspira, sin embargo: lleva a experimentar esa
extraña seguridad dentro de nuestro vehículo, en especial después de
haber visto los pobres tipos del camión a la intemperie. Efectivamente,
al interior del automóvil manteníamos un grato calor ambiental, no sólo
el que emite la calefacción o el propio cuerpo humano: también lo
lograban la música de cintas y nuestra probada amistad de viajeros
habituales.
Así
las cosas, por los cerca de 20 ó 30 minutos de viaje a través de la
cuesta y en esas condiciones, uno se siente atrapado en la comodidad de
su mundo, mientras que afuera del cascarón sucede una realidad
diametralmente distinta a la que se disfruta en tan engañosa placenta.
Siendo
medianoche, faltan aún 200 kilómetros de viaje... O tal vez más. Nadie
lo tenía claro hasta que, unos minutos después, estamos detenidos en una
de las gasolineras de los alrededores de Los Vilos, otro sitio donde ya
se nos ha hecho una tradición parar a proveernos de algunas necesidades
nuestros viajes, así como ocupar los servicios al viajero. Todavía no
hemos visto alguna de las flores que yacen por allí escondidas en las
sombras externas, pero queda mucho que avanzar aún.
Revisamos
nuestro equipaje y me permito esta pausa para tomar mis primeras
fotografías de la travesía, comenzando a notar de inmediato algunos
problemas en la cámara que llevo, relacionadas con el fotómetro. Aunque
en aquel momento no lo sabía, ésta sería la primera de una serie de
fallas que detectaría en los días que siguieron.
La
estación gasolineras y de servicios de Los Vilos está absolutamente
llena de vehículos y viajeros, muchos de ellos infinitamente mejor
preparados para este tipo de travesía que nuestro automóvil familiar,
que haría las veces de todo terreno gracias a nuestra audacia
irresponsable. Realmente, se notaba allí la imagen de estación de servicio
con que se ha decorado esta clase de establecimientos, dedicando su
negocio al completo abastecimiento del viajero más que a la sencilla
venta de combustible. Es el lugar óptimo para permitirse un descanso,
pues siento la espalda como un tronco, aunque me baja un tanto la
misantropía al ver a tanta gente reunida en torno a la estación y en un
enorme caos. Esto parece más bien la parada de una larga y agotadora
procesión pagana... Y en cierta forma, lo es.
Un
perrito negro y roñoso, típico quiltro chileno de caminos, se nos
acerca rogando un poco de comida a Pablo y Cristián, que mascan
compulsivamente sus arroces como si fuese un apetitoso banquete
individual. Dentro de los iluminados locales de la gasolinera se ve
gente devorando hot dogs, sándwiches y hasta platos de
restaurante. Familias completas, parejas, viajeros de todas las edades y
estratos sociales, saciando sus hambres. Nosotros, en cambio, hemos
desarrollado a lo largo de tantos viajes por éste y por otros
territorios del país, un gran control del apetito y, por sobre todo, un
gran sentido de economía con relación al tiempo y a los gastos que
genera un viaje largo. Eso lo he observado sólo en otros viajeros de
carreteras experimentados, así que puedo presumir que la mayor cantidad
de la gente que aquí se acumula hambrienta, son relativamente
primerizos.
Hacia
la 1 de la noche, estamos cerca de irnos y regresar a la ruta. De
pronto, unos metros más allá, un tipo a bordo de una de esas grandes
camionetas que estuvieron de moda entre la clase media y media alta de
nuestro país por esos días, echando marcha atrás da un seco golpe a un
vehículo familiar cuyos dueños -lamentablemente para él- estaban muy
cerca, los suficiente como para detener un súbito intento de escape de
la escena del crimen de este mal conductor. Mientras mis amigos comen
sus arroces como cabritas (o popcorn, dirían los siúticos)
en el cine, observamos el desarrollo de la extraña polémica, con
peligro de golpes y hasta llegada de funcionarios de carabineros
incluida.
-
¡Qué suerte que no nos tocó a nosotros -no puedo evitar comentar,
mientras mis compañeros de viaje asienten con la cabeza -. Un pencazo como ese nos habría liquidado todo el viaje.
Variedades blancas de la pata de guanaco, vistas durante nuestro viaje.
Alfombras de patas de guanaco blancas y moradas, al costado de nuestra ruta.
EN COQUIMBO
Inesperadamente,
Cristián ha sacado de un bolso una botella de pisco y entre los dos
compartimos unos tragos para el frío y la espera, mientras Pablo,
manejando, se limita a mirar y percibir los humores del licor con algo
de celos, reprimido en su condición de chofer intachable. Por mi parte,
accedo a probar un poco del espirituoso elíxir, pues hace un rato ya se
me ha pasado el mareo de los “terremotos” y no creo que esto sea abusivo.
Gastamos
el aliento etílico conversando largo y tendido sobre nuestra anfitriona
al interior de La Serena en el Valle del Elqui: Susana, una
hospitalaria pero misteriosa mujer que nos recibió también durante el
verano y cuyo estilo de vida es bastante acorde a la imagen mística y
esotérica que el turismo popular le imprime deliberadamente a esta zona
de Chile, aunque ella es bastante rebelde respecto de esta fama
metafísica que se impregna en el valle. Hablamos más bien de lo que nos
sorprende en torno a ella y a su lugar allá en el Elqui, mas no de
aquello que nos procura dudas o suspicacias. Preferimos comentar su
forma de vida, sencilla, sin grandes ostentaciones, tan cerca de la
tierra y de la naturaleza. Tiene allí todo para ser feliz.
Mirando
detenidamente hacia afuera, puedo distinguir con dificultad -casi
aguzando la vista- que entre los cerros macizos de la oscuridad nocturna
se salpican manchas más blancas, como matorrales. Eran las primeras
flores no habituales que aparecían fantasmalmente dentro de nuestra
ruta, allí, ocultas en las tinieblas. Flores blancas, puras y
escondidas, como el propio secreto del Desierto Florido en el trascurrir
indetenible de los tiempos.
Habíamos
avanzado suficiente en pocos minutos como para creer que ya entrábamos a
tierra derecha, cuando apareció nuevamente, ante nosotros, un taco
gigante de vehículos, peor que cualquiera de los atascamientos que
habíamos visto con anterioridad. Grande al punto de que, de un momento a
otro, nos vimos en la absoluta necesidad de detenernos por completo,
con motor apagado. Eso nos permite bajar del vehículo y estirar las
piernas otro poco antes de volver a dar con un lugar de parada, a la
espera de que en esta carretera pueda volver a circular el tráfico, por
ahora detenido como la sangre en las venas de un muerto.
Así,
por segunda vez en la misma noche, desconozco absolutamente el lugar
del viaje en el que nos encontramos... La oscuridad, el remolino de las
horas y el propio cansancio confunden. Como dice una expresión citadina
chilena, en esta noche nada claro hay "entre Tongoy y Los Vilos",
salvo pequeños caseríos y caletas al final de caminos polvorosos y
perdidos en la enormidad noctívaga. Los parques están del lado costero, y
las ciudades al interior. La carretera ahí es sólo una estría monótona,
más aún en la oscuridad y la lentitud de esos instantes.
Tras
probar al límite la paciencia, encontramos por fin una carretera
expedita, como quisiéramos verla siempre. Y así serían alrededor de las 4
de la mañana cuando las luces de las ciudades de La Serena y Coquimbo
aparecen ante nosotros, como una colmena de brillos amarillos y lejanos;
acaso un reflejo de la bóveda estrellada sobre la tierra rojiza de
estas regiones. Flores encendidas en enjambres, entre la oscuridad de la
noche coquimbana.
El
área urbana se ve despejada, no así el rojizo cielo de lluvias
pendientes que ha comenzado a extenderse con inusitada rapidez sobre
nuestra ruta, negándonos los brillos estelares. Y decidimos, luego de
mucho andar, establecernos cerca de la salida Norte de Coquimbo, por las
cercanías de otra de esas estaciones de servicio que ya antes han
acogido fragmentos de nuestros principales viajes por el Norte del país.
Ciudad colonial ayer saqueada por piratas o bucaneros, hoy es nuestra parada y hospicio… Nuestro refugio de viajeros.
No
soy de los que disfrutan durmiendo dentro de un vehículo, ciertamente,
pero quien tenga la costumbre de viajar grandes tramos y hasta altas
horas de la madrugada sabe bien que la necesidad a veces se vuelve
incontenible e inevitable. En algún lado, en algún lugar, en algún
secreto sitio de esas tierras de milagros de vida, está nuestro destino,
y el sacrificio de una noche parecerá sólo un detalle en el mapa que se
traza con esta aventura.
Este
era, entonces, el lugar indicado para iniciar una búsqueda, o acaso
para terminarla... La flor de la inexistencia en sus jardines
imposibles, podría esperar porque el peso de la noche, esta vez, nos ha
vencido.
Un llano habitualmente árido y seco, aparece ante nosotros totalmente verde.
Pampa
de Totoral totalmente florida, en fotografía publicada por "Chile a
Color (Geografía)" de 1981, de Editorial Antártica. El paisaje está a la
altura de los llamados Cerros Bayos, y al fondo de los mantos de flores
de esta pampa se encuentra la Hacienda Castilla, cuya agricultura se
sustentó en aguas de napas subterráneas.
HALLAZGOS DE VIDA
El
frío de la mañana condensa nuestro aliento y empaña los vidrios, de los
que cuelgan gruesas gotas de la lluvia nocturna por el exterior. Puedo
ver a través de la película opaca del parabrisas un cielo sumamente
nublado, que amenaza con nuevas agresiones de lluvias, como negándose a
renunciar a la temporada de invierno del Hemisferio Sur.
Un
viento muy fuerte agita con violencia mi cabellera enredada al
descender del vehículo, y hasta parece herir mis irritados ojos aún
medio dormidos, tan cansados por este corto y difícil sueño. Sin
embargo, sopla con tanta fuerza que colabora en la recuperación de la
lucidez, obligándome a volver en mí y olvidar si algo de cansancio me
queda aún en el cuerpo.
Los azulillos, los tomatillos, las coronillas de fraile, las orejas de osos
y esas florcitas blancas que inician la exposición floral del desierto
de Sur a Norte, deben estar balanceándose agitadamente con ese
movimiento de los vientos costeros. Nos esperan; las buscamos. El
encuentro no puede esperar más.
Partimos
al supermercado que se encuentra cerca de la terminal de buses
serenense con la intención de comprar algo de comer y aprovisionarnos
para lo que ahora se viene. Una hora después estábamos ya atravesando el
puente de salida de La Serena rumbo al Norte, mientras devoramos
improvisados bocados en el camino. Leche, queso, pan, jugos; cosas
ligeras y rápidas son suficiente por ahora. Hemos venido a cumplir con
muchos desafíos, sin duda, pero no con la expectativa de comer bien.
Paulatinamente,
va mejorando ese día de tan incierto amanecer. Empero, aún corre afuera
un fuerte viento y las nubes flotan amenazantes, indecisas sobre si
vaciarse o no contra la tierra.
Pablo
y yo conocemos bastante bien este sector de la salida de la ciudad,
producto de nuestros muchos viajes anteriores, de modo que advertimos de
inmediato la diferencia en el paisaje cuando la carretera se ha
acercado al mar. Notamos que ese sector rocoso y de aspecto
originalmente estéril, adornado la mayor parte del tiempo por cactos
resecos sobre tierra áspera, ahora expone un inusual verdor que lo cubre
hasta la corona de sus cerros, apenas más abajo de las abundantes
bandas nebulosas que humedecen sus cimas. Y allí, entre esa cubierta
verde que escondía la tierra otrora seca y arenosa, veíanse manchones de
amarillos parecidos a los que logré distinguir en la oscuridad del
camino durante la noche anterior, supongo que dedales de oro
(esas florcitas que, se supone, trajeron los "gringos" de los ferrocarriles para
decorar los costados de las vías) y otras como hadas fucsias que sólo en
la imaginación hubiésemos creído posibles sobre semejante yermo. Eras
nuestras flores; nuestras primeras flores nítidamente visibles.
¡Definitivamente, estaban allí!... Nuestro primer contacto con el objeto
central de este viaje.
Por
momentos, el paisaje se me hace desconocido y el verdor se extiende
hasta la parte más alta de los montes costeros, como una alfombra
colosal, majestuosa. Esto es como si la misma fotografía mental de mis
recuerdos sobre esta zona, ahora me fuera expuesta retocada por un
artista del paisajismo. Y no sólo del paisaje verde, sino que cada vez
más colorido, más festivo. Más y más florido.
Al
descender del vehículo, nos enfrentamos con todo un ecosistema
impensado: animalitos diminutos corriendo nerviosos entre la biología
vegetal, a veces peligrosamente cerca de nuestros zapatos. Intento
sacarle algunas fotografías a estos paisajes y a esta fauna diminuta de
lagartijas, roedores, arañas e insectos, pero los problemas de mi cámara
continúan acosándome. Felizmente, Pablo y Cristián tienen mejor suerte
con las suyas.
