LOS JARDINES IMPOSIBLES: RECUERDOS DE UN PRIMER VIAJE AL DESIERTO FLORIDO

 

Imagen publicada en "Geografía de Chile" de 1955, de Elías Almeyda Arroyo.
Esta es la síntesis de la historia relativa a mi primer viaje al intrigante escenario del fenómeno del Desierto Florido, realizado en septiembre de 1997. He guardado por años este texto, pasando por distintos soportes, discos y respaldos... Creo que es hora de sacarlo de la oscuridad con algunos retoques, antes que desaparezca por algún accidente.
Como se sabe, el Desierto Florido es un prodigio que sucede en las regiones chilenas de Coquimbo y Atacama, a consecuencia de las intensas lluvias de asociadas al fenómeno meteorológico de El Niño sobre aquellos territorios desérticos famosos por ser los más secos y áridos del mundo, devolviendo la vida a bulbos, semillas y granos de cerca de 200 especies de plantas que germinarán en este evento floral único en todo el planeta.
El fenómeno ocurre aproximadamente cada dos a cinco años, y es atracción de viajeros, investigadores y científicos. El gran naturalista francés Claudio Gay tuvo que volver en 1840 a estas tierras para poder verlo, luego de un frustrado primer intento en 1831 en que la sequía no permitió las precipitaciones necesarias para producir las floraciones. Comienza como un verdor que aparecerá hacia julio y agosto, cubriéndose de flores en septiembre casi como esperando la primavera, por una feliz coincidencia hacia los días de Fiestas Patrias, casi como saludando el orgullo nacional. Las últimas grandes repeticiones del fenómeno han tenido lugar en los años 1983, 1987, 1989, 1991, 1995, 1997, 2000, 2002, 2004, 2007, 2010, 2011 y 2014, aunque hay quienes cuentan algunas temporadas que sucedieron entre estos años pero que, en nuestra opinión, fueron demasiado débiles y carentes del esplendor que caracteriza al verdadero Desierto Florido.
Lo que también comenzó como un viaje turístico de amigos, en este caso terminó siendo una profunda experiencia espiritual para los tres aventureros que allí estuvimos, cruzando las flores de los vergeles del Desierto de Atacama. He vuelto en otras ocasiones hasta esta maravilla atacameña, con temporadas mucho más espectaculares y hermosas que la descrita, pero valoro especialmente el recuerdo de ésta por haber sido nuestra primera andanza en la magia de los Jardines Imposibles.
Plano de relieve de la Región de Atacama, publicado por la Editorial Antártica ("Chile a Color", 1981). Lo llevamos en el viaje para reconocer las alturas de los terrenos por los que pasamos con nuestro automóvil, buscando las flores. Clic encima de la imagen para ampliarla.
Plano de relieve de la Región de Coquimbo, publicado por la Editorial Antártica ("Chile a Color", 1981). Muchas flores o variedades de ellas se distribuyen diferenciadamente o con alguna preferencia dependiendo de las alturas de los territorios. Clic encima de la imagen para ampliarla.
EL ZARPE
Odioso desafío es éste: intentar sacar a la luz un puñal forjado de memorias pero clavado en el más duro y sólido granito de los recuerdos.
Me pregunto cuánto de todo esto es exacto, o cuánto es idealización; cuánto es, además, consecuencia del encanto hipnótico del paisaje más que de la propia realidad.
En otra arista, han cambiado muchísimo las cosas desde entonces: cambiaron las ciudades que pasé en ese enorme camino, y hasta mi propio Santiago ha cambiado con dramatismo; también las carreteras por las que recorrimos tan melindrosamente aquellas comarcas encantadas… Yo mismo he cambiado, de hecho: quizás más de lo que hubiese esperado entonces. Mucho más, sin duda.
Empero, esa repetición ancestral del resurgir de las flores es inagotable: vuelve y vuelve por aquella misma ruta, una y otra vez, recordándome que éste es el mismo país de mis recuerdos de viaje, y no otro, por distinto que hoy luzca, y hasta por extraño y ajeno que a veces parezca.
Nuestro periplo comenzó un miércoles de septiembre. Había hecho un poco de frío durante la tarde, justo cuando llegó la hora de salir del trabajo desde las oficinas de una agencia en el pasaje Príncipe de Gales, frente al popular restaurante La Chimenea, en pleno Centro de Santiago de Chile. Era temprano, así que caminé tranquilamente hasta el célebre bar de Las Tejas, de la popular calle San Diego, para esperar a mis amigos Pablo y Cristián, quienes serían los compañeros de esta gran aventura.
Paseo así entre el estrés de una ciudad y las angustias impropias, mientras me siento prácticamente de tránsito en mi propio hábitat: en efecto, voy hacia el “zarpe” de un viaje de conquista, en un puerto sin fecha ni lugar, en una noche sin época. Todo me parecía etéreo, vaporoso y casi en perfecto punto de equilibrio, sin las habituales ansiedades de quien espera su tren o su barco.
Las revistas y algunos diarios en los kioscos han advertido ya sobre los temporales que barrieron grandes zonas del territorio chileno. Y en medio del caos, ha comenzado a renacer la maravilla del desierto florido en el Norte Chico de Chile… Hacia allá parto hoy, precisamente, empezando con esta caminata anodina hacia un clásico boliche del barrio San Diego. Pocos estamos dispuestos a esperar de tres a cinco años más para conocerlo. Hoy es el momento; hoy mi “zarpe”, en esos dulces días de la plenitud juvenil.
Los medios de comunicación le han dado como bombo al atractivo turístico del fenómeno floral del desierto atacameño, de modo que no hemos podido contener por más tiempo la tentación de conocer esas efímeras postales encantadas. Y esa noche era la noche para iniciar tal aventura, precisamente… Ha llegado el momento que por tanto tiempo ya venía provocando intensas esperas y desvelos… Y aún así, sigo presa de una extraña calma.
Por unas horas permanecí cerca de la barra, hojeando una mala revista que ha sido producida la agencia a la que acabo de renunciar para este viaje, cuyas faltas de ortografía y errores tipográficos acaban convenciéndome de que es mejor arrojarla a un lado. Me convencen también de la buena decisión que tomé al irme de allí.
Olores etílicos y penetrantes inundan el ambiente de fermentos de esta gran cantina, fundiéndose con los vapores de sabrosos platillos calientes de comida criolla. Por exceso de trabajo, no he tenido tiempo de probar un bocado desde las 10 de la mañana, pero aún siento que puedo mantener el ayuno: en lugar de comida, pido a uno de los mozos un gran vaso tipo caña de la especialidad de la casa: el famoso "terremoto", poderoso vino pipeño mezclado con helado de piña, fernet y un poco de licor extra, trago muy chileno cuyo extravagante nombre surgió espontáneamente en un conocido bar de la Estación Central de Santiago, durante los días que siguieron al fatídico terremoto de 1985, al compararse su indiscutido poder embriagante y mareador con el de una gran sacudida telúrica. Y conste que describo acá una época en que aún este experimento culinario resultaba relativamente novedoso, antes de adquirir la avasalladora popularidad que ha alcanzado en la sociedad chilena en nuestros días, especialmente para la temporada de Fiestas Patrias.
Pues bien: pasarían tres largos "terremotos" antes de que mis compañeros de viaje aparecieran atrasados en el vehículo y con la todo nuestro equipaje arriba, alegando haber tenido algunos inconvenientes para salir a la hora. Así las cosas, subí al automóvil sumamente mareado, en especial por el último de los "terremotos" pues el maestro de la barra lo había cargado con una dosis muy superior de licor que la habitual, en este caso de ron, sólo por generosidad y luego de conversar conmigo unas cuantas palabras mal moduladas. Debo haberle parecido un ebrio entretenido, según deduzco.
Así pues, creo que faltaban unos quince minutos para las 20 horas cuando ya estamos en la carretera: la Ruta 5 Norte, rumbo al milagro de los desiertos en flor.
Pablo conducía con su habitual concentración y mirada fija en las luces del camino, que se reflejan como carrusel en la palidez de su rostro. La autopista también lucía entonces dramáticamente distinta de lo que es hoy: más oscura, estrecha, algo sombría, como se verían acaso los caminos hacia las tramas de un misterio literario. Yo permanezco en el asiento del copiloto, intentando pasar el mareo provocado por nuestra folclórica coctelería nacional, mientras escucho el vozarrón de Cristián invadiéndonos desde el asiento trasero. Él parece ser el más entusiasmado de los tres y si quizás yo no estuviese tan accidentalmente pasado de tragos, también habría tenido su ánimo en esos momentos.
El Desierto Florido que nos aguarda es el eco de un pasado paradisíaco de este arcano país llamado Chile; un flashback hasta los días en que todo este vasto territorio era un santuario, quizás un Edén. Los habitantes de esta franja austral de alguna manera lo sabemos: esto es un milagro de vida, un testimonio infranqueable de los ciclos del Eterno Retorno sobre el devenir del mundo. Es una maravillosa anomalía, cual mito de flor de la higuera que se aparece en la Noche de San Juan a los crédulos. Es, en otras palabras, la presencia milagrosa del símbolo de la flor en donde se supone que no debería haberla; en donde toda experiencia y razón sugieren imposible su existencia.
Milagro divino o remolino evolutivo, he ahí hacia donde íbamos aquella noche: a la aridez de un desierto chileno que, sin embargo, cede con un esfuerzo de la naturaleza a su propia condena de infertilidad, quedando transformado en campiñas florales y paisajes oníricos, como emblemas corporativos y blasones de reinos imaginarios, de países de cuentos de hadas.
Más aún, un espíritu anónimo y colectivo parece bajar durante estos días del quimérico fenómeno encarnando los desiertos vivos, rebosantes de colorido. La gente de la zona incluso decora sus casas con algunas florcitas; los hoteles, hosterías, locales comerciales y hasta los centros de servicios para viajeros o servicentros se llenan de imágenes y de afiches alusivos al esplendoroso paisaje que explota afuera, en estallidos iridiscentes de pétalos y hojas.
Ha comenzado, una vez más, el prodigio del Desierto Florido en Chile.
Pequeña pero interesante ficha informativa de la Guía Turística "Turistel". Su contenido también fue parte del material informativo que llevamos en nuestro viaje.
TRAVESÍA EXTENUANTE
En aquellas fechas, no bien salía de la ciudad de Santiago el viajero, se encallaba casi de inmediato con súbitos tacos que esperan a todos los demás aventureros en nuestras precarias carreteras de entonces, como una nota de tensión casi necesaria más que habitual. No iba a ser ésta la excepción, por supuesto.
Al ver los endemoniados atascamientos de kilómetros y kilómetros de vehículos, como una doble serpiente de luces intentando morder el horizonte perdido en la noche, sólo cabía preguntarse hasta dónde llegaban las filas y cuántas horas más quedaban en el camino. Generalmente, la vastedad era respuesta a ambas preguntas.
Mas, para viajeros duchos y curtidos en estos dolores como nosotros a pesar de nuestras jóvenes edades de entonces, el enojo y la irritación pasaban rápido con el volumen de un buen cassette o incluso sintonizando la música chirriante de estática de una estación lejana, en la radio del vehículo.
La noche es iluminada por una magnífica Luna, en tanto, reflejada sobre los parabrisas escondidos en la noche y hasta donde se logra distinguirlos.
Cerca de las 22:30 horas aún estamos en esa situación engorrosa, pero había aprovechado de devorar el contenido de un pequeño envase con arroz graneado y arvejas que ha traído Pablo desde su cocina para cada uno de nosotros, gentileza de su madre.
Por minutos me parece, sin embargo, que este atascamiento no se diluirá más. Es como la sensación de los terremotos o temblores muy violentos: parece que nunca fueran a detenerse, aunque sepamos fehacientemente que sí deben cesar en algún momento. Más bien, esto semeja a la convalecencia, al acto de tener que esperar que una enfermedad y sus malestares pasen solos. Lidiar con el instinto que nos inclina naturalmente hacia la desesperación se hace difícil, tensionante y casi angustioso. Aquella tranquilidad y calma de la que podía pavonearme hacía unas horas, se esfumó en la inmensidad de la noche estrellada.
La orientación espacio-tiempo se extravía en esta clase de situaciones. No sé si estamos cerca de las localidades de Llayllay, o bien por La Calera... O quizás más allá, en el sector llamado Nogales. Es difícil saberlo. Moverse a bordo de un vehículo en esta oscuridad, con lapsos de lento avanzar y en el paso incontrolable del tiempo, produce algunos problemas a la brújula natural de cualquier viajero sin la pericia de los navegantes de ayer, capaces de eludir el naufragio en condiciones infinitamente más angustiantes que aquellas que esa vez nos acechaban.
Sin embargo, es de noche, y la noche es nuestra cómplice. Lo ha sido por largo tiempo ya. Eso nos reconforta y nos pone a gusto. Modestia a un lado, creo que estábamos -ya entonces- entre los más experimentados viajeros que en aquellas horas cruzaban esta zona del país. Además, esos tramos de la carretera eran, a esas alturas, casi como parte de nuestro vivir.
Al fin damos con una referencia clara ante los ojos: la cuesta El Melón. Abajo queda el túnel por el que pasan los temerosos y los impacientes en sus vehículos, minúsculamente visibles desde la altura. La cuesta es nuestra: espléndida, majestuosa pero, sobre todo, gratuita. Es la primera vez, además, que recuerdo haberla pasado a esas horas de la noche. Y sin filas infernales de vehículos casi detenidos, además.
Una espesa neblina se traga la visibilidad, produciéndole a los ojos sensaciones engañosas, de falsa seguridad al no poder distinguir entre la gris nubosidad las alturas de vértigo que recorre ese hilo vial por los cerros, del paso señalado en los registros con una fría codificación RE-47, en los mapas ruteros. Un pasillo más de esta gran casa nuestra, sin embargo.