Sin
una cámara útil, entonces, me concentro en el suelo por donde pasean
raudos varios escarabajos negros, algunos con trazos o manchas blancas
en sus caparazones y haciendo maratón en parejas, con el pequeño macho
persiguiendo a una gran hembra, claramente para procurarse un
apareamiento rápido y furtivo. Casi parecen saber que cuentan con un
escaso tiempo, hasta que las flores se marchiten y desaparezcan sus
jardines. A estos bichos creo que les llaman popularmente vaquitas,
por sus tonalidades y diseños naturales, y huyen despavoridos cuando
alguien proyecta su sombra sobre ellos, desapareciendo entre las plantas
que hoy son su casa. Proporcionalmente, para ellos esto debe ser una
enorme selva, habitada además por gordos lagartos que completan todo un
microcosmos de vitalidad orgánica; un oasis bullente de vida minúscula,
que existe tanto tiempo como puedan sobrevivir las flores del desierto.
Cristián
me llama de pronto. Noto una fuerte emoción en su voz, casi infantil:
ha recogido un curioso saltamontes de diseños atigrados y lo sostiene
sorprendido por su tamaño y fascinante atractivo. Su textura es extraña,
como el relieve de una piedra, supongo que por necesidades de
mimetismo. Este tipo de criaturas me habrían parecido de veras
inexistentes por esta zona de habituales piedras candentes, casi
calcinadas al Sol. De pronto, sin embargo, el cautivante insecto le
escupe un extraño líquido verde y urticante en las manos, y mi amigo lo
deja caer con repulsión. Ha sido víctima de las trampas defensivas de
esta naturaleza siempre victoriosa y salvaje.
Llega
a ser difícil poder caminar entre estos campos florales de huilles (o
huillis), celestinas y terciopelos, no sólo por el respeto que exige
cada paso a estos bichos que la habitan, sino también por la propia
necesidad de no pisar esas flores hermosas, que se mecen al viento
soplado desde algún lejano e invisible suspiro universal, mismo que sólo
hacía unos meses no levantaba de este suelo otra cosa que calor
sofocante y puñados arena muerta.
En
la distancia, Pablo parece embelesado por lo que descubre a cada tranco
y gasta rollos y rollos de película para todo detalle de ese cuadro de
ensueños que se extiende ante nosotros. Semeja un hipnotizado; un ser
seducido, además, por el olor de las flores que impregna el ambiente
casi como el perfume mismo de la fascinación humana. Olores suaves pero
cautivantes, realmente indescriptibles.
Habría bastado esta sola sensación casi mágica e inspiradora para justificar todo este viaje y sus sacrificios.
Más
bichos aparecen al paso... Un gran hormiguero asoma por allá, como una
erupción de vida desde las entrañas mismas de la tierra. Tiene forma de
un pequeño volcán y desde él entran y salen unas enormes hormigas negras
cuyas solas mandíbulas empujan el temor de todo potencial intruso.
¿Cómo llegaron tan rápido estas hormigas hasta acá? ¿De dónde vienen? ¿O
será que siempre están acá, como las semillas de las flores, esperando
pacientemente una lluvia para emerger otra vez a la superficie, cada dos
o cinco años? Esto me resulta un completo misterio… Un encantador
misterio.
Un
escarabajo meloideo o "vaquita" (Pseudomolos), en fotografía de "Chile a
Color (Geografía)" de 1981, de Editorial Antártica. Estos insectos
abundan en los días del desierto florido. Aunque de adultos viven entre
flores, en estado larvario se alimentan de huevos de langosta y abejas
silvestres.
Cactus
copao, famoso en la Región de Coquimbo por sus sabrosas y suculentas
frutas esféricas, rodeado de un colorido manto de pétalos morados y
fucsias. Fotografía publicada por el portal de Emol.cl.
LOS DOMINIOS DEL COLOR
Estamos
de viaje por países encantados de las flores. No lo duda quien ha
llegado hasta allá, como nosotros. Mientras más paseo entre sus paisajes
deleitosos, más me apresan y me aturden sus desenterrados tesoros. Ni
siquiera esos pastiches con postales el paraíso en la tierra que
reparten los folletos de los religiosos "puerta a puerta" logran a
plasmar un acorde de la música silenciosa que estoy presenciando. No hay
forma de representar una realidad rotunda que supera con tanta
elocuencia todo talento pictórico o plástico.
Esto
es como una bomba de coloridas plastilinas y acuarelas, todas mezcladas
por el capricho enérgico. Flores amarillas, violetas y blancas se
agitan expulsando hacia toda la creación esa exquisita fragancia, y olas
de pétalos ondulan sobre el tapiz botánico, algunas de fuertes tonos
anaranjados, especialmente los terciopelos y las añañucas. Uno que otro
pájaro vuela entre ellas, a baja altura y como haciendo surf sobre sus océanos de iris.
Pienso,
medito y observo… Quisiera que nunca terminara esa sensación de
éxtasis. Esta caricia a todos los sentidos no tiene cotejo ni parangón.
Tras
el andar a la deriva por los mares de flores, nos sentamos en los
restos de una muralla de piedras, algo como un tambo o pirca, junto a un
árbol bajo a un costado de la carretera. Poco después, al alejarme para
tomar una imagen con la videocámara, descubro que forman unas líneas
demasiado geométricas como para ser naturales o ruinas menores: aquellos
eran en realidad los restos de una vieja casona, como tantas de esas
que pueden verse en el Norte Chico de Chile, pero ahora en escombros que
yacen medio sepultados por el barro arenoso del invierno sobre el que
hoy crecían los campos de flores. Quizá -sólo quizá- aquél que fuera
dueño de esta residencia en ruinas, se estableció allí motivado con el
objetivo de encontrase habitando en medio del fenómeno que hoy
presenciamos nosotros, en lo que fuera su lugar hasta hace, cinco, diez,
cincuenta o cien años. Quién sabe. Poco puede deducirse de los restos
que allí quedan.
Por
cierto, un alto de textos, revistas y reportajes nos acompañan con
nuestras provisiones y abastecimientos, todos ellos relacionados con el
Desierto Florido. Cada fragmento de nuestro archivo trae alguna
información útil a este viaje. Además, algunas ciudades adyacentes a
estas comarcas saben explotar el fenómeno y han sacado guías
especialmente producidas con el tema. De hecho, al entrar a los límites
de la región atacameña, un enorme cartel presenta el lugar al viajero
como el territorio “donde florece el desierto". Y las flores que
observamos son las mismas de nuestros impresos y guías: no hay necesidad
de mentira ni exageración en esta propaganda.
Siendo
más de 200 las especies que pintan de color el Desierto Florido,
podíamos reconocerlas claramente en nuestros catálogos y archivos. De
las muchas a nuestro alcance en esos minutos, por ejemplo, vemos algunas
violáceas como las patas de guanaco y los huilles, hermosas
estrellitas amoratadas de seis pétalos y una infinidad de formas y
dibujos. La naturaleza ha hecho alardes de creatividad extraordinaria en
estos diseños.
Otras
flores abundantes son propias de una planta que parece arrastrarse por
el suelo caliente: crecen en forma de cuerno o trompeta y con un aspecto
parecido al que he observado en los documentales sobre plantas
carnívoras, sin serlo. Son las orejas de zorro,
de colores oscuros pero cubiertas de una capa de pelos blanquecinos que
corren en dirección hacia el interior de la flor, haciendo que las
moscas que llegan a ella atraídas por su fuerte olor a carne
descompuesta, caigan en esta trampa dificultándoles salir hasta que la
flor se marchita y muere. Sólo entonces, las moscas y otros bichos salen
volando cargados del polen de la planta, esparciéndolo entre las otras
de su especie. Aunque no crece en praderas alfombradas como las otras
flores que vemos, pudimos observar una gran cantidad de estos extraños
ingenios naturales decorando el hermoso y alucinante Valle del Encanto,
una quebrada cercana a la ciudad de Ovalle y declarada Monumento
Nacional, donde el observador pasea y acampa contemplando grabados
petroglíficos y otras muestras arqueológicas del año 2.000 antes de
Cristo, presumiblemente de la misteriosa cultura de El Molle, en medio
de una verde zona de camping cercada por la descollante belleza del
paisaje y rodeada de cerros rocosos con formas primigenias.
Durante
esta jornada, observamos también a la bellísima alstroemeria creciendo
principalmente a los pies de los grandes cactos, como si se guarecieran
intencionalmente entre sus furiosas espinas, buscando su protección.
Estas maravillosas flores son especies herbáceas sin comparación: en su
centro tienen colores amarillentos y suelen presentarse en muchos otros
tonos con el lila por color dominante. Hay una variedad rojiza que la
gente llama con el sugestivo nombre de mariposa de Los Molles,
sugerente asociación que se debe a su notable forma y a la distribución
de sus pétalos. Mientras más las encontramos, más nos convencemos de que
procuran refugio entre los cactos de los cerros, tal vez cuando las
alambradas de espinas atrapan las semillas diseminadas por los vientos.
Os sugiero contemplar esta maravilla de nuestra tierra alguna vez en la
vida: sólo mirándolas se tendrá un esbozo de la sinceridad de este
consejo.
De
las especies más populares y representativas en el Desierto Florido,
destacaban sin atisbo de duda las extraordinarias añañucas amarillas y
albas, cuyas flores se alzan sobre el suelo como campanas de duendes que
buscaran saludar al cielo. En cambio las añañucas de color rojo crecen,
según mi impresión, en zonas más altas que las variedades de color
claro, especialmente en las laderas de los cerros y los costados de las
cuestas cercanas a la costa. Su visión es una expresión de verdadera
poesía flanqueando caminos de roca y senderos estrechos que invaden el
paisaje agreste.
Los
terciopelos, por su parte, son las coquetas flores que dan el grueso
del color amarillento al espectáculo visual. Se acumulan en verdaderos
racimos con forma de trompetas pequeñas, indescriptiblemente hermosas.
Algunas otras variedades que observamos de esta flor tenían tonos de
anaranjados y hasta marrones. Algunos lugareños las llaman también cartuchos, supongo que por su forma tubular.
Entre
las flores blancas más abundantes, si mal no recuerdo dominan las
postales los llamados carbonillos. Crecen cerca de ellos las malvillas y
los suspiros de campo. Los azulillos, en cambio, vencen al clima en
vastas zonas luciendo como tapizados florales de aspecto cianoso y de
impactante atractivo cromático. No me extrañaría que correspondan a uno
de los colores azules más cautivantes que la naturaleza haya concebido,
luego de las esmeraldas y las turquesas. Sólo el azul profundo de la
bóveda celestial en el Elqui y ese pedazo de su cielo que cayó sobre las
minas de roca lapislázuli al interior de las localidades Combarbalá y
Monte Patria, podrían comparárseles. Las crónicas coloniales cuentan que
los indígenas locales llevaban grandes cantidades de curiosas piedras
azules como regalos o trueques para los primeros españoles que llegaron a
estas tierras. Estas flores son, quizás, el reflejo botánico de
aquellas piedras misteriosas, hoy fundidas con el paisaje.
Orejas de zorro. Fuente imagen: veoverde.com.
Variedades
rosáceas de la flor alstroemeria o mariposa de Los Molles, creciendo
entre cactos costeros. Imagen publicada en el sitio Ecolyma.cl.
EL VALLE DEL HUASCO
Hemos
sabido durante esta misma aventura, que una parte muy importante de las
flores que engalanan al Desierto Florido crecen en los alrededores del
cañadón del río Huasco, en la Región de Atacama. Necesitamos
confirmarlo, por supuesto: somos cosarios de tierra buscando tesoros en
imágenes. Nos enteramos también que, por la costa de esta zona, habrían
ejemplares de la hermosa garra de león, que crece en colonias redondas de flores de un rojo fulgurante, pero lamentablemente cada vez más escasas.
A mayor abundamiento, la garra de león corresponde
a una variedad muy particular de las alstroemerias, y fue catalogada
cerca del año 1870 por el ilustre naturista de origen alemán Rodulfo
Amando Philippi. Tal es su belleza que muchos coleccionistas la apetecen
sin piedad ni consideración ética. Me recuerdan las flores de las
plantas cardenales: colonias de florescencias menores agrupadas en una
forma esférica. Hasta entonces, no habíamos visto ninguna de ellas, ni
sabido de alguien que las haya encontrado en su tallo etéreo, como la
punta de una vara mágica. Queremos hallarla, y partimos tras su huella.
En algún sitio debe haber una garra de león guardando el secreto
de su infalible hermosura. Nuestra intención es respetarla en su estatus
de peligro de extinción, sin embargo, haciendo estricta obediencia a
las guías turísticas que casi suplican no cortarlas. Sería un gran logro
poder ver una de ellas y captarla con nuestras cámaras atrapando su
imagen.
Camino
a Vallenar se encuentra otra postal del paraíso: un mar ondulante de
pequeñas flores amarillas y lilas que crecen prendidas a largas espigas
oleando al viento. Un viento que ya circula tibio a aquellas horas, bajo
el Sol que se asoma entre las nubes un tanto disipadas, cada vez más
fundidas con el azul celestial. Vemos incluso algún solitario caballo
que permanece pastando entre esta alfombra vegetal, suficientemente alta
para cubrirle completas las estilizadas patas, viéndose así como si su
cuerpo mutilado y espectral flotara sobre los prados.
Intento
obtener las últimas fotografías del rollo, pero siento con horror
mientras manipulo la cámara, cómo éste se corta dentro de la misma y me
deja imposibilitado de sacarlo al aire libre y con la luz del ambiente.
Eran, por supuesto, los días en que aún resultaba un lujo oneroso contar
con una cámara digital como las que ahora son tan populares y
accesibles.