Un gran camión con acoplado permanece detenido junto al borde del abismo escondido en la neblina, claramente con algún desperfecto, a juzgar por las sombras de unos hombres le rodean en la oscuridad, alumbrados con el amarillento fulgor de sus lámparas e intentado buscar algo que sólo puede ser una inoportuna falla mecánica. Me produce un vahído extraño ver cómo el gran vehículo doble está tan cerca del vacío, a más altura de la que el mareo soporta.
La niebla del exterior me inspira, sin embargo: lleva a experimentar esa extraña seguridad dentro de nuestro vehículo, en especial después de haber visto los pobres tipos del camión a la intemperie. Efectivamente, al interior del automóvil manteníamos un grato calor ambiental, no sólo el que emite la calefacción o el propio cuerpo humano: también lo lograban la música de cintas y nuestra probada amistad de viajeros habituales.
Así las cosas, por los cerca de 20 ó 30 minutos de viaje a través de la cuesta y en esas condiciones, uno se siente atrapado en la comodidad de su mundo, mientras que afuera del cascarón sucede una realidad diametralmente distinta a la que se disfruta en tan engañosa placenta.
Siendo medianoche, faltan aún 200 kilómetros de viaje... O tal vez más. Nadie lo tenía claro hasta que, unos minutos después, estamos detenidos en una de las gasolineras de los alrededores de Los Vilos, otro sitio donde ya se nos ha hecho una tradición parar a proveernos de algunas necesidades nuestros viajes, así como ocupar los servicios al viajero. Todavía no hemos visto alguna de las flores que yacen por allí escondidas en las sombras externas, pero queda mucho que avanzar aún.
Revisamos nuestro equipaje y me permito esta pausa para tomar mis primeras fotografías de la travesía, comenzando a notar de inmediato algunos problemas en la cámara que llevo, relacionadas con el fotómetro. Aunque en aquel momento no lo sabía, ésta sería la primera de una serie de fallas que detectaría en los días que siguieron.
La estación gasolineras y de servicios de Los Vilos está absolutamente llena de vehículos y viajeros, muchos de ellos infinitamente mejor preparados para este tipo de travesía que nuestro automóvil familiar, que haría las veces de todo terreno gracias a nuestra audacia irresponsable. Realmente, se notaba allí la imagen de estación de servicio con que se ha decorado esta clase de establecimientos, dedicando su negocio al completo abastecimiento del viajero más que a la sencilla venta de combustible. Es el lugar óptimo para permitirse un descanso, pues siento la espalda como un tronco, aunque me baja un tanto la misantropía al ver a tanta gente reunida en torno a la estación y en un enorme caos. Esto parece más bien la parada de una larga y agotadora procesión pagana... Y en cierta forma, lo es.
Un perrito negro y roñoso, típico quiltro chileno de caminos, se nos acerca rogando un poco de comida a Pablo y Cristián, que mascan compulsivamente sus arroces como si fuese un apetitoso banquete individual. Dentro de los iluminados locales de la gasolinera se ve gente devorando hot dogs, sándwiches y hasta platos de restaurante. Familias completas, parejas, viajeros de todas las edades y estratos sociales, saciando sus hambres. Nosotros, en cambio, hemos desarrollado a lo largo de tantos viajes por éste y por otros territorios del país, un gran control del apetito y, por sobre todo, un gran sentido de economía con relación al tiempo y a los gastos que genera un viaje largo. Eso lo he observado sólo en otros viajeros de carreteras experimentados, así que puedo presumir que la mayor cantidad de la gente que aquí se acumula hambrienta, son relativamente primerizos.
Hacia la 1 de la noche, estamos cerca de irnos y regresar a la ruta. De pronto, unos metros más allá, un tipo a bordo de una de esas grandes camionetas que estuvieron de moda entre la clase media y media alta de nuestro país por esos días, echando marcha atrás da un seco golpe a un vehículo familiar cuyos dueños -lamentablemente para él- estaban muy cerca, los suficiente como para detener un súbito intento de escape de la escena del crimen de este mal conductor. Mientras mis amigos comen sus arroces como cabritas (o popcorn, dirían los siúticos) en el cine, observamos el desarrollo de la extraña polémica, con peligro de golpes y hasta llegada de funcionarios de carabineros incluida.
- ¡Qué suerte que no nos tocó a nosotros -no puedo evitar comentar, mientras mis compañeros de viaje asienten con la cabeza -. Un pencazo como ese nos habría liquidado todo el viaje.
Variedades blancas de la pata de guanaco, vistas durante nuestro viaje.
Alfombras de patas de guanaco blancas y moradas, al costado de nuestra ruta.
EN COQUIMBO
Inesperadamente, Cristián ha sacado de un bolso una botella de pisco y entre los dos compartimos unos tragos para el frío y la espera, mientras Pablo, manejando, se limita a mirar y percibir los humores del licor con algo de celos, reprimido en su condición de chofer intachable. Por mi parte, accedo a probar un poco del espirituoso elíxir, pues hace un rato ya se me ha pasado el mareo de los “terremotos” y no creo que esto sea abusivo.
Gastamos el aliento etílico conversando largo y tendido sobre nuestra anfitriona al interior de La Serena en el Valle del Elqui: Susana, una hospitalaria pero misteriosa mujer que nos recibió también durante el verano y cuyo estilo de vida es bastante acorde a la imagen mística y esotérica que el turismo popular le imprime deliberadamente a esta zona de Chile, aunque ella es bastante rebelde respecto de esta fama metafísica que se impregna en el valle. Hablamos más bien de lo que nos sorprende en torno a ella y a su lugar allá en el Elqui, mas no de aquello que nos procura dudas o suspicacias. Preferimos comentar su forma de vida, sencilla, sin grandes ostentaciones, tan cerca de la tierra y de la naturaleza. Tiene allí todo para ser feliz.
Mirando detenidamente hacia afuera, puedo distinguir con dificultad -casi aguzando la vista- que entre los cerros macizos de la oscuridad nocturna se salpican manchas más blancas, como matorrales. Eran las primeras flores no habituales que aparecían fantasmalmente dentro de nuestra ruta, allí, ocultas en las tinieblas. Flores blancas, puras y escondidas, como el propio secreto del Desierto Florido en el trascurrir indetenible de los tiempos.
Habíamos avanzado suficiente en pocos minutos como para creer que ya entrábamos a tierra derecha, cuando apareció nuevamente, ante nosotros, un taco gigante de vehículos, peor que cualquiera de los atascamientos que habíamos visto con anterioridad. Grande al punto de que, de un momento a otro, nos vimos en la absoluta necesidad de detenernos por completo, con motor apagado. Eso nos permite bajar del vehículo y estirar las piernas otro poco antes de volver a dar con un lugar de parada, a la espera de que en esta carretera pueda volver a circular el tráfico, por ahora detenido como la sangre en las venas de un muerto.
Así, por segunda vez en la misma noche, desconozco absolutamente el lugar del viaje en el que nos encontramos... La oscuridad, el remolino de las horas y el propio cansancio confunden. Como dice una expresión citadina chilena, en esta noche nada claro hay "entre Tongoy y Los Vilos", salvo pequeños caseríos y caletas al final de caminos polvorosos y perdidos en la enormidad noctívaga. Los parques están del lado costero, y las ciudades al interior. La carretera ahí es sólo una estría monótona, más aún en la oscuridad y la lentitud de esos instantes.
Tras probar al límite la paciencia, encontramos por fin una carretera expedita, como quisiéramos verla siempre. Y así serían alrededor de las 4 de la mañana cuando las luces de las ciudades de La Serena y Coquimbo aparecen ante nosotros, como una colmena de brillos amarillos y lejanos; acaso un reflejo de la bóveda estrellada sobre la tierra rojiza de estas regiones. Flores encendidas en enjambres, entre la oscuridad de la noche coquimbana.
El área urbana se ve despejada, no así el rojizo cielo de lluvias pendientes que ha comenzado a extenderse con inusitada rapidez sobre nuestra ruta, negándonos los brillos estelares. Y decidimos, luego de mucho andar, establecernos cerca de la salida Norte de Coquimbo, por las cercanías de otra de esas estaciones de servicio que ya antes han acogido fragmentos de nuestros principales viajes por el Norte del país.
Ciudad colonial ayer saqueada por piratas o bucaneros, hoy es nuestra parada y hospicio… Nuestro refugio de viajeros.
No soy de los que disfrutan durmiendo dentro de un vehículo, ciertamente, pero quien tenga la costumbre de viajar grandes tramos y hasta altas horas de la madrugada sabe bien que la necesidad a veces se vuelve incontenible e inevitable. En algún lado, en algún lugar, en algún secreto sitio de esas tierras de milagros de vida, está nuestro destino, y el sacrificio de una noche parecerá sólo un detalle en el mapa que se traza con esta aventura.
Este era, entonces, el lugar indicado para iniciar una búsqueda, o acaso para terminarla... La flor de la inexistencia en sus jardines imposibles, podría esperar porque el peso de la noche, esta vez, nos ha vencido.
Un llano habitualmente árido y seco, aparece ante nosotros totalmente verde.
Pampa de Totoral totalmente florida, en fotografía publicada por "Chile a Color (Geografía)" de 1981, de Editorial Antártica. El paisaje está a la altura de los llamados Cerros Bayos, y al fondo de los mantos de flores de esta pampa se encuentra la Hacienda Castilla, cuya agricultura se sustentó en aguas de napas subterráneas.
HALLAZGOS DE VIDA
El frío de la mañana condensa nuestro aliento y empaña los vidrios, de los que cuelgan gruesas gotas de la lluvia nocturna por el exterior. Puedo ver a través de la película opaca del parabrisas un cielo sumamente nublado, que amenaza con nuevas agresiones de lluvias, como negándose a renunciar a la temporada de invierno del Hemisferio Sur.
Un viento muy fuerte agita con violencia mi cabellera enredada al descender del vehículo, y hasta parece herir mis irritados ojos aún medio dormidos, tan cansados por este corto y difícil sueño. Sin embargo, sopla con tanta fuerza que colabora en la recuperación de la lucidez, obligándome a volver en mí y olvidar si algo de cansancio me queda aún en el cuerpo.
Los azulillos, los tomatillos, las coronillas de fraile, las orejas de osos y esas florcitas blancas que inician la exposición floral del desierto de Sur a Norte, deben estar balanceándose agitadamente con ese movimiento de los vientos costeros. Nos esperan; las buscamos. El encuentro no puede esperar más.
Partimos al supermercado que se encuentra cerca de la terminal de buses serenense con la intención de comprar algo de comer y aprovisionarnos para lo que ahora se viene. Una hora después estábamos ya atravesando el puente de salida de La Serena rumbo al Norte, mientras devoramos improvisados bocados en el camino. Leche, queso, pan, jugos; cosas ligeras y rápidas son suficiente por ahora. Hemos venido a cumplir con muchos desafíos, sin duda, pero no con la expectativa de comer bien.
Paulatinamente, va mejorando ese día de tan incierto amanecer. Empero, aún corre afuera un fuerte viento y las nubes flotan amenazantes, indecisas sobre si vaciarse o no contra la tierra.
Pablo y yo conocemos bastante bien este sector de la salida de la ciudad, producto de nuestros muchos viajes anteriores, de modo que advertimos de inmediato la diferencia en el paisaje cuando la carretera se ha acercado al mar. Notamos que ese sector rocoso y de aspecto originalmente estéril, adornado la mayor parte del tiempo por cactos resecos sobre tierra áspera, ahora expone un inusual verdor que lo cubre hasta la corona de sus cerros, apenas más abajo de las abundantes bandas nebulosas que humedecen sus cimas. Y allí, entre esa cubierta verde que escondía la tierra otrora seca y arenosa, veíanse manchones de amarillos parecidos a los que logré distinguir en la oscuridad del camino durante la noche anterior, supongo que dedales de oro (esas florcitas que, se supone, trajeron los "gringos" de los ferrocarriles para decorar los costados de las vías) y otras como hadas fucsias que sólo en la imaginación hubiésemos creído posibles sobre semejante yermo. Eras nuestras flores; nuestras primeras flores nítidamente visibles. ¡Definitivamente, estaban allí!... Nuestro primer contacto con el objeto central de este viaje.
Por momentos, el paisaje se me hace desconocido y el verdor se extiende hasta la parte más alta de los montes costeros, como una alfombra colosal, majestuosa. Esto es como si la misma fotografía mental de mis recuerdos sobre esta zona, ahora me fuera expuesta retocada por un artista del paisajismo. Y no sólo del paisaje verde, sino que cada vez más colorido, más festivo. Más y más florido.
Al descender del vehículo, nos enfrentamos con todo un ecosistema impensado: animalitos diminutos corriendo nerviosos entre la biología vegetal, a veces peligrosamente cerca de nuestros zapatos. Intento sacarle algunas fotografías a estos paisajes y a esta fauna diminuta de lagartijas, roedores, arañas e insectos, pero los problemas de mi cámara continúan acosándome. Felizmente, Pablo y Cristián tienen mejor suerte con las suyas.
Sin una cámara útil, entonces, me concentro en el suelo por donde pasean raudos varios escarabajos negros, algunos con trazos o manchas blancas en sus caparazones y haciendo maratón en parejas, con el pequeño macho persiguiendo a una gran hembra, claramente para procurarse un apareamiento rápido y furtivo. Casi parecen saber que cuentan con un escaso tiempo, hasta que las flores se marchiten y desaparezcan sus jardines. A estos bichos creo que les llaman popularmente vaquitas, por sus tonalidades y diseños naturales, y huyen despavoridos cuando alguien proyecta su sombra sobre ellos, desapareciendo entre las plantas que hoy son su casa. Proporcionalmente, para ellos esto debe ser una enorme selva, habitada además por gordos lagartos que completan todo un microcosmos de vitalidad orgánica; un oasis bullente de vida minúscula, que existe tanto tiempo como puedan sobrevivir las flores del desierto.
Cristián me llama de pronto. Noto una fuerte emoción en su voz, casi infantil: ha recogido un curioso saltamontes de diseños atigrados y lo sostiene sorprendido por su tamaño y fascinante atractivo. Su textura es extraña, como el relieve de una piedra, supongo que por necesidades de mimetismo. Este tipo de criaturas me habrían parecido de veras inexistentes por esta zona de habituales piedras candentes, casi calcinadas al Sol. De pronto, sin embargo, el cautivante insecto le escupe un extraño líquido verde y urticante en las manos, y mi amigo lo deja caer con repulsión. Ha sido víctima de las trampas defensivas de esta naturaleza siempre victoriosa y salvaje.
Llega a ser difícil poder caminar entre estos campos florales de huilles (o huillis), celestinas y terciopelos, no sólo por el respeto que exige cada paso a estos bichos que la habitan, sino también por la propia necesidad de no pisar esas flores hermosas, que se mecen al viento soplado desde algún lejano e invisible suspiro universal, mismo que sólo hacía unos meses no levantaba de este suelo otra cosa que calor sofocante y puñados arena muerta.
En la distancia, Pablo parece embelesado por lo que descubre a cada tranco y gasta rollos y rollos de película para todo detalle de ese cuadro de ensueños que se extiende ante nosotros. Semeja un hipnotizado; un ser seducido, además, por el olor de las flores que impregna el ambiente casi como el perfume mismo de la fascinación humana. Olores suaves pero cautivantes, realmente indescriptibles.
Habría bastado esta sola sensación casi mágica e inspiradora para justificar todo este viaje y sus sacrificios.
Más bichos aparecen al paso... Un gran hormiguero asoma por allá, como una erupción de vida desde las entrañas mismas de la tierra. Tiene forma de un pequeño volcán y desde él entran y salen unas enormes hormigas negras cuyas solas mandíbulas empujan el temor de todo potencial intruso. ¿Cómo llegaron tan rápido estas hormigas hasta acá? ¿De dónde vienen? ¿O será que siempre están acá, como las semillas de las flores, esperando pacientemente una lluvia para emerger otra vez a la superficie, cada dos o cinco años? Esto me resulta un completo misterio… Un encantador misterio.
Un escarabajo meloideo o "vaquita" (Pseudomolos), en fotografía de "Chile a Color (Geografía)" de 1981, de Editorial Antártica. Estos insectos abundan en los días del desierto florido. Aunque de adultos viven entre flores, en estado larvario se alimentan de huevos de langosta y abejas silvestres.
Cactus copao, famoso en la Región de Coquimbo por sus sabrosas y suculentas frutas esféricas, rodeado de un colorido manto de pétalos morados y fucsias. Fotografía publicada por el portal de Emol.cl.
LOS DOMINIOS DEL COLOR
Estamos de viaje por países encantados de las flores. No lo duda quien ha llegado hasta allá, como nosotros. Mientras más paseo entre sus paisajes deleitosos, más me apresan y me aturden sus desenterrados tesoros. Ni siquiera esos pastiches con postales el paraíso en la tierra que reparten los folletos de los religiosos "puerta a puerta" logran a plasmar un acorde de la música silenciosa que estoy presenciando. No hay forma de representar una realidad rotunda que supera con tanta elocuencia todo talento pictórico o plástico.
Esto es como una bomba de coloridas plastilinas y acuarelas, todas mezcladas por el capricho enérgico. Flores amarillas, violetas y blancas se agitan expulsando hacia toda la creación esa exquisita fragancia, y olas de pétalos ondulan sobre el tapiz botánico, algunas de fuertes tonos anaranjados, especialmente los terciopelos y las añañucas. Uno que otro pájaro vuela entre ellas, a baja altura y como haciendo surf sobre sus océanos de iris.
Pienso, medito y observo… Quisiera que nunca terminara esa sensación de éxtasis. Esta caricia a todos los sentidos no tiene cotejo ni parangón.
Tras el andar a la deriva por los mares de flores, nos sentamos en los restos de una muralla de piedras, algo como un tambo o pirca, junto a un árbol bajo a un costado de la carretera. Poco después, al alejarme para tomar una imagen con la videocámara, descubro que forman unas líneas demasiado geométricas como para ser naturales o ruinas menores: aquellos eran en realidad los restos de una vieja casona, como tantas de esas que pueden verse en el Norte Chico de Chile, pero ahora en escombros que yacen medio sepultados por el barro arenoso del invierno sobre el que hoy crecían los campos de flores. Quizá -sólo quizá- aquél que fuera dueño de esta residencia en ruinas, se estableció allí motivado con el objetivo de encontrase habitando en medio del fenómeno que hoy presenciamos nosotros, en lo que fuera su lugar hasta hace, cinco, diez, cincuenta o cien años. Quién sabe. Poco puede deducirse de los restos que allí quedan.
Por cierto, un alto de textos, revistas y reportajes nos acompañan con nuestras provisiones y abastecimientos, todos ellos relacionados con el Desierto Florido. Cada fragmento de nuestro archivo trae alguna información útil a este viaje. Además, algunas ciudades adyacentes a estas comarcas saben explotar el fenómeno y han sacado guías especialmente producidas con el tema. De hecho, al entrar a los límites de la región atacameña, un enorme cartel presenta el lugar al viajero como el territorio “donde florece el desierto". Y las flores que observamos son las mismas de nuestros impresos y guías: no hay necesidad de mentira ni exageración en esta propaganda.
Siendo más de 200 las especies que pintan de color el Desierto Florido, podíamos reconocerlas claramente en nuestros catálogos y archivos. De las muchas a nuestro alcance en esos minutos, por ejemplo, vemos algunas violáceas como las patas de guanaco y los huilles, hermosas estrellitas amoratadas de seis pétalos y una infinidad de formas y dibujos. La naturaleza ha hecho alardes de creatividad extraordinaria en estos diseños.
Otras flores abundantes son propias de una planta que parece arrastrarse por el suelo caliente: crecen en forma de cuerno o trompeta y con un aspecto parecido al que he observado en los documentales sobre plantas carnívoras, sin serlo. Son las orejas de zorro, de colores oscuros pero cubiertas de una capa de pelos blanquecinos que corren en dirección hacia el interior de la flor, haciendo que las moscas que llegan a ella atraídas por su fuerte olor a carne descompuesta, caigan en esta trampa dificultándoles salir hasta que la flor se marchita y muere. Sólo entonces, las moscas y otros bichos salen volando cargados del polen de la planta, esparciéndolo entre las otras de su especie. Aunque no crece en praderas alfombradas como las otras flores que vemos, pudimos observar una gran cantidad de estos extraños ingenios naturales decorando el hermoso y alucinante Valle del Encanto, una quebrada cercana a la ciudad de Ovalle y declarada Monumento Nacional, donde el observador pasea y acampa contemplando grabados petroglíficos y otras muestras arqueológicas del año 2.000 antes de Cristo, presumiblemente de la misteriosa cultura de El Molle, en medio de una verde zona de camping cercada por la descollante belleza del paisaje y rodeada de cerros rocosos con formas primigenias.
Durante esta jornada, observamos también a la bellísima alstroemeria creciendo principalmente a los pies de los grandes cactos, como si se guarecieran intencionalmente entre sus furiosas espinas, buscando su protección. Estas maravillosas flores son especies herbáceas sin comparación: en su centro tienen colores amarillentos y suelen presentarse en muchos otros tonos con el lila por color dominante. Hay una variedad rojiza que la gente llama con el sugestivo nombre de mariposa de Los Molles, sugerente asociación que se debe a su notable forma y a la distribución de sus pétalos. Mientras más las encontramos, más nos convencemos de que procuran refugio entre los cactos de los cerros, tal vez cuando las alambradas de espinas atrapan las semillas diseminadas por los vientos. Os sugiero contemplar esta maravilla de nuestra tierra alguna vez en la vida: sólo mirándolas se tendrá un esbozo de la sinceridad de este consejo.
De las especies más populares y representativas en el Desierto Florido, destacaban sin atisbo de duda las extraordinarias añañucas amarillas y albas, cuyas flores se alzan sobre el suelo como campanas de duendes que buscaran saludar al cielo. En cambio las añañucas de color rojo crecen, según mi impresión, en zonas más altas que las variedades de color claro, especialmente en las laderas de los cerros y los costados de las cuestas cercanas a la costa. Su visión es una expresión de verdadera poesía flanqueando caminos de roca y senderos estrechos que invaden el paisaje agreste.
Los terciopelos, por su parte, son las coquetas flores que dan el grueso del color amarillento al espectáculo visual. Se acumulan en verdaderos racimos con forma de trompetas pequeñas, indescriptiblemente hermosas. Algunas otras variedades que observamos de esta flor tenían tonos de anaranjados y hasta marrones. Algunos lugareños las llaman también cartuchos, supongo que por su forma tubular.
Entre las flores blancas más abundantes, si mal no recuerdo dominan las postales los llamados carbonillos. Crecen cerca de ellos las malvillas y los suspiros de campo. Los azulillos, en cambio, vencen al clima en vastas zonas luciendo como tapizados florales de aspecto cianoso y de impactante atractivo cromático. No me extrañaría que correspondan a uno de los colores azules más cautivantes que la naturaleza haya concebido, luego de las esmeraldas y las turquesas. Sólo el azul profundo de la bóveda celestial en el Elqui y ese pedazo de su cielo que cayó sobre las minas de roca lapislázuli al interior de las localidades Combarbalá y Monte Patria, podrían comparárseles. Las crónicas coloniales cuentan que los indígenas locales llevaban grandes cantidades de curiosas piedras azules como regalos o trueques para los primeros españoles que llegaron a estas tierras. Estas flores son, quizás, el reflejo botánico de aquellas piedras misteriosas, hoy fundidas con el paisaje.
Orejas de zorro. Fuente imagen: veoverde.com.
Variedades rosáceas de la flor alstroemeria o mariposa de Los Molles, creciendo entre cactos costeros. Imagen publicada en el sitio Ecolyma.cl.
EL VALLE DEL HUASCO
Hemos sabido durante esta misma aventura, que una parte muy importante de las flores que engalanan al Desierto Florido crecen en los alrededores del cañadón del río Huasco, en la Región de Atacama. Necesitamos confirmarlo, por supuesto: somos cosarios de tierra buscando tesoros en imágenes. Nos enteramos también que, por la costa de esta zona, habrían ejemplares de la hermosa garra de león, que crece en colonias redondas de flores de un rojo fulgurante, pero lamentablemente cada vez más escasas.
A mayor abundamiento, la garra de león corresponde a una variedad muy particular de las alstroemerias, y fue catalogada cerca del año 1870 por el ilustre naturista de origen alemán Rodulfo Amando Philippi. Tal es su belleza que muchos coleccionistas la apetecen sin piedad ni consideración ética. Me recuerdan las flores de las plantas cardenales: colonias de florescencias menores agrupadas en una forma esférica. Hasta entonces, no habíamos visto ninguna de ellas, ni sabido de alguien que las haya encontrado en su tallo etéreo, como la punta de una vara mágica. Queremos hallarla, y partimos tras su huella. En algún sitio debe haber una garra de león guardando el secreto de su infalible hermosura. Nuestra intención es respetarla en su estatus de peligro de extinción, sin embargo, haciendo estricta obediencia a las guías turísticas que casi suplican no cortarlas. Sería un gran logro poder ver una de ellas y captarla con nuestras cámaras atrapando su imagen.
Camino a Vallenar se encuentra otra postal del paraíso: un mar ondulante de pequeñas flores amarillas y lilas que crecen prendidas a largas espigas oleando al viento. Un viento que ya circula tibio a aquellas horas, bajo el Sol que se asoma entre las nubes un tanto disipadas, cada vez más fundidas con el azul celestial. Vemos incluso algún solitario caballo que permanece pastando entre esta alfombra vegetal, suficientemente alta para cubrirle completas las estilizadas patas, viéndose así como si su cuerpo mutilado y espectral flotara sobre los prados.
Intento obtener las últimas fotografías del rollo, pero siento con horror mientras manipulo la cámara, cómo éste se corta dentro de la misma y me deja imposibilitado de sacarlo al aire libre y con la luz del ambiente. Eran, por supuesto, los días en que aún resultaba un lujo oneroso contar con una cámara digital como las que ahora son tan populares y accesibles.
Así pues, finalmente, luego de velar por accidente todo el rollo intentado rescatarlo, entro en un ataque de ira contra esta maldita cámara que tantos problemas me ha causado desde que la tengo y con particular crueldad durante este viaje. Monté en cólera y la destruí contra una roca que encontré entre las flores. La verdad es que la hice añicos, ante las risas nerviosas de mis acompañantes... Y unos minutos más tarde, quedaba abandonada dentro de una bolsa en la estación de servicio de la entrada a Vallenar. Fue el trágico y abrupto final de una difícil relación.
Son cerca de las 16:30 horas y sostengo casi como un juego cruel un trozo del lente de la destruida cámara, mientras observo a través de él este extraño paisaje en las riberas del río Huasco, camino hacia la costa del Pacífico… Un escenario vasto e imponente, sobre el cual el Sol deja caer sus rayos radiantes, aunque aún con lapsos de dificultad.