Así
pues, finalmente, luego de velar por accidente todo el rollo intentado
rescatarlo, entro en un ataque de ira contra esta maldita cámara que
tantos problemas me ha causado desde que la tengo y con particular
crueldad durante este viaje. Monté en cólera y la destruí contra una
roca que encontré entre las flores. La verdad es que la hice añicos,
ante las risas nerviosas de mis acompañantes... Y unos minutos más
tarde, quedaba abandonada dentro de una bolsa en la estación de servicio
de la entrada a Vallenar. Fue el trágico y abrupto final de una difícil
relación.
Son
cerca de las 16:30 horas y sostengo casi como un juego cruel un trozo
del lente de la destruida cámara, mientras observo a través de él este
extraño paisaje en las riberas del río Huasco, camino hacia la costa del
Pacífico… Un escenario vasto e imponente, sobre el cual el Sol deja
caer sus rayos radiantes, aunque aún con lapsos de dificultad.
El
sendero es sinuoso y a ratos en muy mal estado, aunque se percibe como
un típico camino rural donde el asfalto nunca es extrañado durante un
buen viaje. Por la tierra pasan corriendo esos mismos escarabajos negros
que vimos poco antes, y son tan vistosos que intentamos esquivarlos
cuando cruzan el sendero con su pequeña imprudencia, pasando
temerariamente cerca de las ruedas del vehículo.
Hay
algo de humedad allá afuera, y junto al río se elevan grandes cintas
verdes con aspecto de juncos o totoras de ciénagas, como las que he
visto también en algunas zonas de La Serena. Son suficientemente altas
para tapar la vista del río abajo, cuyo escaso caudal permanece casi
perdido dentro de este cañón que ha sido excavado por los millares de
años en que ha corrido por él la corriente del Huasco, lleno de vida, y
lleno de generosidad por la vida de otros.
Al
llegar al sector de Huasco Bajo, pasando nuevamente por un caserío de
calles parcialmente asfaltadas, nos desviamos hacia el Norte. Es la
dirección en que, según suponemos con buenos argumentos, podremos
encontrar algún ejemplar de la esquiva garra de león y otras de
las flores más espectaculares de la temporada del Desierto Florido. A
esas alturas, mi amigo Pablo hubiese vendido el alma al Diablo por una
fotografía de la rojiza maravilla. Lo advierto por la obsesión con que
la busca en el paisaje, inspeccionando cada rincón con la vista;
esculcando fugazmente escondrijos aun cuando sigue atento a la
conducción.
El
camino hacia allá, sin embargo, es de aspecto mucho más rural y
campestre que los anteriores. La civilización no parece haber llegado
completa hasta esas zonas, a juzgar por las marcas del suelo, que se me
figuran como de carretas viejas, tan viejas y tradicionales como las
rejas de empalizadas que contornean la ruta a ambos lados.
Entramos
a un sector entre los cerros aún sin volver a divisar el océano. A lo
lejos, sin embargo, se ve una gran aglomeración de personas, vehículos y
volantines. Nos asombra y confunde: ¿Qué será? Parece un espejismo
causado por el aislamiento, sobre la altura de un pequeño cerro. Se veía
cada vez más colorido mientras nos acercábamos, con muchas banderas
chilenas, toldos pajizos y niños jugando, pero aún no identifico lo que
veo.
-
Es la Fiesta de la Pampilla en una versión local -me comenta Cristián
mientras nos detenemos entre los innumerables vehículos que allí están
estacionados-. Es la celebración más tradicional de las Fiestas Patrias
por estos lados
- ¡Vamos, pues! –exclamo sorprendido- ¡Si hasta había olvidado que estábamos en plenas Fiestas Patrias!
Un gran tumulto entra y sale de los tendales instalados en el recinto. No obstante, la cumbia que suena desde sus ramadas y fondas
está muy lejos de ser realmente folclórica, por mucho que se llene de
banderitas chilenas en toda la decoración. Eso es muy típico de nuestra
idiosincrasia, un poco hipócrita. Caballos, taca-tacas y el fuerte olor
de los asados dominan el lugar; los niños corren jugando sobre los
pastos que lo cubren todo, hasta donde da la visión, pasando entre las
flores que pueden verse allí pues el lugar es más bien un momentáneo
vergel gracias a la misma virtud de las lluvias pasadas que también
llenó de flores el entorno. En lugar de este pasajero campo, además,
encontramos miles de pequeños gusanitos negros que viven entre el pasto,
como otra huella latente y palpitante de vida entre los reinos del
Desierto Florido.
Ha
sido éste el único sitio de nuestro viaje en donde verificamos que el
hombre ha logrado superar en colorido al paisaje, y donde cientos de
banderas y guirnaldas dieciocheras flamean con sus tres colores al
viento atacameño. Las escarapelas se abren como flores de papel ante la
mirada de un Sol de fiesta y festejo "a pasto verde", literalmente, para que los comensales bailen su cueca de zapateos mudos entre una y otra cumbia.
Estamos en Fiestas Patrias, por la huifa y ripios de caramba ay sí. Así que salud, entre los reinos de las flores… Nos hará bien esta pausa en el viaje.
Caballos pastando entre el verdor de los llanos, en 1997.
AÑAÑUCAS Y VÍRGENES
En
dirección al Norte que estamos tomando, ha de encontrarse en los mapas
el curioso poblado de Carrizal Bajo. Según nuestros cálculos, el lugar
nos saldría al paso más o menos hacia el final de la luz que podrá
ofrecer este día al viajero. Queríamos poner los pies, además, en esa
famosa caleta que tan conocida se hiciera en los años ochenta, cuando se
descubriera en ella un espectacular desembarco de armas para grupos
subversivos que se habían propuesto derribar por la fuerza al Régimen
Militar, en un proyecto que fracasó de manera estrepitosa y por
circunstancias aparentemente absurdas, según se ha sabido después.
Camino
a este lugar, por senderos flanqueados por añañucas amarillas, docas y
los llamados borlones de alforja, se encuentran también unas cavernas
naturales en la orilla del sedero principal. Este tipo de formaciones
son relativamente corrientes en la zona, y fue justamente en una de
ellas que los subversivos establecidos en Carrizal Bajo ocultaron las
miles de armas rusas que habían ingresado al país. Las cuevas que se
hallan al Norte del Huasco parecían formadas por derrumbes, y se veían
bastante limpias e intocadas. Puede que sea extraño que haga esta última
observación, pero de seguro si tales grutas hubiesen estado cerca de
alguna gran ciudad, se habrían encontrado llenas de botellas vacías y
probablemente hasta fecas humanas. Siempre es igual.
Frente
a las cuevas rocosas de este sector se eleva una alta duna, sobre la
que crecen las mismas flores que en todo alrededor, especialmente
añañucas y terciopelos. Buscándolas entre los manchones verdes que
brotan sobre las arenas y los muchos cactos, pasean mis dos amigos
llegando hasta la punta de la duna. Cierta flor amarillenta extrañamente
llamada Don Diego de la noche, tiene cierta preferencia por esas
arenas costeras. Mis acompañantes trepan la duna entre ellas, y parecen
dos niños felices; tan alegres y entusiasmados como aquellos que
acababa de ver en la pampilla dieciochera, de modo que debo gritarles en
tono de reclamo para que bajen y aprovechemos la poca luz natural que
nos queda para completar este tramo del viaje. Poco consigo, sin
embargo: el embrujo del paisaje los tiene absortos por un buen rato más.
El
camino va bordeando las playas de este sector, más allá, con tramos de
costas casi vírgenes en aquel entonces, milagrosamente ajenas a la
basura y la mugre de los malos viajeros, aunque calculo que no por mucho
tiempo pues ya en esos días se planificaba la construcción y mejora de
carreteras costeras que pasarían por allí, delineando gran parte del
litoral nortino. Por mientras, esto parece el sueño de un
expedicionario: las playas son paradisíacas, con atardeceres de cuadro
al óleo. La marea se ve increíblemente calma, bajo un cielo de sueños en
los lapsos crepusculares próximos a las 18 horas de la tarde.
Los colores más rojos aquí no son de garras de león,
sino proporcionados por una exquisita variedad de la flor de la
añañuca, de color escarlata y a veces naranja rojiza, que crece
orgullosa y arrogante sobre el arena. Es llamada, además, flor de la sangre por razones que parecen obvias a la vista, aunque los científicos la identifican como la Rhodophiala phycelloides.
La
tradición popular explicó por largo tiempo y a su modo la existencia de
esta bella especie floral. Una leyenda dulcemente recogida y descrita
por el investigador Oreste Path, dice que en el sector conocido como
Monte Rey (hoy Monte Patria) vivía una hermosa princesa indígena llamada
Añañuca, que se enamoró de un minero con alma de viajero que pasaba por
el pueblo buscando un tesoro. Él también se encantó con la muchacha,
permaneciendo a su lado hasta que, durante el sueño, un gnomo
le reveló el lugar en donde se encontraba su tesoro perdido, tras el
cual partió con la incumplida promesa de regresar a los brazos de
Añañuca. Nunca sucedió esto, y la doncella murió de dolor y soledad,
esperando. Los lugareños la enterraron y esa noche llovió
torrencialmente. A la mañana siguiente, toda la región estaba tapizada
de esas flores rojas que vuelven a salir al final de cada lluvia,
subsistiendo por el resto de la temporada de las camanchacas. Son ellas:
las añañucas, cuyo atractivo sólo es proporcional al sufrimiento que
les dio el soplo de vida según este bello mito.
La
alfombra floral llega hasta el borde de la playa, señalando el límite
de las mareas. En ellas pueden verse todos los colores y formas
imaginables de la flora que convive con la añañuca: campanas,
estrellitas, chispas y escobillas de colores. Muchas también tienen la
descrita costumbre de crecer entre los cactos, a los pies de las rocas y
de los matorrales. No vemos, sin embargo, la garra de león. En su lugar hay, si no me equivoco, ejemplares de las flores conocidas como lenguas de loros o la Chloaea bletioides de los científicos.
A
todo esto, ya me llama mucho la intención el que tantas flores del
Desierto Florido tengan nombres con referentes zoomórficos, casi como lo
hacían en estas mismas zonas las culturas Diaguitas y El Molle en la
inspiración de las formas y alusiones de sus artesanías: pata de guanaco, mariposas de Los Molles, orejas de zorro, lenguas de loro,
etc. Hay allí, quizás, algún ancestral impulso o un arquetípico
recuerdo totémico de adoración zoológica, similar a la que se desprende
de los cultos originarios.
Tal
vez, todo esto no sea más que sólo el fulgor de inspiración de los
hombres que han sucumbido a la grandilocuencia de la naturaleza, por
estos reinos maravillosos.
La hermosa flor añañuca, en imagen publicada por sindramas.cl.
ENTRE MAREJADAS NOCTURNAS
Y la garra de león, en tanto, ¿dónde está? Esta flor sí que se está volviendo inexistente,
aunque me ha permitido un pequeño golpe de suerte: buscándola
afanosamente en el borde costero, he encontrado por accidente un sitio
en donde abundan los ejemplares del cacto copiapoa, la Copiapoa delbata o
de Carrizal, de forma redonda como tambor y que crece a poca altura del
suelo, con colores claros y espinas cortas. Está en serio peligro, tal
como la misma garra de león, y -hasta donde recuerdo- sólo lo he
encontrado antes con esta abundancia en un pequeñísimo tramo de la Ruta 5
Norte camino a Copiapó; en ninguna otra parte la he vuelto a ver con
estas mismas concentraciones de especímenes.
Una de las especies de la copiapoa fue descubierta por Philippi, llevando su apellido. Como es el mismo descubridor de la garra de león,
sentimos que, al menos "semánticamente", estamos cerca de ella. Su
hallazgo fue hecho precisamente en el sector de Carrizal Bajo, por lo
que nos aproximamos al escenario de grandes eventos científicos.
La
noche cae más rápido de lo que hubiésemos creído, empero, y esta vez
nos sorprende en un momento muy prematuro del viaje, cuando ya estamos
llegando a lo que queríamos dar por destino de esta jornada. La
oscuridad ya se ha posesionado de todo el paisaje exterior y de cada uno
de sus rincones. Las olas revientan en la mediana distancia, susurrando
un canto de brisas marinas que lleva miles de millones de años, sonando
ininterrumpidamente en esos territorios perdidos, como una melodía de
Génesis haciendo ecos eternos en las Eras del tiempo sin tiempo.
El
pueblo, allí ante nosotros, tiene un aspecto terrorífico, aguzado por
las tinieblas de Atacama. Parecía estar sumido en un apagón o algo
parecido, bajo la oscuridad más absoluta, como si no hubiese iluminación
pública alguna. Y no sólo eso: durante todo rato que paseamos por sus
calles, no vemos personas, sino uno que otro perro asustado con la
presencia de tres extraños.
Esto
ocurre, por singular contrasentido, en dichas fechas de flores y
festejos patrióticos. La razón se halla allí misma: la gente de Carrizal
Bajo prefiere marchar en masa hacia el interior de la región, a
celebrar las fiestas como mandan las ansias, dejando tras sí el aspecto
de una caleta abandonada, con las ventanas tapadas y las fachadas de las
casas irreconocibles. Sólo encontramos algunas almas al entrar a un
viejo y oscuro almacén, para comprar algunas cosas y preguntar si,
efectivamente, estábamos en Carrizal Bajo y no en un pueblo fantasma que
durara sólo unas cuantas horas hasta antes de que vuelva a salir el
Sol, o peor aún, en un delirio de nuestra imaginación alborotada por el
cansancio y la estimulación floral.