El sendero es sinuoso y a ratos en muy mal estado, aunque se percibe como un típico camino rural donde el asfalto nunca es extrañado durante un buen viaje. Por la tierra pasan corriendo esos mismos escarabajos negros que vimos poco antes, y son tan vistosos que intentamos esquivarlos cuando cruzan el sendero con su pequeña imprudencia, pasando temerariamente cerca de las ruedas del vehículo.
Hay algo de humedad allá afuera, y junto al río se elevan grandes cintas verdes con aspecto de juncos o totoras de ciénagas, como las que he visto también en algunas zonas de La Serena. Son suficientemente altas para tapar la vista del río abajo, cuyo escaso caudal permanece casi perdido dentro de este cañón que ha sido excavado por los millares de años en que ha corrido por él la corriente del Huasco, lleno de vida, y lleno de generosidad por la vida de otros.
Al llegar al sector de Huasco Bajo, pasando nuevamente por un caserío de calles parcialmente asfaltadas, nos desviamos hacia el Norte. Es la dirección en que, según suponemos con buenos argumentos, podremos encontrar algún ejemplar de la esquiva garra de león y otras de las flores más espectaculares de la temporada del Desierto Florido. A esas alturas, mi amigo Pablo hubiese vendido el alma al Diablo por una fotografía de la rojiza maravilla. Lo advierto por la obsesión con que la busca en el paisaje, inspeccionando cada rincón con la vista; esculcando fugazmente escondrijos aun cuando sigue atento a la conducción.
El camino hacia allá, sin embargo, es de aspecto mucho más rural y campestre que los anteriores. La civilización no parece haber llegado completa hasta esas zonas, a juzgar por las marcas del suelo, que se me figuran como de carretas viejas, tan viejas y tradicionales como las rejas de empalizadas que contornean la ruta a ambos lados.
Entramos a un sector entre los cerros aún sin volver a divisar el océano. A lo lejos, sin embargo, se ve una gran aglomeración de personas, vehículos y volantines. Nos asombra y confunde: ¿Qué será? Parece un espejismo causado por el aislamiento, sobre la altura de un pequeño cerro. Se veía cada vez más colorido mientras nos acercábamos, con muchas banderas chilenas, toldos pajizos y niños jugando, pero aún no identifico lo que veo.
- Es la Fiesta de la Pampilla en una versión local -me comenta Cristián mientras nos detenemos entre los innumerables vehículos que allí están estacionados-. Es la celebración más tradicional de las Fiestas Patrias por estos lados
- ¡Vamos, pues! –exclamo sorprendido- ¡Si hasta había olvidado que estábamos en plenas Fiestas Patrias!
Un gran tumulto entra y sale de los tendales instalados en el recinto. No obstante, la cumbia que suena desde sus ramadas y fondas está muy lejos de ser realmente folclórica, por mucho que se llene de banderitas chilenas en toda la decoración. Eso es muy típico de nuestra idiosincrasia, un poco hipócrita. Caballos, taca-tacas y el fuerte olor de los asados dominan el lugar; los niños corren jugando sobre los pastos que lo cubren todo, hasta donde da la visión, pasando entre las flores que pueden verse allí pues el lugar es más bien un momentáneo vergel gracias a la misma virtud de las lluvias pasadas que también llenó de flores el entorno. En lugar de este pasajero campo, además, encontramos miles de pequeños gusanitos negros que viven entre el pasto, como otra huella latente y palpitante de vida entre los reinos del Desierto Florido.
Ha sido éste el único sitio de nuestro viaje en donde verificamos que el hombre ha logrado superar en colorido al paisaje, y donde cientos de banderas y guirnaldas dieciocheras flamean con sus tres colores al viento atacameño. Las escarapelas se abren como flores de papel ante la mirada de un Sol de fiesta y festejo "a pasto verde", literalmente, para que los comensales bailen su cueca de zapateos mudos entre una y otra cumbia.
Estamos en Fiestas Patrias, por la huifa y ripios de caramba ay sí. Así que salud, entre los reinos de las flores… Nos hará bien esta pausa en el viaje.
Caballos pastando entre el verdor de los llanos, en 1997.
AÑAÑUCAS Y VÍRGENES
En dirección al Norte que estamos tomando, ha de encontrarse en los mapas el curioso poblado de Carrizal Bajo. Según nuestros cálculos, el lugar nos saldría al paso más o menos hacia el final de la luz que podrá ofrecer este día al viajero. Queríamos poner los pies, además, en esa famosa caleta que tan conocida se hiciera en los años ochenta, cuando se descubriera en ella un espectacular desembarco de armas para grupos subversivos que se habían propuesto derribar por la fuerza al Régimen Militar, en un proyecto que fracasó de manera estrepitosa y por circunstancias aparentemente absurdas, según se ha sabido después.
Camino a este lugar, por senderos flanqueados por añañucas amarillas, docas y los llamados borlones de alforja, se encuentran también unas cavernas naturales en la orilla del sedero principal. Este tipo de formaciones son relativamente corrientes en la zona, y fue justamente en una de ellas que los subversivos establecidos en Carrizal Bajo ocultaron las miles de armas rusas que habían ingresado al país. Las cuevas que se hallan al Norte del Huasco parecían formadas por derrumbes, y se veían bastante limpias e intocadas. Puede que sea extraño que haga esta última observación, pero de seguro si tales grutas hubiesen estado cerca de alguna gran ciudad, se habrían encontrado llenas de botellas vacías y probablemente hasta fecas humanas. Siempre es igual.
Frente a las cuevas rocosas de este sector se eleva una alta duna, sobre la que crecen las mismas flores que en todo alrededor, especialmente añañucas y terciopelos. Buscándolas entre los manchones verdes que brotan sobre las arenas y los muchos cactos, pasean mis dos amigos llegando hasta la punta de la duna. Cierta flor amarillenta extrañamente llamada Don Diego de la noche, tiene cierta preferencia por esas arenas costeras. Mis acompañantes trepan la duna entre ellas, y parecen dos niños felices; tan alegres y entusiasmados como aquellos que acababa de ver en la pampilla dieciochera, de modo que debo gritarles en tono de reclamo para que bajen y aprovechemos la poca luz natural que nos queda para completar este tramo del viaje. Poco consigo, sin embargo: el embrujo del paisaje los tiene absortos por un buen rato más.
El camino va bordeando las playas de este sector, más allá, con tramos de costas casi vírgenes en aquel entonces, milagrosamente ajenas a la basura y la mugre de los malos viajeros, aunque calculo que no por mucho tiempo pues ya en esos días se planificaba la construcción y mejora de carreteras costeras que pasarían por allí, delineando gran parte del litoral nortino. Por mientras, esto parece el sueño de un expedicionario: las playas son paradisíacas, con atardeceres de cuadro al óleo. La marea se ve increíblemente calma, bajo un cielo de sueños en los lapsos crepusculares próximos a las 18 horas de la tarde.
Los colores más rojos aquí no son de garras de león, sino proporcionados por una exquisita variedad de la flor de la añañuca, de color escarlata y a veces naranja rojiza, que crece orgullosa y arrogante sobre el arena. Es llamada, además, flor de la sangre por razones que parecen obvias a la vista, aunque los científicos la identifican como la Rhodophiala phycelloides.
La tradición popular explicó por largo tiempo y a su modo la existencia de esta bella especie floral. Una leyenda dulcemente recogida y descrita por el investigador Oreste Path, dice que en el sector conocido como Monte Rey (hoy Monte Patria) vivía una hermosa princesa indígena llamada Añañuca, que se enamoró de un minero con alma de viajero que pasaba por el pueblo buscando un tesoro. Él también se encantó con la muchacha, permaneciendo a su lado hasta que, durante el sueño, un gnomo le reveló el lugar en donde se encontraba su tesoro perdido, tras el cual partió con la incumplida promesa de regresar a los brazos de Añañuca. Nunca sucedió esto, y la doncella murió de dolor y soledad, esperando. Los lugareños la enterraron y esa noche llovió torrencialmente. A la mañana siguiente, toda la región estaba tapizada de esas flores rojas que vuelven a salir al final de cada lluvia, subsistiendo por el resto de la temporada de las camanchacas. Son ellas: las añañucas, cuyo atractivo sólo es proporcional al sufrimiento que les dio el soplo de vida según este bello mito.
La alfombra floral llega hasta el borde de la playa, señalando el límite de las mareas. En ellas pueden verse todos los colores y formas imaginables de la flora que convive con la añañuca: campanas, estrellitas, chispas y escobillas de colores. Muchas también tienen la descrita costumbre de crecer entre los cactos, a los pies de las rocas y de los matorrales. No vemos, sin embargo, la garra de león. En su lugar hay, si no me equivoco, ejemplares de las flores conocidas como lenguas de loros o la Chloaea bletioides de los científicos.
A todo esto, ya me llama mucho la intención el que tantas flores del Desierto Florido tengan nombres con referentes zoomórficos, casi como lo hacían en estas mismas zonas las culturas Diaguitas y El Molle en la inspiración de las formas y alusiones de sus artesanías: pata de guanaco, mariposas de Los Molles, orejas de zorro, lenguas de loro, etc. Hay allí, quizás, algún ancestral impulso o un arquetípico recuerdo totémico de adoración zoológica, similar a la que se desprende de los cultos originarios.
Tal vez, todo esto no sea más que sólo el fulgor de inspiración de los hombres que han sucumbido a la grandilocuencia de la naturaleza, por estos reinos maravillosos.
La hermosa flor añañuca, en imagen publicada por sindramas.cl.
ENTRE MAREJADAS NOCTURNAS
Y la garra de león, en tanto, ¿dónde está? Esta flor sí que se está volviendo inexistente, aunque me ha permitido un pequeño golpe de suerte: buscándola afanosamente en el borde costero, he encontrado por accidente un sitio en donde abundan los ejemplares del cacto copiapoa, la Copiapoa delbata o de Carrizal, de forma redonda como tambor y que crece a poca altura del suelo, con colores claros y espinas cortas. Está en serio peligro, tal como la misma garra de león, y -hasta donde recuerdo- sólo lo he encontrado antes con esta abundancia en un pequeñísimo tramo de la Ruta 5 Norte camino a Copiapó; en ninguna otra parte la he vuelto a ver  con estas mismas concentraciones de especímenes.
Una de las especies de la copiapoa fue descubierta por Philippi, llevando su apellido. Como es el mismo descubridor de la garra de león, sentimos que, al menos "semánticamente", estamos cerca de ella. Su hallazgo fue hecho precisamente en el sector de Carrizal Bajo, por lo que nos aproximamos al escenario de grandes eventos científicos.
La noche cae más rápido de lo que hubiésemos creído, empero, y esta vez nos sorprende en un momento muy prematuro del viaje, cuando ya estamos llegando a lo que queríamos dar por destino de esta jornada. La oscuridad ya se ha posesionado de todo el paisaje exterior y de cada uno de sus rincones. Las olas revientan en la mediana distancia, susurrando un canto de brisas marinas que lleva miles de millones de años, sonando ininterrumpidamente en esos territorios perdidos, como una melodía de Génesis haciendo ecos eternos en las Eras del tiempo sin tiempo.
El pueblo, allí ante nosotros, tiene un aspecto terrorífico, aguzado por las tinieblas de Atacama. Parecía estar sumido en un apagón o algo parecido, bajo la oscuridad más absoluta, como si no hubiese iluminación pública alguna. Y no sólo eso: durante todo rato que paseamos por sus calles, no vemos personas, sino uno que otro perro asustado con la presencia de tres extraños.
Esto ocurre, por singular contrasentido, en dichas fechas de flores y festejos patrióticos. La razón se halla allí misma: la gente de Carrizal Bajo prefiere marchar en masa hacia el interior de la región, a celebrar las fiestas como mandan las ansias, dejando tras sí el aspecto de una caleta abandonada, con las ventanas tapadas y las fachadas de las casas irreconocibles. Sólo encontramos algunas almas al entrar a un viejo y oscuro almacén, para comprar algunas cosas y preguntar si, efectivamente, estábamos en Carrizal Bajo y no en un pueblo fantasma que durara sólo unas cuantas horas hasta antes de que vuelva a salir el Sol, o peor aún, en un delirio de nuestra imaginación alborotada por el cansancio y la estimulación floral.
Confieso que pocas veces he vuelto a tener una sensación tan extraña como la que experimenté allí esa noche, donde sólo el ritmo de las marejadas nocturnas interrumpido por los ladridos de perros invisibles e imaginarios llantos de espantajos, cortaban ese silencio funerario  del pueblo. Su vetusta iglesia de belleza siniestra e intimidante marcaba la entrada a la caleta y desde su interior, con aspecto de antiguo monasterio olvidado por la humanidad, salían algunas luces de fulgor ígneo, como de velas o antorchas. Ni una sola figura de carne y hueso se observa dentro; sólo las ánimas incorpóreas del paso del tiempo y del aparente abandono.
No sé si sería por el estado de nuestros nervios y los engaños de la inteligencia perturbada, pero aquella vieja construcción se veía entonces realmente terrorífica, como una mansión habitada por espectros del recuerdo. Hermosamente temible, mejor dicho, como el escenario de un cuento de Poe.
Mientras recorremos este lugar arcano, nos encontramos de pronto en una superficie texturada bajo nuestros pues, como de minúsculos adoquines oscuros. Avanzamos por esa calle y llegamos súbitamente a la orilla de un negro océano. Alcanzamos a detenernos casi encima: un metro más nos habría costado una caída en esas aguas negras.
No sé cuánta profundidad pueda tener esa parte del borde costero, pero en la oscuridad la percepción varía y lo que es potencialmente peligroso adquiere dimensiones monstruosas de amenaza consumada, exageradas por la sobreexcitación de los sentidos.
- Nunca había sentido tan encima la noche –comentó en aquel momento Pablo, mirando la majestuosidad del infinito como si éste amenazara con desplomarse sobre nosotros. Mas, no tuve comentario para contestar su intento de iniciar una conversación y romper el tenso silencio.
Sin embargo, aquel episodio no sería lo más atemorizante que los asechaba aquella larga, larga noche de septiembre.
Cuevas y grutas naturales al Norte de Huasco, por el camino costero.
Añañucas amarillas que encontramos por las dunas del camino a Carrizal Bajo.
PERDIDOS EN LA OSCURIDAD
Volvemos con proa hacia la Ruta 5 Norte por el camino que bordea la Quebrada de Carrizal. Tendremos que recorrer unos 50 kilómetros, según conjeturo. Pero del sendero rural sólo encontramos los restos medio visibles de lo que éste fue alguna vez: durante el último invierno, continuos aluviones y barriales de infierno literalmente hicieron desaparecer el camino que, a ratos, se nos pierde de la seguridad de los focos y de la propia vista, incrementando la comezón de la angustia.
Seguimos en esta penosa pero extrañamente sugestiva marcha por largas horas. De cuando en cuando, un salto del camino permite que las luces alumbren al horizonte tan extraviado como nosotros: hacia la llana vastedad del paisaje, que se ve barrido por el desastre hasta donde llega el brillo eléctrico de nuestros focos.
No estamos en cualquier parte: esta es la zona cuyos terrenos debiesen pertenecer al Parque Nacional Llanos de Challe, otro de los vergeles paradisíacos y verdaderos símbolos del período de Desierto Florido, pero también escondido ahora de nuestra humana percepción entre las tinieblas nocturnas.
De vez en cuando, un pequeño riachuelo de aguas exhaustas cruza el camino -o más bien dicho, el sendero- de lodo seco que orienta nuestra ruta. Cristián baja constantemente del vehículo a verificar si nuestro inapropiado modelo de ciudad será capaz de cruzar por esos hilos fluviales, pues el camino ha llegado a un punto en que no puede ser peor, obligándonos a avanzar con una desesperante lentitud y redoblando las precauciones para cuidar la muy baja parte inferior del automóvil, expuesta a golpes contra los lomos de tierra y las enormes rocas que se nos aparecen como burlándose de nuestras ya suficientes aflicciones.
Mientras más recorremos, más claro nos queda la magnitud del desastre que aquí tuvo lugar, casi como un viaje hacia la intimidad más sombría y diabólica de la madre naturaleza, la misma que tiene el talento de llenar los desiertos de flores, por extraña paradoja de creación y destrucción simultánea. La oscuridad es tan grande que ya podemos asumir con toda seguridad que estamos perdidos, sobre todo cuando recuerdo las muchas veces el camino parecía bifurcarse sin señalización ni indicaciones, por lo que debíamos continuar confiando en nuestra ambigua e imprecisa intuición de viajeros.
Curiosamente, al tiempo de suceder esta extraña parte de nuestra aventura, la brújula que llevo siempre conmigo en los viajes largos estaba totalmente loca, girando sobre sí misma como lo haría un tocadiscos. ¡Ni el magnetismo terrestre está con nosotros!... Completamente abandonados a nuestra suerte, entonces.
Continuamos atravesando rocas y barro seco en la profunda oscuridad salpicada por manchones de cactos y flores ocultas en la vera de este sendero. Cerca de una hora más tarde, sin embargo, justo frente a nosotros, comienza a aparecer una imponente y reluciente Luna, lejana sobre las moles oscuras de las sombras de las altas montañas, revelando un paisaje arcaico, en una impresionante postal arqueozoica. Estamos bien y aliviados, sin embargo, pues su aparición frontal indica que nos dirigimos en dirección correcta hacia el Oriente, con el mar a nuestras espaldas. Algo de tranquilidad vuelve a la cansada tripulación de este pobre y sobreexigido vehículo cruzando los parajes atacameños.
Cada vez que bajo la ventanilla, confirmo que extraño ya ese olor de las flores que nos habían acompañado en la mayor parte de este día agónico. Veo entre las sombras algunas plantas más, como matorrales que han crecido sobre el barro seco, pero las flores aquí no se encuentran de manera tan fácil como en otros segmentos de nuestro viaje.
Creo adivinar mi encanto con tan lúgubres momentos: toda esta situación se me figura como estar siendo testigo de las primeras noches de la vida en la Tierra, y digamos que con un paisaje de otra época, de la Noche de los Tiempos para parafrasear a Lovecraft y a Barjavel. De hecho, hasta esa Luna medio asomada en espectaculares nubes doradas sobre el cielo nocturno, semeja un extraordinario paisaje antediluviano, en el que parecemos estarnos introduciendo como exploradores locos o suicidas.
No recuerdo ni deseo recordar cuántas horas más de seductora penuria pasamos en esa jornada, buscando retornar a la carretera y a la civilización. Es el precio que se paga, quizás, en el Desierto Florido: la cuota por el derecho a ver el paraíso con ojos indignos, con miradas profanas.
A ratos, la angustia nos crece como en la de esos extraviados en el desierto que se encuentran de bruces con un esqueleto calcinado y pulido en el suelo, en un anticipo de su inminente destino. Quizás, esa misma clase de señal o símbolo nos hizo el encontrar, junto al camino, las ruinas de lo que fuera antes una pequeña aldea o algo así, totalmente destruida ya, al punto de que mientras nos detenemos para mirarle iluminándola con los faros del vehículo, nos cuesta reconocer las formas de lo que alguna vez había sido una arquitectura organizada. Ese lugar debía ser Canto del Agua, un antiguo caserío usado como estación de la desaparecida línea férrea que bordeaba el mismo camino que ahora llevábamos nosotros y por el cual ya no se veían rieles ni durmientes, sólo memorias perdidas y fantasmas de la nostalgia esperando el paso del tren perdido.
Nada de vida se observa ya; ni rastros de civilización. Nada... Completamente abandonados, me repito en la cabeza una y otra vez.
Inesperadamente, a lo lejos y luego de mucho nuevo andar, vemos unas esperanzadoras luces distantes, presumiendo que se trate acaso de una ciudad o poblado. Al acercarnos lentamente, vamos cambiando de opinión y llegamos a pasar por su lado descubriendo que se trata de una enorme planta con aspecto tenebroso: un recinto con grandes y ruidosas máquinas que se mueven solemnemente en la lejanía, entre miles de luces propias. Sin embargo, lo hace como si todo allí estuviera automatizado, y no se asoma ni un homo sapiens en todo el sector. En los edificios, a través de las ventanas distantes, se alcanzan a ver los interiores vacíos, ausentes de toda silueta humana asomándose un segundo siquiera por ellas. El conjunto parece más bien una base extraterrestre, una ciudadela de ciencia ficción.
Los planos camineros nos confirman que trata de la planta minera Los Colorados. Semeja a esa ciudad fantasma de Tololo Pampa, que en la leyenda local se aparece a los viajeros perdidos en estas comarcas, para luego volver a desaparecer... Y no sólo eso: ya estamos cerca de la Ruta 5. Un fluido intangible de alivio llena el interior de nuestro vehículo desde aquel instante.
Tras dejar atrás aquel consolador indicio de civilización, por fin encontramos la carretera y llegamos a la ciudad de Copiapó, el ancestral oasis de la epopeya minera argentífera iniciada por Juan Godoy.
Pese a la extenuación y el agotamiento, le hemos ganado a la inmensidad. Y, después de todo, esta complicada y angustiosa travesía nocturna ha sido también parte de las maravillas impensadas de este viaje.
La esquiva y atesorada garra de león, también llamada mano de león en algunas zonas, en fotografía publicada en la página web de la Fundación R. A. Philippi. Denominada Bomarea ovallei por los científicos, ha sido depredada de tal forma por coleccionistas y malos viajeros que está en peligro.
UN CACTO MISTERIOSO
Volver a la urbanidad nos regresó también a nuestro tiempo, a nuestro mundo real, pero imbuido del fenómeno natural en el que nos hallamos como visitantes y peregrinos.
Era temprano ese bello día en pleno período Fiestas Patrias y la luz de la mañana nos revelaba que todo se hallaba vestido de una verdadera fiesta floral en la ciudad: los locales comerciales lucen enormes pósteres alusivos al fenómeno que observamos y en las dependencias de atención al público de la gasolinera hay cuadros fotográficos delicadamente enmarcados, con maravillosas fotografías de las variedades de formas y colores que ofrece el Desierto Florido, del que ya hemos sido testigos privilegiados.
Aquí en Copiapó, el período floral es más notorio incluso que el tradicional convencionalismo decorativo de las fiestas de la Independencia en que nos hallamos. Las flores han desatado en toda esta zona una verdadera devoción de fe. Son, además, el reflejo de la llegada de la primavera hasta aquella ciudad y región que tanto presume con su frase “donde el desierto florece”.
Esto parece más bien el ambiente de una gran fiesta o carnaval religioso local. La gente decora sus casas con algunas florcitas; los hoteles, restaurantes y servicentros se llenan de imágenes ilustrando el fenómeno. Todo pareció adquirir colores nuevos: los azules se ven más azules y los rojos más rojos. Y todo cobra vida, de alguna forma: llegan esos insectos que parecen extraviados en la región y hasta los cactos en los cerros antes resecos de la zona aportan lo suyo, con magníficas florescencias rojas o blanquecinas, quizás de entre las más hermosas de todo el reino vegetal y que, entrando en verano, se convertirán en sus suculentos frutos, algunos apetecidos por su sabor como es el caso del llamado copao, muy popular en el Valle de Elqui.
Allá pues, entre nuestros turnos ocupando las duchas de otra estación de servicio, Cristián y yo caminamos hasta un local de recuerdos de la zona a unos pasos del sitio donde estamos aparcados. Es uno de esos típicos puestos de souvenirs para turistas, atendido por una mujer más bien joven y muy simpática que ofrece, entre otras cosas, artículos como minerales de la región, cristales naturales pulidos, llamas en miniatura y figuritas de bronce. Caigo tentado en el impulso de comprar un par de fósiles de las serranías de la zona: un trozo de madera petrificada y una blanca roca con huellas oscuras de lo que alguna vez fue una planta parecida a un helecho; quizás el equivalente a las flores que aquí crecían hace millones de años y que no necesitaban entonces esperar el paso completo de tres a cinco calendarios para ver la luz tras una temporada de lluvias.
Cristián compra algunas piezas de estas coloridas piedras pulimentadas y de tan hermosas tonalidades que, por un segundo, veo fugazmente en este viaje otra inesperada maravilla cromática pero que no está directamente relacionada con las flores. Sin embargo, a pesar de que la muchacha nos hace algunas rebajas mientras atiende a otros viajeros, advierto que mi amigo y cofrade se ha desmedido en sus gastos, quedándole sólo unos cuantos billetes para terminar el largo camino que aún nos queda. Creo que su probada fama de seductor y su necesidad de complacer con recuerditos de viajes a los corazones juveniles que le esperan en Santiago, están perjudicando su más delicado sentido de economía de andariego.
Hace mucho calor, y el cielo copiapino tiene un intenso azul. Es un buen estado climático para proponerse partir hasta el sector de Totoral, ilusionados aún en la posibilidad de contemplar flores aún más espectaculares que las observadas hasta ahora, algunas sumamente esquivas con los viajeros a causa de su peligrosa escasez.
La referida localidad se ubica poco más al Sur de Copiapó, pero alcanzarla debemos acercarnos nuevamente hasta las playas erosionadas por la hostilidad del clima cálido combinado con la frialdad de la Corriente de Humboldt. Playas rocosas y de aspecto prístino, ahora convertidas en vanidosos jardines gracias a la inclemencia de la cálida Corriente del Niño y sus lluvias generadoras de fuerza vital.
La etimología se enreda un poco en estas cosas. La versión oficial dice que los pescadores peruanos de Paita habrían colocado el nombre de "El Niño" al fenómeno de aguas cálidas en alusión al Niño Jesús, realizándose incluso procesiones al respecto... Sin embargo, es inevitable preguntarse si el curioso acontecimiento tendrá que ver más bien con alguna asociación a un niño orinándose tibiamente sobre aguas frías, como efectivamente sucede con esta corriente cuando transita por las aguas casi heladas del Pacífico y desencadena las precipitaciones que llegan a ser feroces y castigadoras. Alguna vez hemos escuchado esta misma versión de boca de un profesor.
Por otro lado, en Punta Totoral hacia donde pretendemos dirigirnos, tendremos que pasar necesariamente por la quebrada del mismo nombre. Allí se suponen refugiadas otras maravillas botánicas vistas por sólo unos pocos. Entre ellas están algunos de los últimos ejemplares del cacto llamado ñapín, pequeño pero hermoso, productor de flores blanquecinas también únicas en su atractivo. Está cerca de la extinción, encontrándose -según se sabe- únicamente en éste lugar y en la Quebrada de los Choros, entre otros puntos muy específicos de la región, casi en el límite de misma. Ambos sitios principales están separados por cerca de 150 ó 200 kilómetros, lo lleva a concluir que el pequeño ñapín, o Neoporteria napina de la ciencia, alguna vez fue relativamente abundante en todas estas comarcas ahora llenas de flores, aunque hoy esté en inminente peligro y reducido a sólo esas dos concentraciones territoriales aisladas entre sí.