Confieso
que pocas veces he vuelto a tener una sensación tan extraña como la que
experimenté allí esa noche, donde sólo el ritmo de las marejadas
nocturnas interrumpido por los ladridos de perros invisibles e
imaginarios llantos de espantajos, cortaban ese silencio funerario del
pueblo. Su vetusta iglesia de belleza siniestra e intimidante marcaba la
entrada a la caleta y desde su interior, con aspecto de antiguo
monasterio olvidado por la humanidad, salían algunas luces de fulgor
ígneo, como de velas o antorchas. Ni una sola figura de carne y hueso se
observa dentro; sólo las ánimas incorpóreas del paso del tiempo y del
aparente abandono.
No
sé si sería por el estado de nuestros nervios y los engaños de la
inteligencia perturbada, pero aquella vieja construcción se veía
entonces realmente terrorífica, como una mansión habitada por espectros
del recuerdo. Hermosamente temible, mejor dicho, como el escenario de un
cuento de Poe.
Mientras
recorremos este lugar arcano, nos encontramos de pronto en una
superficie texturada bajo nuestros pues, como de minúsculos adoquines
oscuros. Avanzamos por esa calle y llegamos súbitamente a la orilla de
un negro océano. Alcanzamos a detenernos casi encima: un metro más nos
habría costado una caída en esas aguas negras.
No
sé cuánta profundidad pueda tener esa parte del borde costero, pero en
la oscuridad la percepción varía y lo que es potencialmente peligroso
adquiere dimensiones monstruosas de amenaza consumada, exageradas por la
sobreexcitación de los sentidos.
-
Nunca había sentido tan encima la noche –comentó en aquel momento
Pablo, mirando la majestuosidad del infinito como si éste amenazara con
desplomarse sobre nosotros. Mas, no tuve comentario para contestar su
intento de iniciar una conversación y romper el tenso silencio.
Sin embargo, aquel episodio no sería lo más atemorizante que los asechaba aquella larga, larga noche de septiembre.
Cuevas y grutas naturales al Norte de Huasco, por el camino costero.
Añañucas amarillas que encontramos por las dunas del camino a Carrizal Bajo.
PERDIDOS EN LA OSCURIDAD
Volvemos
con proa hacia la Ruta 5 Norte por el camino que bordea la Quebrada de
Carrizal. Tendremos que recorrer unos 50 kilómetros, según conjeturo.
Pero del sendero rural sólo encontramos los restos medio visibles de lo
que éste fue alguna vez: durante el último invierno, continuos aluviones
y barriales de infierno literalmente hicieron desaparecer el camino
que, a ratos, se nos pierde de la seguridad de los focos y de la propia
vista, incrementando la comezón de la angustia.
Seguimos
en esta penosa pero extrañamente sugestiva marcha por largas horas. De
cuando en cuando, un salto del camino permite que las luces alumbren al
horizonte tan extraviado como nosotros: hacia la llana vastedad del
paisaje, que se ve barrido por el desastre hasta donde llega el brillo
eléctrico de nuestros focos.
No
estamos en cualquier parte: esta es la zona cuyos terrenos debiesen
pertenecer al Parque Nacional Llanos de Challe, otro de los vergeles
paradisíacos y verdaderos símbolos del período de Desierto Florido, pero
también escondido ahora de nuestra humana percepción entre las
tinieblas nocturnas.
De
vez en cuando, un pequeño riachuelo de aguas exhaustas cruza el camino
-o más bien dicho, el sendero- de lodo seco que orienta nuestra ruta.
Cristián baja constantemente del vehículo a verificar si nuestro
inapropiado modelo de ciudad será capaz de cruzar por esos hilos
fluviales, pues el camino ha llegado a un punto en que no puede ser
peor, obligándonos a avanzar con una desesperante lentitud y redoblando
las precauciones para cuidar la muy baja parte inferior del automóvil,
expuesta a golpes contra los lomos de tierra y las enormes rocas que se
nos aparecen como burlándose de nuestras ya suficientes aflicciones.
Mientras
más recorremos, más claro nos queda la magnitud del desastre que aquí
tuvo lugar, casi como un viaje hacia la intimidad más sombría y
diabólica de la madre naturaleza, la misma que tiene el talento de
llenar los desiertos de flores, por extraña paradoja de creación y
destrucción simultánea. La oscuridad es tan grande que ya podemos asumir
con toda seguridad que estamos perdidos, sobre todo cuando recuerdo las
muchas veces el camino parecía bifurcarse sin señalización ni
indicaciones, por lo que debíamos continuar confiando en nuestra ambigua
e imprecisa intuición de viajeros.
Curiosamente,
al tiempo de suceder esta extraña parte de nuestra aventura, la brújula
que llevo siempre conmigo en los viajes largos estaba totalmente loca,
girando sobre sí misma como lo haría un tocadiscos. ¡Ni el magnetismo
terrestre está con nosotros!... Completamente abandonados a nuestra
suerte, entonces.
Continuamos
atravesando rocas y barro seco en la profunda oscuridad salpicada por
manchones de cactos y flores ocultas en la vera de este sendero. Cerca
de una hora más tarde, sin embargo, justo frente a nosotros, comienza a
aparecer una imponente y reluciente Luna, lejana sobre las moles oscuras
de las sombras de las altas montañas, revelando un paisaje arcaico, en
una impresionante postal arqueozoica. Estamos bien y aliviados, sin
embargo, pues su aparición frontal indica que nos dirigimos en dirección
correcta hacia el Oriente, con el mar a nuestras espaldas. Algo de
tranquilidad vuelve a la cansada tripulación de este pobre y
sobreexigido vehículo cruzando los parajes atacameños.
Cada
vez que bajo la ventanilla, confirmo que extraño ya ese olor de las
flores que nos habían acompañado en la mayor parte de este día agónico.
Veo entre las sombras algunas plantas más, como matorrales que han
crecido sobre el barro seco, pero las flores aquí no se encuentran de
manera tan fácil como en otros segmentos de nuestro viaje.
Creo
adivinar mi encanto con tan lúgubres momentos: toda esta situación se
me figura como estar siendo testigo de las primeras noches de la vida en
la Tierra, y digamos que con un paisaje de otra época, de la Noche de los Tiempos
para parafrasear a Lovecraft y a Barjavel. De hecho, hasta esa Luna
medio asomada en espectaculares nubes doradas sobre el cielo nocturno,
semeja un extraordinario paisaje antediluviano, en el que parecemos
estarnos introduciendo como exploradores locos o suicidas.
No
recuerdo ni deseo recordar cuántas horas más de seductora penuria
pasamos en esa jornada, buscando retornar a la carretera y a la
civilización. Es el precio que se paga, quizás, en el Desierto Florido:
la cuota por el derecho a ver el paraíso con ojos indignos, con miradas
profanas.
A
ratos, la angustia nos crece como en la de esos extraviados en el
desierto que se encuentran de bruces con un esqueleto calcinado y pulido
en el suelo, en un anticipo de su inminente destino. Quizás, esa misma
clase de señal o símbolo nos hizo el encontrar, junto al camino, las
ruinas de lo que fuera antes una pequeña aldea o algo así, totalmente
destruida ya, al punto de que mientras nos detenemos para mirarle
iluminándola con los faros del vehículo, nos cuesta reconocer las formas
de lo que alguna vez había sido una arquitectura organizada. Ese lugar
debía ser Canto del Agua, un antiguo caserío usado como estación de la
desaparecida línea férrea que bordeaba el mismo camino que ahora
llevábamos nosotros y por el cual ya no se veían rieles ni durmientes,
sólo memorias perdidas y fantasmas de la nostalgia esperando el paso del
tren perdido.
Nada de vida se observa ya; ni rastros de civilización. Nada... Completamente abandonados, me repito en la cabeza una y otra vez.
Inesperadamente,
a lo lejos y luego de mucho nuevo andar, vemos unas esperanzadoras
luces distantes, presumiendo que se trate acaso de una ciudad o poblado.
Al acercarnos lentamente, vamos cambiando de opinión y llegamos a pasar
por su lado descubriendo que se trata de una enorme planta con aspecto
tenebroso: un recinto con grandes y ruidosas máquinas que se mueven
solemnemente en la lejanía, entre miles de luces propias. Sin embargo,
lo hace como si todo allí estuviera automatizado, y no se asoma ni un homo sapiens en
todo el sector. En los edificios, a través de las ventanas distantes,
se alcanzan a ver los interiores vacíos, ausentes de toda silueta humana
asomándose un segundo siquiera por ellas. El conjunto parece más bien
una base extraterrestre, una ciudadela de ciencia ficción.
Los
planos camineros nos confirman que trata de la planta minera Los
Colorados. Semeja a esa ciudad fantasma de Tololo Pampa, que en la
leyenda local se aparece a los viajeros perdidos en estas comarcas, para
luego volver a desaparecer... Y no sólo eso: ya estamos cerca de la
Ruta 5. Un fluido intangible de alivio llena el interior de nuestro
vehículo desde aquel instante.
Tras
dejar atrás aquel consolador indicio de civilización, por fin
encontramos la carretera y llegamos a la ciudad de Copiapó, el ancestral
oasis de la epopeya minera argentífera iniciada por Juan Godoy.
Pese
a la extenuación y el agotamiento, le hemos ganado a la inmensidad. Y,
después de todo, esta complicada y angustiosa travesía nocturna ha sido
también parte de las maravillas impensadas de este viaje.
La
esquiva y atesorada garra de león, también llamada mano de león en
algunas zonas, en fotografía publicada en la página web de la Fundación
R. A. Philippi. Denominada Bomarea ovallei por los científicos, ha sido
depredada de tal forma por coleccionistas y malos viajeros que está en
peligro.
UN CACTO MISTERIOSO
Volver
a la urbanidad nos regresó también a nuestro tiempo, a nuestro mundo
real, pero imbuido del fenómeno natural en el que nos hallamos como
visitantes y peregrinos.
Era
temprano ese bello día en pleno período Fiestas Patrias y la luz de la
mañana nos revelaba que todo se hallaba vestido de una verdadera fiesta
floral en la ciudad: los locales comerciales lucen enormes pósteres
alusivos al fenómeno que observamos y en las dependencias de atención al
público de la gasolinera hay cuadros fotográficos delicadamente
enmarcados, con maravillosas fotografías de las variedades de formas y
colores que ofrece el Desierto Florido, del que ya hemos sido testigos
privilegiados.
Aquí
en Copiapó, el período floral es más notorio incluso que el tradicional
convencionalismo decorativo de las fiestas de la Independencia en que
nos hallamos. Las flores han desatado en toda esta zona una verdadera
devoción de fe. Son, además, el reflejo de la llegada de la primavera
hasta aquella ciudad y región que tanto presume con su frase “donde el desierto florece”.
Esto
parece más bien el ambiente de una gran fiesta o carnaval religioso
local. La gente decora sus casas con algunas florcitas; los hoteles,
restaurantes y servicentros se llenan de imágenes ilustrando el
fenómeno. Todo pareció adquirir colores nuevos: los azules se ven más
azules y los rojos más rojos. Y todo cobra vida, de alguna forma: llegan
esos insectos que parecen extraviados en la región y hasta los cactos
en los cerros antes resecos de la zona aportan lo suyo, con magníficas
florescencias rojas o blanquecinas, quizás de entre las más hermosas de
todo el reino vegetal y que, entrando en verano, se convertirán en sus
suculentos frutos, algunos apetecidos por su sabor como es el caso del
llamado copao, muy popular en el Valle de Elqui.
Allá
pues, entre nuestros turnos ocupando las duchas de otra estación de
servicio, Cristián y yo caminamos hasta un local de recuerdos de la zona
a unos pasos del sitio donde estamos aparcados. Es uno de esos típicos
puestos de souvenirs para turistas, atendido por una mujer más
bien joven y muy simpática que ofrece, entre otras cosas, artículos como
minerales de la región, cristales naturales pulidos, llamas en
miniatura y figuritas de bronce. Caigo tentado en el impulso de comprar
un par de fósiles de las serranías de la zona: un trozo de madera
petrificada y una blanca roca con huellas oscuras de lo que alguna vez
fue una planta parecida a un helecho; quizás el equivalente a las flores
que aquí crecían hace millones de años y que no necesitaban entonces
esperar el paso completo de tres a cinco calendarios para ver la luz
tras una temporada de lluvias.
Cristián
compra algunas piezas de estas coloridas piedras pulimentadas y de tan
hermosas tonalidades que, por un segundo, veo fugazmente en este viaje
otra inesperada maravilla cromática pero que no está directamente
relacionada con las flores. Sin embargo, a pesar de que la muchacha nos
hace algunas rebajas mientras atiende a otros viajeros, advierto que mi
amigo y cofrade se ha desmedido en sus gastos, quedándole sólo unos
cuantos billetes para terminar el largo camino que aún nos queda. Creo
que su probada fama de seductor y su necesidad de complacer con
recuerditos de viajes a los corazones juveniles que le esperan en
Santiago, están perjudicando su más delicado sentido de economía de
andariego.
Hace mucho calor, y el cielo copiapino tiene un intenso azul. Es un buen estado climático para proponerse partir hasta el sector de Totoral,
ilusionados aún en la posibilidad de contemplar flores aún más
espectaculares que las observadas hasta ahora, algunas sumamente
esquivas con los viajeros a causa de su peligrosa escasez.
La
referida localidad se ubica poco más al Sur de Copiapó, pero alcanzarla
debemos acercarnos nuevamente hasta las playas erosionadas por la
hostilidad del clima cálido combinado con la frialdad de la Corriente de
Humboldt. Playas rocosas y de aspecto prístino, ahora convertidas en
vanidosos jardines gracias a la inclemencia de la cálida Corriente del
Niño y sus lluvias generadoras de fuerza vital.
La
etimología se enreda un poco en estas cosas. La versión oficial dice
que los pescadores peruanos de Paita habrían colocado el nombre de "El
Niño" al fenómeno de aguas cálidas en alusión al Niño Jesús,
realizándose incluso procesiones al respecto... Sin embargo, es
inevitable preguntarse si el curioso acontecimiento tendrá que ver más
bien con alguna asociación a un niño orinándose tibiamente sobre aguas
frías, como efectivamente sucede con esta corriente cuando transita por
las aguas casi heladas del Pacífico y desencadena las precipitaciones
que llegan a ser feroces y castigadoras. Alguna vez hemos escuchado esta
misma versión de boca de un profesor.
Por otro lado, en Punta Totoral
hacia donde pretendemos dirigirnos, tendremos que pasar necesariamente
por la quebrada del mismo nombre. Allí se suponen refugiadas otras
maravillas botánicas vistas por sólo unos pocos. Entre ellas están
algunos de los últimos ejemplares del cacto llamado ñapín, pequeño pero
hermoso, productor de flores blanquecinas también únicas en su
atractivo. Está cerca de la extinción, encontrándose -según se sabe-
únicamente en éste lugar y en la Quebrada de los Choros, entre otros
puntos muy específicos de la región, casi en el límite de misma. Ambos
sitios principales están separados por cerca de 150 ó 200 kilómetros, lo
lleva a concluir que el pequeño ñapín, o Neoporteria napina de
la ciencia, alguna vez fue relativamente abundante en todas estas
comarcas ahora llenas de flores, aunque hoy esté en inminente peligro y
reducido a sólo esas dos concentraciones territoriales aisladas entre
sí.
Parte
de la culpa en la tragedia del ñapín puede tenerla la mano humana
combinada con su propia e inherente belleza, pues los coleccionistas de
cactos a veces lo solicitan pagando altas sumas por él. Y yo, que
también coleccionaba cactos en esos años, ni siquiera había visto alguna
vez un ñapín y hasta tenía mis dudas de poder reconocerlo, pero podía
al menos identificarlo en imágenes: semeja un minúsculo tambor armado
por algo como una coraza de glóbulos como escamas verdes en su tallo, de
cada una de las cuales explota una estrella de espinas cortas.
Tenía la fuerte esperanza de encontrarlo, en esos momentos… Y, felizmente, la suerte no me frustró.
Un
pequeño ñapín, en imagen publicada por fpa.mma.gob.cl. El bello cacto
es otra planta nativa chilena amenazada por coleccionistas y por la
destrucción de su hábitat.
PASEANDO POR EL EDÉN
Corre
un viento atacameño suave y tibio, que mueve en interminable
coreografía a las alfombras de flores fucsias que hay en todo este
paisaje. Semejan un reflejo en el suelo de la misma danza perpetua de
las olas, como si esa armonía se excediera del límite marino y
pretendiera extenderse hacia tierra firme cumpliendo con algún extraño
principio de energías naturales dominando estas comarcas.
Creo
distinguir cómo aparecen entre ellas algunos grupos de pensamientos y
lirios de campo, no lo sé con exactitud, que también cargan de perfumes
seductivos este ambiente idílico. Otra vez el paisaje nos atrapa y nos
aplasta, como una enredadera trepadora apoderándose de una escultura
hasta hacerla invisible.
Desaparecemos
por entre estos escenarios florales como los conejos y palomas de un
gran mago cósmico. Y constato allí, casi disuelto en este entorno, cómo
han crecido verdaderos campos de terciopelos amarillos y anaranjados,
que parecen las pinceladas de un óleo divino. ¿Cómo puede perderse este
espectáculo la mayoría de los habitantes de este país ingrato y
desagradecido, que prefieren salir a los balnearios de otras tierras
lejanas desconociendo los pequeños y nada onerosos detalles con que
contamos, como éste que tengo ante mis ojos?
El
recorrido por el valle y sus costas cautiva por la elegancia rústica de
sus praderas multicolores. Mirar estas postales en vivo es siempre como
la vez primera: sobrecogen y provocan una potente inyección de asombro
al alma.
Cristián
cae en la compulsiva fiebre: la del fotógrafo eufórico. La había
controlado un poco más que Pablo, pero no pudo resistirla más, y lo
entiendo. Probablemente, si mi mala cámara no estuviese hecha añicos,
estaría en el mismo frenesí por atrapar estas imágenes para el papel
fotográfico. La mera memoria no basta para retener el golpe rotundo de
encanto que acá se experimenta, entre los jardines del desierto.
Esta
zona es básicamente de vastas llanuras en esta época floridas, como el
Llano de Hornillos y el de la Jaula. La lejanía y placidez del horizonte
acentúan más aún el embrujo de los paisajes, donde las llamadas patas de guanaco
o doquillas, de hojas gruesas y carnosas que algunos ingenuos confunden
con especies de cactos, elevan tupidas flores moradas desde pequeños
roqueríos y manchando de a miles los vastos terrenos que se extienden
ante la vista. La escena se pierde en la mirada hacia la cordillera de
la costa, mientras algunos niños juegan con sus padres entre ellas,
distinguiéndose diminutos en la distancia, como las figuritas de un
diorama animado.
Junto
al camino y hasta donde llega la vista, huilles violetas y azulillos
comparten espacio con otras pequeñas florcitas semejantes a estrellas
abiertas de color celeste, de aspecto muy frágil de cristal o porcelana,
recordando esas flores intocables descritas en los cuentos de María Luisa Bombal.
Se expanden en la perspectiva siguiendo las sinuosidades y caprichos de
la geografía, destacando con su uniformidad las formas casi sensuales
de la misma.
Unas
plantas de hojas carnosas y de textura acerada se retuercen por el
suelo con sus propias colecciones de pétalos. Otras minúsculas flores
albinas salpican matorrales verdes como si fueran espejismos de nieve,
acompañadas por una extraña planta baja cuyas ramas serpentean por el
suelo rematadas en otra flor de cinco puntas, muy grande y puntiaguda,
de un fuerte color amarillo que casi hiere las retinas. Hay más
florescencias que ya he observado antes y en otras temporadas: crecen en
las ramas izadas de alguna planta y comparten, simultáneamente, colores
amarillentos y albos, pero con pétalos de una textura también muy
delicada, parecida al más fino terciopelo o felpa. A sus pies, cubriendo
las arenas en sus tupidos grupos, se alzan otras que se me figuran como
un amarillento girasol enano, entre las alfombras de lila y blanco
llenos de lisonja y orgullo.
La ruta a Totoral
por estos colchones gigantes de flores, sale desde un lado de la
carretera principal hacia el poniente. Es un camino viejo y rural que
continúa bordeando la Quebrada de Boquerón y, mucho más adelante, la
Quebrada de Totoral propiamente dicha. Muchos de los caminos que se
desprenden de uno u otro lado de la carretera en este sector, lo hacen
bordeando un río o una quebrada. Eso, sin embargo, resulta en un
beneficio para el turista, el viajero y el caminante, pues es en torno a
los hilos de agua, por pequeños que puedan parecer, que la vida se
desarrolla en el bajo Atacama, exponiendo así sus más bellos paisajes.
Vemos
unos burros que pastan tranquilamente abajo de la quebrada pantanosa,
entre las plantas de tallos más altos. No sé de dónde salieron, pues
hasta parecen ser el resultado de la misma generación espontánea que ha
soltado escarabajos, abejas, saltamontes y hormigas por este desierto.
Allí,
observando los animales en el agua, subí a una pared rocosa para lograr
una mejor vista del lugar, y descubro de pronto que es una roca con
mucha pirita dorada, esa que con mucha razón ha sido llamada oro de los tontos.
Casi paso por tal... Casi. El Sol brilla con destellos similares a los
de este falso oro, sobre los miles de granos incrustados en la blanca
roca; una variedad ilusoria de flores, flores fantásticas, o bien flores
de luz.
Pero
aún queda viaje pendiente. Lo recuerdo de súbito, cuando escucho la voz
de mis amigos exigiéndome regresar para retomar el viaje tras esta
parada.
Matorrales floridos en nuestro camino. Atrás, Pablo toma fotografías.
Llanos de flores del desierto en imagen de "Chile a Color" de 1981, Editorial Antártica.
LA ALDEA DE TOTORA
La localidad de Totoral
ha sido, por sobre todo, un sitio labriego pero siempre asombroso y
enigmático, cuyo origen es tan antiguo que se pierde en la lejana
oscuridad de tiempos precolombinos. Existe acá incluso un antiquísimo
cementerio indígena, testimonio del increíble pasado que arrastra este
misterioso lugar.
La
abundancia de la totora que da nombre a este pueblo y a varias otras
toponimias de la zona, se nota en la primera mirada a sus viejas,
viejísimas casas y murallones de barro. Incluso los lugareños venden
artesanía típica de la zona que -como se podrá adivinar- es
principalmente de material de totora.
Una
pequeña pero hermosa plaza nos obliga a acercarnos con un hechizo
mágico y placentero, pues entre sus tupidos árboles que sin duda han
crecido allí sin control, se alza al cielo maravillosamente azul una
vetusta iglesia, de esas que parecen estar cayendo a pedazos con el
retumbar de cada paso. Cerca de acá, además, una antigua piedra sacra
consagrada a antiguos cultos indígenas, marca el sitio más ancestral de
toda la aldea.
Es
sorprendente la cantidad de puntos de atención que puede encontrar el
visitante en unas pocas cuadras de este caserío de dos calles
principales. Su subsistencia depende especialmente de las aguas que
brotan de napas subterráneas alimentadas por los hilos hídricos de la
quebrada... En cierta forma, es un pueblo con la fragilidad de las
propias flores del entorno.
En
tanto, Cristián comienza a tener los mismos problemas con su cámara que
detonaron mi reacción final del día anterior. La máquina fotográfica
que carga es de la misma marca que la que destrocé a golpes: de una
compañía rusa ya desaparecida, famosa justamente por la mala calidad de
sus productos. ¡Claro!, si pertenecía a los tiempos de la tiranía
bolchevique, no cuesta imaginar al pobre e inexperto obrero que la
construyó con la punta de un AK-47 en la cabeza mientras un matón le
pone prisa.
En
su esperanza de salvar el rollo evitando velarlo, Cristián pide que lo
encerremos con su mala cámara en la oscura cajuela del vehículo, donde
permanecería un largo rato tratando de rescatar la película, para
guardarla a puro tacto dentro de un pequeño frasco negro. Pasamos las
maletas y bolsos al interior, sobre los asientos, y cumplimos con su
petición. Sólo esperamos que en este día tan caluroso, éste no sea su
último deseo allí encerrado en el maletero de un vehículo.
Mientras
él realiza su acto Houdini, Pablo y yo seguimos recorriendo algunas de
las antiguas construcciones del lugar, empezando por la iglesia. Las
paredes y hasta las rejas exteriores son de totora y madera; un pueblo
que representaría la fantasía de un pirómano, quizás. Las calles están
ligeramente decoradas con adornos alusivos a la temporada, pero casi se
pierden entre la primacía de los colores grises y marrones del elemental
paisaje urbano. Algunas banderas, sin embargo, se agitan al viento
colorida y tranquilamente.
Según calculo por el aspecto de los mapas carreteros, el caserío está a la entrada de la Quebrada de Totoral,
allí en donde se encuentran los cactos ñapines escondidos entre
trincheras de flores. Ya hemos visualizado parte de la quebrada y de su
cargado arroyo que, a ratos, deriva algún brazo hacia el camino muy
básico que recorre esta parte de la geografía nortina. Sin embargo, acá
se tiene la impresión de estar más cerca de una tierra de pantanos bajos
que las cercanías litorales del Norte Chico de Chile.
Finalmente,
regresamos al vehículo y sacamos a Cristián del portamaletas luego de
completar un recorrido por el lugar. Sale de allí por completo sudado,
medio asfixiado y enceguecido tras tanto rato cautivo de su propia
desesperación, manipulando cámara y rollo fotográfico en la oscuridad.
Empero, ha logrado salvar sus imágenes: un premio a esa paciencia y
perseverancia suyas que yo, particularmente, no tengo.
La
corriente de la quebrada está crecida, según confirmo mientras
avanzamos por ella hacia el litoral, pareciendo más bien un río que nos
escolta, permanentemente a nuestra derecha. En algún momento del camino,
éste se interna en el cañón penetrando por una amplia boca de la
quebrada, en otro de los hermosos cuadros paisajísticos que pueden verse
en esta parte de la región tapizada de vergeles gracias al fenómeno de
marras.
En
una parada, me di tiempo para subir a otro pequeño cerro de la
quebrada. Busqué intensamente algún cacto que tuviese apariencia del tan
apetecido ñapín, pero no había ninguno a la vista… Nada. Sólo las
flores alivian mi curiosidad.
Mi
última esperanza de encontrarlo se esfumaba, pues la quebrada
continuaba sólo hasta un poco más allá, disolviéndose con el terreno
costero. Sólo habían grandes cactos de cerros y las flores de ensueño,
mas no ñapines... Hasta temí que ya estuviese extinto, cumpliendo con
los peores pronósticos que se han hecho sobre la especie.
Totoral en septiembre de 1997, con banderas preparándose para Fiestas Patrias.