Parte de la culpa en la tragedia del ñapín puede tenerla la mano humana combinada con su propia e inherente belleza, pues los coleccionistas de cactos a veces lo solicitan pagando altas sumas por él. Y yo, que también coleccionaba cactos en esos años, ni siquiera había visto alguna vez un ñapín y hasta tenía mis dudas de poder reconocerlo, pero podía al menos identificarlo en imágenes: semeja un minúsculo tambor armado por algo como una coraza de glóbulos como escamas verdes en su tallo, de cada una de las cuales explota una estrella de espinas cortas.
Tenía la fuerte esperanza de encontrarlo, en esos momentos… Y, felizmente, la suerte no me frustró.
Un pequeño ñapín, en imagen publicada por fpa.mma.gob.cl. El bello cacto es otra planta nativa chilena amenazada por coleccionistas y por la destrucción de su hábitat.
PASEANDO POR EL EDÉN
Corre un viento atacameño suave y tibio, que mueve en interminable coreografía a las alfombras de flores fucsias que hay en todo este paisaje. Semejan un reflejo en el suelo de la misma danza perpetua de las olas, como si esa armonía se excediera del límite marino y pretendiera extenderse hacia tierra firme cumpliendo con algún extraño principio de energías naturales dominando estas comarcas.
Creo distinguir cómo aparecen entre ellas algunos grupos de pensamientos y lirios de campo, no lo sé con exactitud, que también cargan de perfumes seductivos este ambiente idílico. Otra vez el paisaje nos atrapa y nos aplasta, como una enredadera trepadora apoderándose de una escultura hasta hacerla invisible.
Desaparecemos por entre estos escenarios florales como los conejos y palomas de un gran mago cósmico. Y constato allí, casi disuelto en este entorno, cómo han crecido verdaderos campos de terciopelos amarillos y anaranjados, que parecen las pinceladas de un óleo divino. ¿Cómo puede perderse este espectáculo la mayoría de los habitantes de este país ingrato y desagradecido, que prefieren salir a los balnearios de otras tierras lejanas desconociendo los pequeños y nada onerosos detalles con que contamos, como éste que tengo ante mis ojos?
El recorrido por el valle y sus costas cautiva por la elegancia rústica de sus praderas multicolores. Mirar estas postales en vivo es siempre como la vez primera: sobrecogen y provocan una potente inyección de asombro al alma.
Cristián cae en la compulsiva fiebre: la del fotógrafo eufórico. La había controlado un poco más que Pablo, pero no pudo resistirla más, y lo entiendo. Probablemente, si mi mala cámara no estuviese hecha añicos, estaría en el mismo frenesí por atrapar estas imágenes para el papel fotográfico. La mera memoria no basta para retener el golpe rotundo de encanto que acá se experimenta, entre los jardines del desierto.
Esta zona es básicamente de vastas llanuras en esta época floridas, como el Llano de Hornillos y el de la Jaula. La lejanía y placidez del horizonte acentúan más aún el embrujo de los paisajes, donde las llamadas patas de guanaco o doquillas, de hojas gruesas y carnosas que algunos ingenuos confunden con especies de cactos, elevan tupidas flores moradas desde pequeños roqueríos y manchando de a miles los vastos terrenos que se extienden ante la vista. La escena se pierde en la mirada hacia la cordillera de la costa, mientras algunos niños juegan con sus padres entre ellas, distinguiéndose diminutos en la distancia, como las figuritas de un diorama animado.
Junto al camino y hasta donde llega la vista, huilles violetas y azulillos comparten espacio con otras pequeñas florcitas semejantes a estrellas abiertas de color celeste, de aspecto muy frágil de cristal o porcelana, recordando esas flores intocables descritas en los cuentos de María Luisa Bombal. Se expanden en la perspectiva siguiendo las sinuosidades y caprichos de la geografía, destacando con su uniformidad las formas casi sensuales de la misma.
Unas plantas de hojas carnosas y de textura acerada se retuercen por el suelo con sus propias colecciones de pétalos. Otras minúsculas flores albinas salpican matorrales verdes como si fueran espejismos de nieve, acompañadas por una extraña planta baja cuyas ramas serpentean por el suelo rematadas en otra flor de cinco puntas, muy grande y puntiaguda, de un fuerte color amarillo que casi hiere las retinas. Hay más florescencias que ya he observado antes y en otras temporadas: crecen en las ramas izadas de alguna planta y comparten, simultáneamente, colores amarillentos y albos, pero con pétalos de una textura también muy delicada, parecida al más fino terciopelo o felpa. A sus pies, cubriendo las arenas en sus tupidos grupos, se alzan otras que se me figuran como un amarillento girasol enano, entre las alfombras de lila y blanco llenos de lisonja y orgullo.
La ruta a Totoral por estos colchones gigantes de flores, sale desde un lado de la carretera principal hacia el poniente. Es un camino viejo y rural que continúa bordeando la Quebrada de Boquerón y, mucho más adelante, la Quebrada de Totoral propiamente dicha. Muchos de los caminos que se desprenden de uno u otro lado de la carretera en este sector, lo hacen bordeando un río o una quebrada. Eso, sin embargo, resulta en un beneficio para el turista, el viajero y el caminante, pues es en torno a los hilos de agua, por pequeños que puedan parecer, que la vida se desarrolla en el bajo Atacama, exponiendo así sus más bellos paisajes.
Vemos unos burros que pastan tranquilamente abajo de la quebrada pantanosa, entre las plantas de tallos más altos. No sé de dónde salieron, pues hasta parecen ser el resultado de la misma generación espontánea que ha soltado escarabajos, abejas, saltamontes y hormigas por este desierto.
Allí, observando los animales en el agua, subí a una pared rocosa para lograr una mejor vista del lugar, y descubro de pronto que es una roca con mucha pirita dorada, esa que con mucha razón ha sido llamada oro de los tontos. Casi paso por tal... Casi. El Sol brilla con destellos similares a los de este falso oro, sobre los miles de granos incrustados en la blanca roca; una variedad ilusoria de flores, flores fantásticas, o bien flores de luz.
Pero aún queda viaje pendiente. Lo recuerdo de súbito, cuando escucho la voz de mis amigos exigiéndome regresar para retomar el viaje tras esta parada.
Matorrales floridos en nuestro camino. Atrás, Pablo toma fotografías.
Llanos de flores del desierto en imagen de "Chile a Color" de 1981, Editorial Antártica.
LA ALDEA DE TOTORA
La localidad de Totoral ha sido, por sobre todo, un sitio labriego pero siempre asombroso y enigmático, cuyo origen es tan antiguo que se pierde en la lejana oscuridad de tiempos precolombinos. Existe acá incluso un antiquísimo cementerio indígena, testimonio del increíble pasado que arrastra este misterioso lugar.
La abundancia de la totora que da nombre a este pueblo y a varias otras toponimias de la zona, se nota en la primera mirada a sus viejas, viejísimas casas y murallones de barro. Incluso los lugareños venden artesanía típica de la zona que -como se podrá adivinar- es principalmente de material de totora.
Una pequeña pero hermosa plaza nos obliga a acercarnos con un hechizo mágico y placentero, pues entre sus tupidos árboles que sin duda han crecido allí sin control, se alza al cielo maravillosamente azul una vetusta iglesia, de esas que parecen estar cayendo a pedazos con el retumbar de cada paso. Cerca de acá, además, una antigua piedra sacra consagrada a antiguos cultos indígenas, marca el sitio más ancestral de toda la aldea.
Es sorprendente la cantidad de puntos de atención que puede encontrar el visitante en unas pocas cuadras de este caserío de dos calles principales. Su subsistencia depende especialmente de las aguas que brotan de napas subterráneas alimentadas por los hilos hídricos de la quebrada... En cierta forma, es un pueblo con la fragilidad de las propias flores del entorno.
En tanto, Cristián comienza a tener los mismos problemas con su cámara que detonaron mi reacción final del día anterior. La máquina fotográfica que carga es de la misma marca que la que destrocé a golpes: de una compañía rusa ya desaparecida, famosa justamente por la mala calidad de sus productos. ¡Claro!, si pertenecía a los tiempos de la tiranía bolchevique, no cuesta imaginar al pobre e inexperto obrero que la construyó con la punta de un AK-47 en la cabeza mientras un matón le pone prisa.
En su esperanza de salvar el rollo evitando velarlo, Cristián pide que lo encerremos con su mala cámara en la oscura cajuela del vehículo, donde permanecería un largo rato tratando de rescatar la película, para guardarla a puro tacto dentro de un pequeño frasco negro. Pasamos las maletas y bolsos al interior, sobre los asientos, y cumplimos con su petición. Sólo esperamos que en este día tan caluroso, éste no sea su último deseo allí encerrado en el maletero de un vehículo.
Mientras él realiza su acto Houdini, Pablo y yo seguimos recorriendo algunas de las antiguas construcciones del lugar, empezando por la iglesia. Las paredes y hasta las rejas exteriores son de totora y madera; un pueblo que representaría la fantasía de un pirómano, quizás. Las calles están ligeramente decoradas con adornos alusivos a la temporada, pero casi se pierden entre la primacía de los colores grises y marrones del elemental paisaje urbano. Algunas banderas, sin embargo, se agitan al viento colorida y tranquilamente.
Según calculo por el aspecto de los mapas carreteros, el caserío está a la entrada de la Quebrada de Totoral, allí en donde se encuentran los cactos ñapines escondidos entre trincheras de flores. Ya hemos visualizado parte de la quebrada y de su cargado arroyo que, a ratos, deriva algún brazo hacia el camino muy básico que recorre esta parte de la geografía nortina. Sin embargo, acá se tiene la impresión de estar más cerca de una tierra de pantanos bajos que las cercanías litorales del Norte Chico de Chile.
Finalmente, regresamos al vehículo y sacamos a Cristián del portamaletas luego de completar un recorrido por el lugar. Sale de allí por completo sudado, medio asfixiado y enceguecido tras tanto rato cautivo de su propia desesperación, manipulando cámara y rollo fotográfico en la oscuridad. Empero, ha logrado salvar sus imágenes: un premio a esa paciencia y perseverancia suyas que yo, particularmente, no tengo.
La corriente de la quebrada está crecida, según confirmo mientras avanzamos por ella hacia el litoral, pareciendo más bien un río que nos escolta, permanentemente a nuestra derecha. En algún momento del camino, éste se interna en el cañón penetrando por una amplia boca de la quebrada, en otro de los hermosos cuadros paisajísticos que pueden verse en esta parte de la región tapizada de vergeles gracias al fenómeno de marras.
En una parada, me di tiempo para subir a otro pequeño cerro de la quebrada. Busqué intensamente algún cacto que tuviese apariencia del tan apetecido ñapín, pero no había ninguno a la vista… Nada. Sólo las flores alivian mi curiosidad.
Mi última esperanza de encontrarlo se esfumaba, pues la quebrada continuaba sólo hasta un poco más allá, disolviéndose con el terreno costero. Sólo habían grandes cactos de cerros y las flores de ensueño, mas no ñapines... Hasta temí que ya estuviese extinto, cumpliendo con los peores pronósticos que se han hecho sobre la especie.
Totoral en septiembre de 1997, con banderas preparándose para Fiestas Patrias.
Interior de la pequeña Iglesia de Totoral, como lucía en septiembre de 1997, pleno período del Desierto Florido. Su aspecto ha cambiado mucho desde entonces.
PEQUEÑA CONQUISTA
Penetrando más decididamente por la amplia abertura de la Quebrada de Totoral, se da con un camino tan pedregoso y poco visible que casi se pierde de la atención de quien lo transita. Y allá lejos, hacia el otro lado del sendero, alcanzo a distinguir también a otro grupo de peregrinos viajeros que nadan en el cauce de lo que ahora era más bien el río Totoral, considerando el volumen de sus aguas. Están junto a un vehículo todo terreno, pero dentro de un sitio de acceso tan difícil que realmente no me explico cómo llegaron allí. Ni soñar con intentar lo mismo en nuestro carro familiar.
El cielo sigue luciendo su semblante prometedor y despejado, salvo por unas cuantas nubes ligeras que no consiguen aplacar el calor solar. Sin embargo, el camino se vuelve progresivamente malo conforme nos acercamos hacia la costa. Al menos la vegetación floral de esta zona, coronada por plantitas de hojas rojas y flores amarillentas, alienta a continuar la travesía. Las acompañan esas flores compuestas de pétalos amarillos, y otras azules muy parecidas a los terciopelos, pero de otra especie distinta.
Sigo frustrado con el asunto del ñapín. La historia de la garra de león también se me repetía y eso no incitaba al mejor ánimo, digamos. Los momentos del viaje pasan como episodios de una maravillosa pero efímera historia con poco tiempo para escribirla. Momentos que, con toda seguridad, serán únicos y no volverán. La oportunidad de volver a salir tras estos tesoros naturales se hace distante y difusa, entonces: es ahora o nunca. Un titubeo más me costará marcar con otra nota de frustración parte de esta inolvidable aventura, hasta la próxima temporada de Desierto Florido.
Se acercan las horas del atardecer. El cielo azul va cediendo gradualmente al color crepuscular del fin del día y el Sol se sonroja otra vez. La percepción se va haciendo confusamente lenta y rápida a la vez, cuando se está en un viaje de estas características y en estas horas de tránsito. Todo depende de lo que vaya apareciendo por el camino. Por lapsos, así, el sentido del tiempo se perturba y se enmaraña.
Fue en la Caleta Pajonal, ya junto a las playas de arenas suaves, cuando caminé hasta el interior del camino costero observando las muchas flores del paisaje, entre las que sin duda destacan las hermosas añañucas ya comentadas. El mar resuena a mis espaldas y una suave brisa acaricia la piel con sensaciones simultáneas de calor y frío. Su repetición somnífera nos inserta otra vez en un ritmo secular de tiempos perdidos, arcaicos y primigenios… Esas épocas sin épocas.