Interior de la pequeña Iglesia de Totoral, como lucía en septiembre de 1997, pleno período del Desierto Florido. Su aspecto ha cambiado mucho desde entonces.
PEQUEÑA CONQUISTA
Penetrando
más decididamente por la amplia abertura de la Quebrada de Totoral, se
da con un camino tan pedregoso y poco visible que casi se pierde de la
atención de quien lo transita. Y allá lejos, hacia el otro lado del
sendero, alcanzo a distinguir también a otro grupo de peregrinos
viajeros que nadan en el cauce de lo que ahora era más bien el río
Totoral, considerando el volumen de sus aguas. Están junto a un vehículo
todo terreno, pero dentro de un sitio de acceso tan difícil que
realmente no me explico cómo llegaron allí. Ni soñar con intentar lo
mismo en nuestro carro familiar.
El
cielo sigue luciendo su semblante prometedor y despejado, salvo por
unas cuantas nubes ligeras que no consiguen aplacar el calor solar. Sin
embargo, el camino se vuelve progresivamente malo conforme nos acercamos
hacia la costa. Al menos la vegetación floral de esta zona, coronada
por plantitas de hojas rojas y flores amarillentas, alienta a continuar
la travesía. Las acompañan esas flores compuestas de pétalos amarillos, y
otras azules muy parecidas a los terciopelos, pero de otra especie
distinta.
Sigo frustrado con el asunto del ñapín. La historia de la garra de león también
se me repetía y eso no incitaba al mejor ánimo, digamos. Los momentos
del viaje pasan como episodios de una maravillosa pero efímera historia
con poco tiempo para escribirla. Momentos que, con toda seguridad, serán
únicos y no volverán. La oportunidad de volver a salir tras estos
tesoros naturales se hace distante y difusa, entonces: es ahora o nunca.
Un titubeo más me costará marcar con otra nota de frustración parte de
esta inolvidable aventura, hasta la próxima temporada de Desierto
Florido.
Se
acercan las horas del atardecer. El cielo azul va cediendo gradualmente
al color crepuscular del fin del día y el Sol se sonroja otra vez. La
percepción se va haciendo confusamente lenta y rápida a la vez, cuando
se está en un viaje de estas características y en estas horas de
tránsito. Todo depende de lo que vaya apareciendo por el camino. Por
lapsos, así, el sentido del tiempo se perturba y se enmaraña.
Fue
en la Caleta Pajonal, ya junto a las playas de arenas suaves, cuando
caminé hasta el interior del camino costero observando las muchas flores
del paisaje, entre las que sin duda destacan las hermosas añañucas ya
comentadas. El mar resuena a mis espaldas y una suave brisa acaricia la
piel con sensaciones simultáneas de calor y frío. Su repetición
somnífera nos inserta otra vez en un ritmo secular de tiempos perdidos,
arcaicos y primigenios… Esas épocas sin épocas.
Repentinamente,
veo que entre las añañucas y casi a ras de suelo, crecían pequeños
cactos globulados sospechosamente parecidos a los ñapines que busco...
Al menos a los que he visto en fotografías e ilustraciones. Fue enorme
la agitación que sentí al descubrir que se trataba de ellos, pero
mermaba un tanto cuando me entraba la razonable duda de que la vista y
el entusiasmo no me engañaran. Costó convencerse, pero era cierto: uno
de los secretos objetivos de este viaje, aparentemente, estaba siendo
cumplido pese a todas las posibilidades en contra.
Pequeños,
tímidos, con un atractivo indescriptible y un misterio propio: así es
esta especie vegetal. Efectivamente, la zona en que los encontré no está
registrada en los catálogos ni las referencias botánicas de existencia
del ñapín, de modo que he procurado mantener silencio de la ubicación
precisa de este lugar y a ratos e intentado olvidarla yo mismo. Esto
será un secreto entre el ñapín y yo; un juramento.
Me
permití recoger del suelo un par de ejemplares que estaban en evidente
mal estado y al borde de expirar, pues el viento y los pasos de los
escurrimientos de agua de lluvia habían desenterrado varios de ellos,
arrastrándolos y luciendo marchitos o moribundos junto a unos manchones
pedregosos del suelo rocoso, donde les sería imposible sobrevivir. No
interfiero la normalidad de la naturaleza ni desato progresiones de
efectos en cadena como la mariposa de Bradbury, pero a varios de los
ñapines desenterrados los volví a colocar en tierra. Me siento
comprometido con esta planta. También dejo libre mi conciencia.
A
partir de ese momento, dos pequeños ñapines, tomados de los moribundos
que habían sido arrastrados hasta el borde del camino, continuarían
acompañándome en el resto del viaje dentro de vasos plásticos a modo de
maceteros.
Revisando
frenos y ruedas en la Quebrada de Totoral, ese año... Hoy me pregunto
cuántos más habrán sido capaces de meter autos familiares como éste
entre cañones y quebradas de Atacama.
LA PEREGRINACIÓN
Otra
imponente quebrada suele aparecérsele en el camino al peregrino de las
flores de Atacama. Semeja la marca hecha en seco por la punta de un
cuchillo gigantesco sobre el terreno, por la zigzagueante mano de Dios.
La única forma de pasarla es contorneándola, pero nos detenemos
regularmente a observarla y fotografiarla sorprendidos.
A
pesar de que, en mi caso, he visto este lugar en algunas postales o
imágenes sin saber a cuál correspondía exactamente, no deja de
asombrarme que estos espectaculares sitios se encuentren en mi Chile y
sean tan poco conocidos... Quizá sea mejor que permanezcan así, aun
cuando este relato saque risas en unos cuantos años más, desde el
momento en que los insensatos hayan llenado estos sitios sacros de la
geografía con trazados carreteros y autopistas licitadas.
Al
final del largo y serpenteante cañón, brota una enorme extensión de
tierras enverdecidas: jardines de los que sobresalen sólo dos
misteriosos cerros o lomas gemelas… Dos peñones bajos, rocosos e
idénticos entre sí, que parecen mirar el mar como dos enamorados
congelados en su fascinación con la vastedad del atardecer nortino.
Y
al costado de esta geografía única, se encuentra la hermosa Quebrada de
Palmira, ese sublime enclave floral que tengo en una vieja fotografía
que me acompaña, tomada de una publicación del Instituto Geográfico
Militar en los años ochentas. Me emociona conocer, por fin, un lugar del
que sólo tenía noticias por una imagen impresa... Y me recuerda esa
leyenda de esta zona, sobre un valle de flores malditas, que tienta a
los viajeros a penetrar en él seducidos por la hermosura de su extraña
vegetación, pero conduciéndolos sólo hacia la muerte.
Por
el último tramo de playa nos observan algunas pocas familias o parejas
que también han llegado a este retirado sitio como viajeros, acampando
en un pequeño sector de arenas frescas, todos ellos con vehículos muy
apropiados para haber arribado a estos parajes. De hecho, me parece que
nos observan incrédulos de que hayamos podido llegar hasta acá en
nuestro citadino automóvil, cargado a tope y con tres indolentes a
bordo.
Sin
embargo, la sombra del infortunio nos vuelve a atacar sólo unos minutos
después, al comenzar a caer rápidamente la noche por esos terruños
también de apariencia prehistórica e intocada.
Hemos
tratado de seguir los infernales senderos señalados en el mapa
carretero, desde Caleta del Medio por entre la llamada Sierra Pinuno y
la Quebrada de Palmira que aún no lograba ver con claridad desde nuestra
ubicación. Es muy sencillo describir en abstracto nuestro plan de
avance, pero cuando nos encontramos de frente con una compleja red
trazados apenas visibles sobre el suelo agrietado, toda la teoría se va
por el resumidero. Creo que, exactamente como hacía un día atrás,
nuevamente estamos en apuros... Perdidos. Esa es la palabra
Tras
largas horas, la oscuridad vuelve a imponérsenos y ya no me queda duda
alguna de que otra vez estamos extraviados por nuestra propia audacia y
temeridad... ¡Y el mismo camino parecía tan sencillo en los mapas!
En
un momento, al principio de esta parte del viaje, Cristián hizo
detenerse a una familia que paseaba en un buen vehículo para
consultarles si ésta era la orientación correcta para volver a la Ruta
5, a lo que respondieron positivamente. Sin embargo, con el pasar del
rato nos hemos encontrado con varias rutas laterales y caminos
derivados, marcados como insignificantes senderos polvorientos que
pueden ser la diferencia entre seguir extraviados, extraviarse más aún
o, finalmente, recuperar el camino. Y de la Quebrada de Palmira, mejor
olvidarse. Se quedó atrás con las garras de león y el santuario de ñapines.
Ha
avanzado la noche, y no puedo engañarme. Sabemos que estamos perdidos
en tiempo y espacio, nuevamente. La tiniebleas combinadas con el polvo
del camino confunden y alteran la percepción, y así nos hallamos en otro
vortex; un vórtice dimensional... Y cierta creencia del folclore
atacameño habla de terroríficas manos negras que se aparecen en el
horizonte a los perdidos, a veces en la noche y ofreciéndose en tamaños
colosales, así que quizás hasta recibamos este macabro saludo.
- ¿Cuántos kilómetros nos estaremos desviando? –pregunto, en un momento, pero nadie responde.
Cuando
ya nos parece estar relativamente cerca de la carretera, un vehículo se
aproxima en sentido contrario: una vieja camioneta que hacemos parar
con casi desesperadas señas. Nos advierte su conductor que debemos
seguir este mismo camino para llegar a la Ruta 5, nuestra salvación, y
es lo que hacemos. Sólo entonces vuelve la tranquilidad a nuestro
vehículo.
Salimos
a la carretera encontrándonos en los últimos instantes de nuestro cuasi
naufragio con varios otros vehículos que parecen proceder desde
distintos lugares de la zona y que han enfilado por este sendero matriz,
convergiendo allí como en un embudo.
Para
nuestra increíble sorpresa, hemos salido al Norte de Copiapó, casi 20
kilómetros antes de su entrada septentrional, por encima del famoso paso
de la Piedra Colgada con el enorme y amenazante peñasco que da nombre
al lugar al costado del camino. Eso significa que nos hemos desviado más
de 50 kilómetros de la ruta original, y por caminos fantasmales... ¿Era
esto en verdad un vórtice, como bromeamos en algún instante de
cansancio? Si uno quiere ser aventurero e irreflexivo, no puede hacer
menos que acostumbrarse a este tipo de inconvenientes que son parte de
la andanza. La noche sobre el paisaje agreste, nuevamente, me ha dejado
en claro su poder y su dominio sobre nuestro destino.
Horas
después, camino a Vallenar y casi en el cruce mismo de la carretera
sobre el río Huasco, una patrulla de carabineros nos obliga a detenernos
y le cursan una infracción a Pablo. En efecto, venía a exceso de
velocidad, ganándose el primer castigo por infracción de su vida. No
recuerdo a cuántos kilómetros iba, pero no era mucho por sobre lo
permitido. Afortunadamente, lo tomó con humor y nosotros también: por un
largo rato el ambiente se llena de burlas y chistes sobre su deshonrosa
caída como conductor.
En
Vallenar, en tanto, encontramos poco ambiente dieciochero al llegar.
Bien por un lado, pero nos complica el hallar una ciudad tan lánguida y
dormida en plenos días de fiestas.
Lo
último que recuerdo de aquella larga jornada, es ver a Pablo jugando
con un oso de plástico en miniatura que encontró de regalo dentro de un
paquete de bocadillos chatarras, mientras se lamenta del parte que ha
recibido hace sólo un rato.
- Bueno... -comenta en tono irónico y resignado- Por lo menos me gané un osito.
Hermosa
imagen de la Quebrada Corriente de Palmira, cerca de la Hacienda
Castilla, publicada por "Chile a Color" de Editorial Antártica, en 1981.
Por años, esta fotografía me sedujo e inspiró a viajar al Desierto
Florido hasta que, en 1997 y llevándola con nosotros, por fin pude estar
allí, aunque el sector de Palmira ya no ha vuelto a tener el esplendor
de aquellos años y que se ve en la imagen, según nuestra impresión.
Cerritos del sector de Palmira hacia la costa, tal como se veían en 1997.
LEJOS DE TODO
Por
la mañana, asoma un día espléndido, con un Sol dorado acuñado sobre ese
cielo permanentemente azul; azul intenso, como si el propio mar se
hubiese invertido y derramado sobre la bóveda celeste.
El
comentario obligado de este nuevo día siguen siendo las circunstancias
de la multa que le han cursado a Pablo y una serie de bromas derivadas
de lo mismo.
Poco
más abajo de la localidad de Domeyko, en nuestra ruta, está el mítico
caserío de Cachiyuyo, popularizado por el comercial televisivo de la
publicidad de una compañía de telecomunicaciones y que acabó creando un
dicho popular alusivo al pueblo.
Curiosamente,
el pesado cartel de bienvenida a los viajeros en Cachiyuyo y que se
lucía escrito en varios idiomas, había caído arrastrado por las mismas
lluvias que hicieron florecer el desierto. Es un lugar típico de ese
sector de nuestro país, por lo que sin duda está demás agregarle
recomendaciones a los turistas fuera de las que ya tiene. Una vieja
cancha de fútbol resecada por el Sol, una típica estatua de la Virgen
María en la cima de un pequeño cerro (algo típico del Norte de Chile),
más líneas férreas tan viejas que no se puede saber si están en uso u
olvidadas, completan lo pintoresco de este sitio. Tengo tiempo de
visitar corrales con llamitas lanudas y acaloradas, echadas a la sombra
de verdes árboles de pimientos. Una calle larga atraviesa el caserío, al
final de la cual se encuentra el famoso "teléfono" de la compañía que
hizo rodar en el lugar ese comercial que permitió a los demás chilenos
saber de la existencia de Cachiyuyo. En la distancia, con el ritmo
acompasado y vibrante de la distorsión de las imágenes por el calor, se
ve una gran bodega o estación abandonada de ferrocarriles.
No
necesito decir que toda esta zona tampoco está ajena a la infinidad de
maravillas naturales que nos han acompañado: poco antes de entrar a la
famosa Cuesta Pajonales, por ejemplo, vemos nuevos matices de este
paisaje espectacular que se ha apoderado del desierto. Miles de
manchones amarillos se extienden hasta donde puede captar la vista sobre
las floridas superficies de los alrededores, y al fondo, en la línea
montañosa del horizonte, las copas de altos cerros parecen tragadas por
la humedad de una nube densa y lenticular, con aspecto de ameba gigante
engendrada quizás por los vientos costeros.
Más
nubes comienzan a apoderarse paulatinamente del camino mientras
ascendemos por la cuesta, al punto de que, ya en la altura, la espesa y
fría niebla obliga a los conductores a continuar el trayecto con
cautela, por la poca visibilidad y lo resbaladizo del asfalto que
culebrea al borde de los precipicios. Esto permite, sin embargo, poner
mayor atención a la increíble vegetación que se ha apoderado de las
alturas del sector antes seco a morir, pero ahora con plantas rociadas y
aspecto casi como de selva patagónica, esa de suelos siempre mojados en
los bosques del Sur de Chile, inclusive con plantas parásitas que
crecen como verdes telarañas sobre las otras. Y entre toda esta
enceguecedora neblina, a la lejos, se ve un frío e inocente disco solar
blanco, penosamente asomado entre la densidad vaporosa, hasta que
comienzan a aparecer las coloridas tierras despejadas de más abajo.
Y
ya cerca de la ciudad de La Serena, encontramos otra zona
increíblemente bella, atravesada por la Ruta 5… Es extraordinaria,
increíble e indescriptible. Si no sigo agregándole adjetivos, es porque
ya he abusado demasiado en este texto con los sinónimos de la palabra hermoso,
pero de veras lo son: aun para el más letrado lingüista, nuestro
español tan rico en conceptos descriptivos quedaría caduco al intentar
aproximarse siquiera al boceto de una belleza como ésa. ¡Ni siquiera las
cámaras de fotografía y video con que contábamos en nuestro viaje
fueron capaces de captar con fidelidad lo que allí había! La belleza
natural simplemente había desbordado a las capacidades técnicas de
nuestros artefactos.
Como
he dicho, bastaría la existencia uno de los lugares como estos en
nuestro viaje para justificar la totalidad de tan hermosa peregrinación
de la flores de la primavera en el desierto. Cientos, miles,
¡millones!... Sí: millones de flores que se extienden en tapices
enormes, divinamente grandes, de todos los colores imaginables,
sorprendentes incluso para mí que trabajaba habitualmente con colores y
tonalidades por mi profesión.
Flores
celestes acampanadas, buscando el Sol en el cielo de la tarde, cubierto
de una que otra nube intrusa y envidiosa. Otras azulinas y magentas,
que me parecen lirios o algo así; fucsias, blancas con aspecto de
estrellas, amarillas, anaranjadas... Campos enormes, arrancados desde el
jardín de Dios o del patio del Diablo, ya no sé a estas alturas. Acaso
se trate de nuestro “campo de flores bordado”, de los versos de Eusebio Lillo en la Canción Nacional.
Y
entre toda esta maravilla verde y floreciente, algunos pequeños
roedores silvestres corren asustados, mientras los insectos levantan el
vuelo o emiten sus extraños cantos de cortejo desde secretos rincones,
entre las plantas mecidas con la brisa de la respiración del desierto,
hoy disfrazado de carnaval.
Algunos
vehículos con más peregrinos se han detenido, y varios niños juegan
entre las flores, mientras me pregunto por qué esta maravilla debe ser
tan efímera, tan cruelmente efímera… Y luego me respondo que es
precisamente por eso que estamos frente a una maravilla lejos del mundo
vulgar y pedestre.
El
olor de las flores agitadas por Céfiro de nuevo nos cubre por completo;
se pulveriza sobre nosotros y nos impregna tiernamente, como lo haría
el fuerte abrazo perfumado de la mujer amada. Usualmente, soy un
alérgico a todo tipo de polen, pero la naturaleza del Desierto Florido
ha sido generosa conmigo en esta temporada: siento así cómo esos aromas
de la tierra emergen, encantan y seducen. Acarician los sentidos hasta
adormecerlos sobre cojines de plumas forrados en seda.
Es
algo casi curativo, sanador. Casi embriagador, también. Nos devuelve la
vitalidad y hasta alegra nuestra existencia por el tiempo que dure el
recuerdo.
¡Oh, mi Chile amado! ¿Cómo pagarte estos favores?
Recién llegados al famoso teléfono de Cachiyuyo...
En
un aromático campo de flores de colores blanquecinos, cerca de La
Serena. Cristián en el automóvil y yo atrás con una cámara grabadora.
PROFANO, UFANO Y MÍSTICO
Atrás
quedó ya la obra maestra de la evolución y avanzamos de vuelta en la
urbanidad. Unas horas más tarde, estamos en la famosa Recova, el
principal mercado popular de la colonial ciudad de La Serena.
He
decidido hacer una excepción a mi vegetarianismo de aquellos días, y
pido una paila marina en uno de sus locales comerciales del complejo
comercial junto a Pablo y Cristián, aunque debo recordarle a este último
que ya está casi sin dinero por sus tendencias al derroche y así debe
ser socorrido por nosotros con los gastos de estos últimos días de
viaje.
Hace
calor en esos momentos. Es otro día de prematura primavera o anticipo
de ésta. Desde un cómodo y sombreado balcón con vista a la calle,
saboreo mi plato sin quitarle los ojos al vehículo, pues el tipo que
está cuidando abajo los automóviles de los clientes se encuentra tan
borracho (celebraba, según él, que esa noche iba a tocar en la ciudad el
grupo musical "Los Jaivas") que resultaba más un peligro que una
garantía de seguridad. Lo veo pasar junto a sus demás colegas una y otra
vez portando una botella plástica con el gollete cortado a tijeras,
llena de piña picada gruesa y sumergida en un acuario de lo que parece
ser pisco. En esta región principalmente pisquera, mucha gente bebe este
destilado como si fueran bebidas gaseosas; equivale al vino pipeño en
Cauquenes o a la cerveza en Valdivia.
A
pesar de que La Serena no es una ciudad ruidosa, el sonido de la
urbanidad daña un poco mis oídos, tal como el olor de la civilización lo
hace a mi olfato. En los pasados días de aislamiento entre los campos
florales del desierto, me habitué al ruido del viento, al aroma de las
brisas pasando entre las flores. Las bocinas, los vehículos que
transitan por abajo, la conversación de la gente alrededor, el ruido de
los platos, los zapatos y los televisores son sonidos que se me han
vuelto desagradables en estos pocos días. Los olores urbanos también:
sin ser graves ni penetrantes, parecen agredir nuestra nariz aún
adormecida por los vergeles florales.
Cuando
nos vamos de La Recova, nuestro vehículo está rodeado por los ebrios
cuidadores, aunque intentan mantener la compostura y la falsa rectitud
al ver que nos aproximamos. Nuestro "encargado" está tan curado que no
pudo recibir mi propina y terminó sólo unos pasos más allá vomitando
litros y litros de esa cosa dulce que bebe tan alegremente, mientras los
demás le observan risueños y algo avergonzados... Afortunadamente no
soy escrupuloso, por lo que puedo aguantar la visión de un ácido y tibio
"postre" como ése, sin afectar el recuerdo de la sabrosa paila marina
que acabo de echarme en las entrañas allá en el segundo piso del mercado
serenense que da hacia el lado de calle Zorrilla, donde -a unos cuantos
metros- terminaba la época del famoso lupanar de Las Motores, todo un símbolo de la bohemia local.
Las
carcajadas por lo sucedido en el estacionamiento nos duran bastante
rato más. Marchando desde allí hacia la ciudad de Vicuña, al interior
del Valle de Elqui, recordamos con insistencia al tipo y su catarata
regurgitarte, con largas risotadas.
El
camino del valle ha cambiado bastante desde el último verano, cuando
estuvimos allí por vez anterior. Han avanzado enormemente los trabajos
de la construcción del Embalse Puclaro, afectando todo el paisaje y
cambiando de manera radical la fisonomía de estos parajes. Pueblos
elquinos como Gualliguaica y los caseríos bajos cercanos a El Tambo
desparecieron bajo sus aguas, debiendo ser trasladados fuera del
perímetro del tranque. Tiempo más tarde, tras períodos de sequía, han
vuelto a quedar al descubierto parcialmente algunas de sus estructuras
ruinosas y fantasmales.
Al
llegar a la casa de Susana, nuestra anfitriona del poblado de San
Isidro, cerca de Hierro Viejo y al oriente de Vicuña, comenzamos a
discutir quien grita el primer "aló" hacia el interior de la
casa. Es casi una costumbre este debate en todos nuestros viajes. Ella
sale con sus ojos entreabiertos, evidente señal de que dormía o reposaba
al momento en que la imprudentamos...
-
¡No puedo creer que estén aquí! -nos comenta alegremente, aunque su
rostro parece siempre afectado de una extraña expresión o rictus de
melancolía.
Susana
es una mujer adulta, pero con ademanes de alguien mayor aún. Luce una
cabellera increíblemente oscura, negra como el azabache y sin ninguna
cana, contrastante con una piel blanca y lozana, como la de aquellas
representaciones de ángeles de las catedrales antiguas. Es, además, una
mujer solitaria, silenciosa, extraña y a veces incomprensible, con quien
habíamos formado lazos de amistad durante el verano, cuando nos mostró
increíbles señales de generosidad y simpatía a pesar de que apenas nos
conocía en esos instantes. Su desprendimiento hacia nosotros lo
justificaba en la existencia de lazos espirituales que sólo ella
comprendía y que aseguraba existentes entre todo nuestro grupo de
amigos.
Pero
hay algo más: Susana pertenece a alguna sociedad de orientación
esotérica cuya identidad nunca hubo de revelarnos, aunque hizo algún
esfuerzo por intentar acercarnos a sus creencias y a sus ideas exóticas,
sin llegar a forzarnos o hacernos sentir incómodos. Convicciones en
donde pretendidos extraterrestres son llamados maestros, un sabio misterioso es llamado águila
y hasta dice tener contacto con un famoso mago de las tradiciones
populares medievales. Muy atractivo... Muy tentador, y muy propio del
tipo de cosas que uno suele encontrarse en el Valle de Elqui. Mas, todo
resultó quizás en un rotundo fracaso, porque nuestro horizonte era otro,
y cuando se cruzan cuerdas distantes, como en los planos
interdimensionales de un cuento de Cortázar, el conflicto se desata: lo
bello se vuelve burdo, lo divino se transforma en profano, y la grandeza
se convierte en un desfile de liliputienses; lo que ayer parecía perlas
pierde su brillo y lo que relucía como diamantes se vuelve cristales
quebradizos.
Hela
ahí, sin embargo, una Susana fiel a nosotros, inmensamente leal, a
pesar de las distancias y las diferencias. Lamentable sería el que sólo
una o dos veces más volviéramos a verla, superados por las realidades
tan dispares y las circunstancias de este atomizante mundo, para perder
todo lo que había entre ella y nosotros, en fechas posteriores.
¿Creerías que aún pienso en ti, mi amiga Susana, a pesar de que hasta
reí de tus palabras más serias en la complicidad de mis amigos, a pesar
de que no acepté tu ofrecimiento y a pesar de que sabía bien que mi
camino físico y metafísico inevitablemente chocaría alguna vez contra el
tuyo? ¿En realidad no sabías que esto iba a ocurrir, que las cosas iban
a terminar así, y que es más peligroso jugar con el fuego de otros
planos que con el fuego de esta dimensión, que quema, solamente quema?
El
Desierto Florido fue escenario de nuestro último gran encuentro con
Susana, pues los nexos comenzarían a decaer desde aquel momento, por
infeliz suerte. Prefiero recordarla como aquella tarde en las riberas
del río Elqui, quizás más por aquellas banalidades: con sus negros
cabellos un poco revueltos por la siesta e intentando recobrarse de la
sorpresa de vernos llegar volver tras ocho meses de ausencia. Es parte
de nuestra epopeya por el reino de las flores del desierto.
Una pequeña higuera crecía en el jardín de Susana. Ojalá, algún día, florezca para ella esa misma higuera.
Detenidos junto a la autopista. Cristián a la derecha y yo en el vehículo.
Cerros
del sector de La Serena, habitualmente rocosos y estériles, pero
tapizados de flores durante el fenómeno, en otra imagen de "Chile a
Color" de Editorial Antártica, publicado en 1981.
LA FLOR DEL ELQUI
Con
Susana marchamos hasta el costado de los cerros de Vicuña, por el
sector Norte, hacia donde parece emigrar todo el mundo acá en el fértil
valle agrícola. Han instalado allá su versión local de la Fiesta de la
Pampilla, en un paisaje carnavalesco muy parecido al que recuerdo haber
visto en mi infancia en el Cerro Chena de la Región Metropolitana, con
el famoso "Dieciocho Chico" de Fiestas Patrias.