Repentinamente, veo que entre las añañucas y casi a ras de suelo, crecían pequeños cactos globulados sospechosamente parecidos a los ñapines que busco... Al menos a los que he visto en fotografías e ilustraciones. Fue enorme la agitación que sentí al descubrir que se trataba de ellos, pero mermaba un tanto cuando me entraba la razonable duda de que la vista y el entusiasmo no me engañaran. Costó convencerse, pero era cierto: uno de los secretos objetivos de este viaje, aparentemente, estaba siendo cumplido pese a todas las posibilidades en contra.
Pequeños, tímidos, con un atractivo indescriptible y un misterio propio: así es esta especie vegetal. Efectivamente, la zona en que los encontré no está registrada en los catálogos ni las referencias botánicas de existencia del ñapín, de modo que he procurado mantener silencio de la ubicación precisa de este lugar y a ratos e intentado olvidarla yo mismo. Esto será un secreto entre el ñapín y yo; un juramento.
Me permití recoger del suelo un par de ejemplares que estaban en evidente mal estado y al borde de expirar, pues el viento y los pasos de los escurrimientos de agua de lluvia habían desenterrado varios de ellos, arrastrándolos y luciendo marchitos o moribundos junto a unos manchones pedregosos del suelo rocoso, donde les sería imposible sobrevivir. No interfiero la normalidad de la naturaleza ni desato progresiones de efectos en cadena como la mariposa de Bradbury, pero a varios de los ñapines desenterrados los volví a colocar en tierra. Me siento comprometido con esta planta. También dejo libre mi conciencia.
A partir de ese momento, dos pequeños ñapines, tomados de los moribundos que habían sido arrastrados hasta el borde del camino, continuarían acompañándome en el resto del viaje dentro de vasos plásticos a modo de maceteros.
Revisando frenos y ruedas en la Quebrada de Totoral, ese año... Hoy me pregunto cuántos más habrán sido capaces de meter autos familiares como éste entre cañones y quebradas de Atacama.
LA PEREGRINACIÓN
Otra imponente quebrada suele aparecérsele en el camino al peregrino de las flores de Atacama. Semeja la marca hecha en seco por la punta de un cuchillo gigantesco sobre el terreno, por la zigzagueante mano de Dios. La única forma de pasarla es contorneándola, pero nos detenemos regularmente a observarla y fotografiarla sorprendidos.
A pesar de que, en mi caso, he visto este lugar en algunas postales o imágenes sin saber a cuál correspondía exactamente, no deja de asombrarme que estos espectaculares sitios se encuentren en mi Chile y sean tan poco conocidos... Quizá sea mejor que permanezcan así, aun cuando este relato saque risas en unos cuantos años más, desde el momento en que los insensatos hayan llenado estos sitios sacros de la geografía con trazados carreteros y autopistas licitadas.
Al final del largo y serpenteante cañón, brota una enorme extensión de tierras enverdecidas: jardines de los que sobresalen sólo dos misteriosos cerros o lomas gemelas… Dos peñones bajos, rocosos e idénticos entre sí, que parecen mirar el mar como dos enamorados congelados en su fascinación con la vastedad del atardecer nortino.
Y al costado de esta geografía única, se encuentra la hermosa Quebrada de Palmira, ese sublime enclave floral que tengo en una vieja fotografía que me acompaña, tomada de una publicación del Instituto Geográfico Militar en los años ochentas. Me emociona conocer, por fin, un lugar del que sólo tenía noticias por una imagen impresa... Y me recuerda esa leyenda de esta zona, sobre un valle de flores malditas, que tienta a los viajeros a penetrar en él seducidos por la hermosura de su extraña vegetación, pero conduciéndolos sólo hacia la muerte.
Por el último tramo de playa nos observan algunas pocas familias o parejas que también han llegado a este retirado sitio como viajeros, acampando en un pequeño sector de arenas frescas, todos ellos con vehículos muy apropiados para haber arribado a estos parajes. De hecho, me parece que nos observan incrédulos de que hayamos podido llegar hasta acá en nuestro citadino automóvil, cargado a tope y con tres indolentes a bordo.
Sin embargo, la sombra del infortunio nos vuelve a atacar sólo unos minutos después, al comenzar a caer rápidamente la noche por esos terruños también de apariencia prehistórica e intocada.
Hemos tratado de seguir los infernales senderos señalados en el mapa carretero, desde Caleta del Medio por entre la llamada Sierra Pinuno y la Quebrada de Palmira que aún no lograba ver con claridad desde nuestra ubicación. Es muy sencillo describir en abstracto nuestro plan de avance, pero cuando nos encontramos de frente con una compleja red trazados apenas visibles sobre el suelo agrietado, toda la teoría se va por el resumidero. Creo que, exactamente como hacía un día atrás, nuevamente estamos en apuros... Perdidos. Esa es la palabra
Tras largas horas, la oscuridad vuelve a imponérsenos y ya no me queda duda alguna de que otra vez estamos extraviados por nuestra propia audacia y temeridad... ¡Y el mismo camino parecía tan sencillo en los mapas!
En un momento, al principio de esta parte del viaje, Cristián hizo detenerse a una familia que paseaba en un buen vehículo para consultarles si ésta era la orientación correcta para volver a la Ruta 5, a lo que respondieron positivamente. Sin embargo, con el pasar del rato nos hemos encontrado con varias rutas laterales y caminos derivados, marcados como insignificantes senderos polvorientos que pueden ser la diferencia entre seguir extraviados, extraviarse más aún o, finalmente, recuperar el camino. Y de la Quebrada de Palmira, mejor olvidarse. Se quedó atrás con las garras de león y el santuario de ñapines.
Ha avanzado la noche, y no puedo engañarme. Sabemos que estamos perdidos en tiempo y espacio, nuevamente. La tiniebleas combinadas con el polvo del camino confunden y alteran la percepción, y así nos hallamos en otro vortex; un vórtice dimensional... Y cierta creencia del folclore atacameño habla de terroríficas manos negras que se aparecen en el horizonte a los perdidos, a veces en la noche y ofreciéndose en tamaños colosales, así que quizás hasta recibamos este macabro saludo.
- ¿Cuántos kilómetros nos estaremos desviando? –pregunto, en un momento, pero nadie responde.
Cuando ya nos parece estar relativamente cerca de la carretera, un vehículo se aproxima en sentido contrario: una vieja camioneta que hacemos parar con casi desesperadas señas. Nos advierte su conductor que debemos seguir este mismo camino para llegar a la Ruta 5, nuestra salvación, y es lo que hacemos. Sólo entonces vuelve la tranquilidad a nuestro vehículo.
Salimos a la carretera encontrándonos en los últimos instantes de nuestro cuasi naufragio con varios otros vehículos que parecen proceder desde distintos lugares de la zona y que han enfilado por este sendero matriz, convergiendo allí como en un embudo.
Para nuestra increíble sorpresa, hemos salido al Norte de Copiapó, casi 20 kilómetros antes de su entrada septentrional, por encima del famoso paso de la Piedra Colgada con el enorme y amenazante peñasco que da nombre al lugar al costado del camino. Eso significa que nos hemos desviado más de 50 kilómetros de la ruta original, y por caminos fantasmales... ¿Era esto en verdad un vórtice, como bromeamos en algún instante de cansancio? Si uno quiere ser aventurero e irreflexivo, no puede hacer menos que acostumbrarse a este tipo de inconvenientes que son parte de la andanza. La noche sobre el paisaje agreste, nuevamente, me ha dejado en claro su poder y su dominio sobre nuestro destino.
Horas después, camino a Vallenar y casi en el cruce mismo de la carretera sobre el río Huasco, una patrulla de carabineros nos obliga a detenernos y le cursan una infracción a Pablo. En efecto, venía a exceso de velocidad, ganándose el primer castigo por infracción de su vida. No recuerdo a cuántos kilómetros iba, pero no era mucho por sobre lo permitido. Afortunadamente, lo tomó con humor y nosotros también: por un largo rato el ambiente se llena de burlas y chistes sobre su deshonrosa caída como conductor.
En Vallenar, en tanto, encontramos poco ambiente dieciochero al llegar. Bien por un lado, pero nos complica el hallar una ciudad tan lánguida y dormida en plenos días de fiestas.
Lo último que recuerdo de aquella larga jornada, es ver a Pablo jugando con un oso de plástico en miniatura que encontró de regalo dentro de un paquete de bocadillos chatarras, mientras se lamenta del parte que ha recibido hace sólo un rato.
- Bueno... -comenta en tono irónico y resignado- Por lo menos me gané un osito.
Hermosa imagen de la Quebrada Corriente de Palmira, cerca de la Hacienda Castilla, publicada por "Chile a Color" de Editorial Antártica, en 1981. Por años, esta fotografía me sedujo e inspiró a viajar al Desierto Florido hasta que, en 1997 y llevándola con nosotros, por fin pude estar allí, aunque el sector de Palmira ya no ha vuelto a tener el esplendor de aquellos años y que se ve en la imagen, según nuestra impresión.
Cerritos del sector de Palmira hacia la costa, tal como se veían en 1997.
LEJOS DE TODO
Por la mañana, asoma un día espléndido, con un Sol dorado acuñado sobre ese cielo permanentemente azul; azul intenso, como si el propio mar se hubiese invertido y derramado sobre la bóveda celeste.
El comentario obligado de este nuevo día siguen siendo las circunstancias de la multa que le han cursado a Pablo y una serie de bromas derivadas de lo mismo.
Poco más abajo de la localidad de Domeyko, en nuestra ruta, está el mítico caserío de Cachiyuyo, popularizado por el comercial televisivo de la publicidad de una compañía de telecomunicaciones y que acabó creando un dicho popular alusivo al pueblo.
Curiosamente, el pesado cartel de bienvenida a los viajeros en Cachiyuyo y que se lucía escrito en varios idiomas, había caído arrastrado por las mismas lluvias que hicieron florecer el desierto. Es un lugar típico de ese sector de nuestro país, por lo que sin duda está demás agregarle recomendaciones a los turistas fuera de las que ya tiene. Una vieja cancha de fútbol resecada por el Sol, una típica estatua de la Virgen María en la cima de un pequeño cerro (algo típico del Norte de Chile), más líneas férreas tan viejas que no se puede saber si están en uso u olvidadas, completan lo pintoresco de este sitio. Tengo tiempo de visitar corrales con llamitas lanudas y acaloradas, echadas a la sombra de verdes árboles de pimientos. Una calle larga atraviesa el caserío, al final de la cual se encuentra el famoso "teléfono" de la compañía que hizo rodar en el lugar ese comercial que permitió a los demás chilenos saber de la existencia de Cachiyuyo. En la distancia, con el ritmo acompasado y vibrante de la distorsión de las imágenes por el calor, se ve una gran bodega o estación abandonada de ferrocarriles.
No necesito decir que toda esta zona tampoco está ajena a la infinidad de maravillas naturales que nos han acompañado: poco antes de entrar a la famosa Cuesta Pajonales, por ejemplo, vemos nuevos matices de este paisaje espectacular que se ha apoderado del desierto. Miles de manchones amarillos se extienden hasta donde puede captar la vista sobre las floridas superficies de los alrededores, y al fondo, en la línea montañosa del horizonte, las copas de altos cerros parecen tragadas por la humedad de una nube densa y lenticular, con aspecto de ameba gigante engendrada quizás por los vientos costeros.
Más nubes comienzan a apoderarse paulatinamente del camino mientras ascendemos por la cuesta, al punto de que, ya en la altura, la espesa y fría niebla obliga a los conductores a continuar el trayecto con cautela, por la poca visibilidad y lo resbaladizo del asfalto que culebrea al borde de los precipicios. Esto permite, sin embargo, poner mayor atención a la increíble vegetación que se ha apoderado de las alturas del sector antes seco a morir, pero ahora con plantas rociadas y aspecto casi como de selva patagónica, esa de suelos siempre mojados en los bosques del Sur de Chile, inclusive con plantas parásitas que crecen como verdes telarañas sobre las otras. Y entre toda esta enceguecedora neblina, a la lejos, se ve un frío e inocente disco solar blanco, penosamente asomado entre la densidad vaporosa, hasta que comienzan a aparecer las coloridas tierras despejadas de más abajo.
Y ya cerca de la ciudad de La Serena, encontramos otra zona increíblemente bella, atravesada por la Ruta 5… Es extraordinaria, increíble e indescriptible. Si no sigo agregándole adjetivos, es porque ya he abusado demasiado en este texto con los sinónimos de la palabra hermoso, pero de veras lo son: aun para el más letrado lingüista, nuestro español tan rico en conceptos descriptivos quedaría caduco al intentar aproximarse siquiera al boceto de una belleza como ésa. ¡Ni siquiera las cámaras de fotografía y video con que contábamos en nuestro viaje fueron capaces de captar con fidelidad lo que allí había! La belleza natural simplemente había desbordado a las capacidades técnicas de nuestros artefactos.
Como he dicho, bastaría la existencia uno de los lugares como estos en nuestro viaje para justificar la totalidad de tan hermosa peregrinación de la flores de la primavera en el desierto. Cientos, miles, ¡millones!... Sí: millones de flores que se extienden en tapices enormes, divinamente grandes, de todos los colores imaginables, sorprendentes incluso para mí que trabajaba habitualmente con colores y tonalidades por mi profesión.
Flores celestes acampanadas, buscando el Sol en el cielo de la tarde, cubierto de una que otra nube intrusa y envidiosa. Otras azulinas y magentas, que me parecen lirios o algo así; fucsias, blancas con aspecto de estrellas, amarillas, anaranjadas... Campos enormes, arrancados desde el jardín de Dios o del patio del Diablo, ya no sé a estas alturas. Acaso se trate de nuestro “campo de flores bordado”, de los versos de Eusebio Lillo en la Canción Nacional.