Por
aquellos cerros llegamos en algún día de febrero en nuestra primera
visita a Vicuña, unos años atrás, intentando encontrar el lugar de un
supuesto avistamiento de "platillos voladores" con aparición de
alienígenas y todo. Nuevamente, otra típica historia de las que pueden
escucharse en el Valle de Elqui, con su fama esotérica y misteriosa.
Pero nuestra "expedición" acabó en una chabacanería absoluta, cuando
eliminamos el peso de las cantimploras y las botellas de agua, poniendo
en su lugar litros de pisco comprado a los convenientes precios de la
zona, además de una improvisada pasada por un decadente bar campesino
llamado “21 de Mayo”, para beber cervezas calientes y espumosas. Aún
recuerdo la dificultad con que descendíamos totalmente mareados por los
bordes de los secos cerros, casi como por un peligroso tobogán de
tierra.
Hoy,
este paisaje también está cambiado: enverdecido por las lluvias y tan
lleno de gente, que se nos hace irreconocible con respecto a cómo lo
vimos aquella bochornosa vez. Sin embargo, borrachos todavía hay allí y
ahora por cientos: las ramadas tocan indecisas sesiones de cueca y
cumbia; la gente pasea con jarros de chicha en las manos y, de cuando en
cuando, aparece tambaleando algún ebrio terminal, próximo a desplomarse
sobre el pasto.
Pese
a todo, el lugar es tranquilo. Muchas de nuestras amistades están acá,
casualmente casi todas ellas mujeres. Incluso nos encontramos con
algunas amigas de Santiago, como aquella que llamamos simplemente Cota,
que es visita frecuente de estos lados de la Región de Coquimbo.
Un
círculo de gente conocida comienza a rodearnos, de este modo, mientras
relatamos por ahora muy superficialmente algunas de las maravillas que
hemos visto hasta hace sólo unas horas atrás. Sorprendente, constatamos
que nadie acá ha salido a mirar los encajes florales que decoran la
región desde sólo unos kilómetros más allá... ¡Nadie de los presentes!
Vuelvo a repetirme la sentencia definitiva que tengo como patrón de medición de nuestra extraña idiosincrasia: el chileno no tiene idea del país donde vive.
Tan acostumbrados estamos a lo importado, a lo artificioso, que creemos
que la belleza y lo sublime sólo puede hallarse en lo que se oferta
como tal y no en lo que se busca. Por algo decía el jesuita Fray Manuel
Lacunza en el exilio, ya en el siglo XVIII, que sólo pueden saber lo que
es Chile “quienes lo han perdido”.
Por
cierto, a estas alturas nuestro fiel y probo vehículo se ve inmundo y
tiene un ruido raro proveniente desde uno de sus amortiguadores o de
alguna parte de la suspensión, como si hubiese una pieza quebrada. En
ese estado llegamos con él, un rato después, hasta la casa de nuestra
amiga Carmen. Como su inquieta familia cambia de residencia con tanta
frecuencia, cada vez que hacemos una visita debemos llevar un nuevo
papel con un mapa o los datos del domicilio para ubicarla dentro de la
ciudad. Como siempre, sin embargo, nos reciben allí amablemente, tal
como lo hace Susana, pariente directa de Carmen.
El fiel Nissan, esperándonos al Sol. Pablo al extremo derecho, yo más atrás.
NOCHE EN VICUÑA
Por
la noche, hemos decidido estirar las piernas sin más vehículo de por
medio y atravesamos el pueblo a pie, acompañados de nuestras varias
amigas presentes. Asistimos a un pub de pretensiones turísticas ubicado
frente a la plaza principal de Vicuña, ante la insistencia de nuestras
acompañantes. Es una vieja casona de estilo colonial o algo parecido,
arquitectura solariega bastante común en este lugar, cuyas viejas
habitaciones han sido adaptadas para un lugar de reunión más juvenil.
Mientras
bebemos unas cervezas y gaseosas, llegan más personas conocidas y de
pronto, los tres somos el centro de la conversación de una larga mesa.
Incluso nos observa desde otros sitios allí adentro gente desconocida,
la mayoría de ellos motociclistas que ha llegado en caravana a
presenciar fenómeno floral y que, literalmente, se tomaron Vicuña
aquella noche con sus ruidosos motores. Su atención se debe a que ellos
recién enfilan hacia la aventura de la que nosotros ya venimos de
vuelta.
Nuestras
amistades escuchan atentas los relatos y los intentos que hacemos por
explicar las características de los lugares en donde hemos estado estos
últimos días, entre reinos de flores mágicas, tal vez fantasmagóricos,
cuales espejismos y Fata Morganas que por el resto del tiempo dominan esos territorios.
Habría
pasado un rato cuando comienza a temblar el piso con una sonajera de
percusiones que me ensordecen y me impiden continuar conversando. Con
Pablo y Cristián nos miramos comprendiendo de inmediato la situación: es
una de esas "batucadas" que ya comenzaban a ponerse de moda por esos
días, con fantasías afros como la Capoheira y la Samba de performance,
en uno más de nuestros permanentes períodos de aculturización. Desde
algún lugar del local, alguien ha decidido colocar a estos
percusionistas para amenizar el ambiente con una ola de tarros que no me
permiten continuar conversando. A nadie de las otras mesas parece
molestarle, sin embargo, lo que me demuestra lo lejos que me encuentro
de ser el tipo de persona ideal para hacer de público permanente de
estos lugares a los que no frecuento, no aptos para asociales ni
misántropos. No puedo evitar recordar con nostalgia, allí mismo, las
mesas cojas de "Las Tejas" de San Diego, donde comenzó nuestro viaje: ese salón por el que paseaba algún artista callejero como el Huaso Egidio con su viejo acordeón, o bien un básico grupo de cumbiancheros pidiendo unas monedas en un gorro al final de cada sesión.
Desde
una mesa contigua, una mujer me observa constantemente. Es atractiva,
rubia y de rostro delicado según logro ver de reojo, pero su insistente
mirada comienza a incomodarme y a volverse desagradable a medida que
pasan las horas. El peso de esas miradas es como un elástico que a uno
lo tensa constantemente, obligándolo a volverse buscando la fuente.
Diría que a estos lugares, la mayoría viene a buscar pareja, pero me
parece que su interés también está en tratar de oír la aventura que
estamos contando con detalles: nuestro viaje por las flores. De ahí las
miradas atentas e insistentes.
La
persona que nos atendió vuelve con una cuenta inflada. Nos cobran una
botella de cerveza "fantasma", que nunca pedimos ni bebimos. Luego de un
rato de discutir, me inclino indignado en mi asiento y arrojó un
billete a la mesa haciendo saber con arrogancia mi molestia. Quien nos
atendía se retira en silencio, de seguro fastidiado por mis comentarios y
actitud, mientras Cristián observa risueño toda esta escena. Ésta es la
señal que necesitaba para irme.
¡La Noche, los Reinos del Nox no
se pueden gastar encerrados en un sitio sin magia, sin simbología, sin
enseñanzas!... Para eso está en ataúd, al final de nuestros días.
Meterse a él antes de morir es un acto vil y antinatural.
Terminamos
la noche de recorrido por Vicuña y de repaso de nuestra reciente
aventura, con la vuelta a la casa de Susana. Carla, una chica pálida, de
largo pelo liso grandes ojos negros y muy cercana a Carmen, ha
procurado estar bastante rato para estar sentada junto a mí durante esta
noche y hasta se permite la iniciativa de tomarme la mano mientras
caminábamos entre esas calles estrechas, delineadas por las viejas
murallas de adobe que hay hacia Hierro Viejo, varias de ellas en ruinas,
pasando entre caballos asustadizos arrancados desde algún corral y
caminando sobre espigas secas crecidas a los pies de paredes de adobe.
Ya
en la espaciosa casa de nuestra anfitriona, siento desde el living,
mientras comparto un trago con Carla, cómo Pablo -algo pasado de copas,
por primera vez en todos estos días- se agita y se ríe ruidosamente
entre la gran cantidad de parras del patio, como si le persiguieran
Cristián, Cota o los demás presentes en una alegre jugarreta.
Mientras
tanto, Carla y yo permanecíamos en la hospitalaria intimidad de esa
sala adornada con reliquias, antigüedades y con el ambiente de museo que
tanto gustaba a su dueña, Susana… No crean que pasó algo audaz, por
cierto, pero ahorraré detalles de igual modo. Todo esto era, quizás,
consecuencia del romance ambiental de las flores del desierto que en ese
instante impregnaban mi existencia.
Fotografía mía con patas de guanaco en color morado, la variedad más abundante.
ADIÓS A LAS FLORES
Ya
es la mañana del último día de toda esta travesía por un mundo paralelo
de corta duración. Le doy uno de mis ñapines a Susana, mientras le
cuento puntillosamente lo que fue mi camino para encontrarlo. Ella me
dice algo extraño al respecto: una de esas confesiones suyas de las que
uno no sabe si prepararse para echarse a reír en tono burlón o bien
asentir con la cabeza en la complicidad de una profunda y comprensiva
afinidad espiritual:
- Plantaré este cacto en un lugar especial. Los Maestros
siempre me han dicho que debo colocar muchos cactos por los rincones de
la casa. Son del tipo de plantas más receptivas y beneficiosas para un
buen ambiente como el que necesito.
¿A quiénes se refiere con los Maestros?
A veces, Susana me da señales de que se trataría de seres
extraterrenos; y otras veces, de entidades mediadoras, inexistentes,
ilusorias pero reales, habitantes del imposible y, sin embargo, están
allí, donde no se las creería presentes. Serían, en tal caso, como las
flores del desierto, o las legendarias flores de la higuera: milagros,
maravillas que existen en donde no deberían. La duda será para siempre.
Nos
despedimos afectuosamente, culminando nuestra breve visita al Valle de
Elqui. Debemos partir ahora hacia la realidad, saliendo de este sueño
floral para regresar al cemento y el asfalto capitalino.
Nos
dicen adiós como si partiéramos a un largo e incierto viaje; como si
fuésemos visitantes de otro mundo y de otra era, distinta al presente; a
su presente. A veces creo que lo somos: quizás provenimos de una realidad tan distinta que el contacto con la de ellos asusta.
Carmen
nos acompañará hasta La Serena, en donde estudia. Allá se despediría de
nosotros emotivamente, obligándonos a prometer nuestro pronto regreso.
Una
breve detención en la ya desaparecida tienda de papayas confitadas
"Duncan", cerca de La Serena en el sector de Algarrobito, nos permite
respirar por última vez los aires del valle del río Elqui. Es un lugar
muy bello, decorado con armas antiguas y leones de piedra que reciben a
los visitantes en un jardín secreto. Unos hermanos siempre atienden,
entre las que se encuentras bellas muchachas de ojos negros y piel
morena, con la típica belleza nortina, aun cuando nos han contado de
parte de su ascendencia nórdica en tono de infidencia. Precisamente, una
de ellas nos recibe aquella tarde.
Observamos
al Sol de la tarde refulgente, reflejado sobre el océano. El mar se ve,
así, prendido de un resplandor bruñido, como de bronce pulido. También
ha florecido, en cierta forma.
Saliendo
de Coquimbo hacia el Sur, el camino expone esos pastos verdes y claros,
con matorrales y manchones amarillos y dorados que nos despiden de esta
larguísima y demandante procesión.
El
atardecer nos sorprendería cerca de Los Vilos, en un extraordinario
nuevo campo de flores doradas, ahora de esas llamadas yuyos, que se
extiende kilómetros y kilómetros a uno y otro lado del camino
atravesando cercas de madera, caminos de tierra, arbustos y llegando
hasta las faldas de los lejanos cerros. Un par de caballos con las patas
perdidas entre las flores nos observan sigilosos, casi ocultos entre un
paisaje amarillo como el de los cuadros de Van Gogh, particularmente la
famosa obra titulada “Trigal con cuervos”. Camino allí por un pequeño
sendero polvoriento, y me interno unos pasos en ese campo majestuoso,
con millones de yuyos mecidos por la brisa crepuscular mientras
comprendo que mi aventura ya se acaba, con esta obra inmensa de la
naturaleza... Sensaciones inolvidables vuelven a quedar registradas en
mi banco mental, acompañándome hasta ahora, mientras escribo estas
palabras intentando retratarlas.
He
ahí el final de un viaje; la conclusión perfecta para una peregrinación
extraordinaria, mientras cae la oscuridad de camino hacia nuestros
hogares, en Santiago.
Las flores volverán a los desiertos de Chile cada vez que el capricho de la Gran Voluntad
desparrame sus lluvias sobre los desiertos más secos de la creación, y
los peregrinos de las flores volverán a ellos buscando sus propias
encrucijadas y revelaciones.
Pasaremos
en el tiempo todos los que alguna vez estuvimos allí, en los jardines
de Atacama, pero el Eterno Retorno se encargará de premiar la paciencia
de los futuros viajeros una y otra vez, repitiendo este milagro de vida,
de muerte, de espera y de resurrección. Y en nuestras tumbas, también
de vez en cuando, alguien dejará algunas de estas mismas flores,
reclamando el derecho a la eternidad: ese derecho que se ganaron las
flores del desierto, al descubrir el secreto profundo de la eternidad
cíclica.
Y
como las flores, algún día nosotros también volveremos hasta allá,
atrapados y empujados por la fuerza universal e imperecedera del
desierto florido en la preciosa perpetuidad de la sinfonía del devenir.
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