Y entre toda esta maravilla verde y floreciente, algunos pequeños roedores silvestres corren asustados, mientras los insectos levantan el vuelo o emiten sus extraños cantos de cortejo desde secretos rincones, entre las plantas mecidas con la brisa de la respiración del desierto, hoy disfrazado de carnaval.
Algunos vehículos con más peregrinos se han detenido, y varios niños juegan entre las flores, mientras me pregunto por qué esta maravilla debe ser tan efímera, tan cruelmente efímera… Y luego me respondo que es precisamente por eso que estamos frente a una maravilla lejos del mundo vulgar y pedestre.
El olor de las flores agitadas por Céfiro de nuevo nos cubre por completo; se pulveriza sobre nosotros y nos impregna tiernamente, como lo haría el fuerte abrazo perfumado de la mujer amada. Usualmente, soy un alérgico a todo tipo de polen, pero la naturaleza del Desierto Florido ha sido generosa conmigo en esta temporada: siento así cómo esos aromas de la tierra emergen, encantan y seducen. Acarician los sentidos hasta adormecerlos sobre cojines de plumas forrados en seda.
Es algo casi curativo, sanador. Casi embriagador, también. Nos devuelve la vitalidad y hasta alegra nuestra existencia por el tiempo que dure el recuerdo.
¡Oh, mi Chile amado! ¿Cómo pagarte estos favores?
Recién llegados al famoso teléfono de Cachiyuyo...
En un aromático campo de flores de colores blanquecinos, cerca de La Serena. Cristián en el automóvil y yo atrás con una cámara grabadora.
PROFANO, UFANO Y MÍSTICO
Atrás quedó ya la obra maestra de la evolución y avanzamos de vuelta en la urbanidad. Unas horas más tarde, estamos en la famosa Recova, el principal mercado popular de la colonial ciudad de La Serena.
He decidido hacer una excepción a mi vegetarianismo de aquellos días, y pido una paila marina en uno de sus locales comerciales del complejo comercial junto a Pablo y Cristián, aunque debo recordarle a este último que ya está casi sin dinero por sus tendencias al derroche y así debe ser socorrido por nosotros con los gastos de estos últimos días de viaje.
Hace calor en esos momentos. Es otro día de prematura primavera o anticipo de ésta. Desde un cómodo y sombreado balcón con vista a la calle, saboreo mi plato sin quitarle los ojos al vehículo, pues el tipo que está cuidando abajo los automóviles de los clientes se encuentra tan borracho (celebraba, según él, que esa noche iba a tocar en la ciudad el grupo musical "Los Jaivas") que resultaba más un peligro que una garantía de seguridad. Lo veo pasar junto a sus demás colegas una y otra vez portando una botella plástica con el gollete cortado a tijeras, llena de piña picada gruesa y sumergida en un acuario de lo que parece ser pisco. En esta región principalmente pisquera, mucha gente bebe este destilado como si fueran bebidas gaseosas; equivale al vino pipeño en Cauquenes o a la cerveza en Valdivia.
A pesar de que La Serena no es una ciudad ruidosa, el sonido de la urbanidad daña un poco mis oídos, tal como el olor de la civilización lo hace a mi olfato. En los pasados días de aislamiento entre los campos florales del desierto, me habitué al ruido del viento, al aroma de las brisas pasando entre las flores. Las bocinas, los vehículos que transitan por abajo, la conversación de la gente alrededor, el ruido de los platos, los zapatos y los televisores son sonidos que se me han vuelto desagradables en estos pocos días. Los olores urbanos también: sin ser graves ni penetrantes, parecen agredir nuestra nariz aún adormecida por los vergeles florales.
Cuando nos vamos de La Recova, nuestro vehículo está rodeado por los ebrios cuidadores, aunque intentan mantener la compostura y la falsa rectitud al ver que nos aproximamos. Nuestro "encargado" está tan curado que no pudo recibir mi propina y terminó sólo unos pasos más allá vomitando litros y litros de esa cosa dulce que bebe tan alegremente, mientras los demás le observan risueños y algo avergonzados... Afortunadamente no soy escrupuloso, por lo que puedo aguantar la visión de un ácido y tibio "postre" como ése, sin afectar el recuerdo de la sabrosa paila marina que acabo de echarme en las entrañas allá en el segundo piso del mercado serenense que da hacia el lado de calle Zorrilla, donde -a unos cuantos metros- terminaba la época del famoso lupanar de Las Motores, todo un símbolo de la bohemia local.
Las carcajadas por lo sucedido en el estacionamiento nos duran bastante rato más. Marchando desde allí hacia la ciudad de Vicuña, al interior del Valle de Elqui, recordamos con insistencia al tipo y su catarata regurgitarte, con largas risotadas.
El camino del valle ha cambiado bastante desde el último verano, cuando estuvimos allí por vez anterior. Han avanzado enormemente los trabajos de la construcción del Embalse Puclaro, afectando todo el paisaje y cambiando de manera radical la fisonomía de estos parajes. Pueblos elquinos como Gualliguaica y los caseríos bajos cercanos a El Tambo desparecieron bajo sus aguas, debiendo ser trasladados fuera del perímetro del tranque. Tiempo más tarde, tras períodos de sequía, han vuelto a quedar al descubierto parcialmente algunas de sus estructuras ruinosas y fantasmales.
Al llegar a la casa de Susana, nuestra anfitriona del poblado de San Isidro, cerca de Hierro Viejo y al oriente de Vicuña, comenzamos a discutir quien grita el primer "aló" hacia el interior de la casa. Es casi una costumbre este debate en todos nuestros viajes. Ella sale con sus ojos entreabiertos, evidente señal de que dormía o reposaba al momento en que la imprudentamos...
- ¡No puedo creer que estén aquí! -nos comenta alegremente, aunque su rostro parece siempre afectado de una extraña expresión o rictus de melancolía.
Susana es una mujer adulta, pero con ademanes de alguien mayor aún. Luce una cabellera increíblemente oscura, negra como el azabache y sin ninguna cana, contrastante con una piel blanca y lozana, como la de aquellas representaciones de ángeles de las catedrales antiguas. Es, además, una mujer solitaria, silenciosa, extraña y a veces incomprensible, con quien habíamos formado lazos de amistad durante el verano, cuando nos mostró increíbles señales de generosidad y simpatía a pesar de que apenas nos conocía en esos instantes. Su desprendimiento hacia nosotros lo justificaba en la existencia de lazos espirituales que sólo ella comprendía y que aseguraba existentes entre todo nuestro grupo de amigos.
Pero hay algo más: Susana pertenece a alguna sociedad de orientación esotérica cuya identidad nunca hubo de revelarnos, aunque hizo algún esfuerzo por intentar acercarnos a sus creencias y a sus ideas exóticas, sin llegar a forzarnos o hacernos sentir incómodos. Convicciones en donde pretendidos extraterrestres son llamados maestros, un sabio misterioso es llamado águila y hasta dice tener contacto con un famoso mago de las tradiciones populares medievales. Muy atractivo... Muy tentador, y muy propio del tipo de cosas que uno suele encontrarse en el Valle de Elqui. Mas, todo resultó quizás en un rotundo fracaso, porque nuestro horizonte era otro, y cuando se cruzan cuerdas distantes, como en los planos interdimensionales de un cuento de Cortázar, el conflicto se desata: lo bello se vuelve burdo, lo divino se transforma en profano, y la grandeza se convierte en un desfile de liliputienses; lo que ayer parecía perlas pierde su brillo y lo que relucía como diamantes se vuelve cristales quebradizos.
Hela ahí, sin embargo, una Susana fiel a nosotros, inmensamente leal, a pesar de las distancias y las diferencias. Lamentable sería el que sólo una o dos veces más volviéramos a verla, superados por las realidades tan dispares y las circunstancias de este atomizante mundo, para perder todo lo que había entre ella y nosotros, en fechas posteriores. ¿Creerías que aún pienso en ti, mi amiga Susana, a pesar de que hasta reí de tus palabras más serias en la complicidad de mis amigos, a pesar de que no acepté tu ofrecimiento y a pesar de que sabía bien que mi camino físico y metafísico inevitablemente chocaría alguna vez contra el tuyo? ¿En realidad no sabías que esto iba a ocurrir, que las cosas iban a terminar así, y que es más peligroso jugar con el fuego de otros planos que con el fuego de esta dimensión, que quema, solamente quema?
El Desierto Florido fue escenario de nuestro último gran encuentro con Susana, pues los nexos comenzarían a decaer desde aquel momento, por infeliz suerte. Prefiero recordarla como aquella tarde en las riberas del río Elqui, quizás más por aquellas banalidades: con sus negros cabellos un poco revueltos por la siesta e intentando recobrarse de la sorpresa de vernos llegar volver tras ocho meses de ausencia. Es parte de nuestra epopeya por el reino de las flores del desierto.
Una pequeña higuera crecía en el jardín de Susana. Ojalá, algún día, florezca para ella esa misma higuera.
Detenidos junto a la autopista. Cristián a la derecha y yo en el vehículo.
Cerros del sector de La Serena, habitualmente rocosos y estériles, pero tapizados de flores durante el fenómeno, en otra imagen de "Chile a Color" de Editorial Antártica, publicado en 1981.
LA FLOR DEL ELQUI
Con Susana marchamos hasta el costado de los cerros de Vicuña, por el sector Norte, hacia donde parece emigrar todo el mundo acá en el fértil valle agrícola. Han instalado allá su versión local de la Fiesta de la Pampilla, en un paisaje carnavalesco muy parecido al que recuerdo haber visto en mi infancia en el Cerro Chena de la Región Metropolitana, con el famoso "Dieciocho Chico" de Fiestas Patrias.
Por aquellos cerros llegamos en algún día de febrero en nuestra primera visita a Vicuña, unos años atrás, intentando encontrar el lugar de un supuesto avistamiento de "platillos voladores" con aparición de alienígenas y todo. Nuevamente, otra típica historia de las que pueden escucharse en el Valle de Elqui, con su fama esotérica y misteriosa. Pero nuestra "expedición" acabó en una chabacanería absoluta, cuando eliminamos el peso de las cantimploras y las botellas de agua, poniendo en su lugar litros de pisco comprado a los convenientes precios de la zona, además de una improvisada pasada por un decadente bar campesino llamado “21 de Mayo”, para beber cervezas calientes y espumosas. Aún recuerdo la dificultad con que descendíamos totalmente mareados por los bordes de los secos cerros, casi como por un peligroso tobogán de tierra.
Hoy, este paisaje también está cambiado: enverdecido por las lluvias y tan lleno de gente, que se nos hace irreconocible con respecto a cómo lo vimos aquella bochornosa vez. Sin embargo, borrachos todavía hay allí y ahora por cientos: las ramadas tocan indecisas sesiones de cueca y cumbia; la gente pasea con jarros de chicha en las manos y, de cuando en cuando, aparece tambaleando algún ebrio terminal, próximo a desplomarse sobre el pasto.
Pese a todo, el lugar es tranquilo. Muchas de nuestras amistades están acá, casualmente casi todas ellas mujeres. Incluso nos encontramos con algunas amigas de Santiago, como aquella que llamamos simplemente Cota, que es visita frecuente de estos lados de la Región de Coquimbo.
Un círculo de gente conocida comienza a rodearnos, de este modo, mientras relatamos por ahora muy superficialmente algunas de las maravillas que hemos visto hasta hace sólo unas horas atrás. Sorprendente, constatamos que nadie acá ha salido a mirar los encajes florales que decoran la región desde sólo unos kilómetros más allá... ¡Nadie de los presentes!
Vuelvo a repetirme la sentencia definitiva que tengo como patrón de medición de nuestra extraña idiosincrasia: el chileno no tiene idea del país donde vive. Tan acostumbrados estamos a lo importado, a lo artificioso, que creemos que la belleza y lo sublime sólo puede hallarse en lo que se oferta como tal y no en lo que se busca. Por algo decía el jesuita Fray Manuel Lacunza en el exilio, ya en el siglo XVIII, que sólo pueden saber lo que es Chile “quienes lo han perdido”.
Por cierto, a estas alturas nuestro fiel y probo vehículo se ve inmundo y tiene un ruido raro proveniente desde uno de sus amortiguadores o de alguna parte de la suspensión, como si hubiese una pieza quebrada. En ese estado llegamos con él, un rato después, hasta la casa de nuestra amiga Carmen. Como su inquieta familia cambia de residencia con tanta frecuencia, cada vez que hacemos una visita debemos llevar un nuevo papel con un mapa o los datos del domicilio para ubicarla dentro de la ciudad. Como siempre, sin embargo, nos reciben allí amablemente, tal como lo hace Susana, pariente directa de Carmen.
El fiel Nissan, esperándonos al Sol. Pablo al extremo derecho, yo más atrás.
NOCHE EN VICUÑA
Por la noche, hemos decidido estirar las piernas sin más vehículo de por medio y atravesamos el pueblo a pie, acompañados de nuestras varias amigas presentes. Asistimos a un pub de pretensiones turísticas ubicado frente a la plaza principal de Vicuña, ante la insistencia de nuestras acompañantes. Es una vieja casona de estilo colonial o algo parecido, arquitectura solariega bastante común en este lugar, cuyas viejas habitaciones han sido adaptadas para un lugar de reunión más juvenil.
Mientras bebemos unas cervezas y gaseosas, llegan más personas conocidas y de pronto, los tres somos el centro de la conversación de una larga mesa. Incluso nos observa desde otros sitios allí adentro gente desconocida, la mayoría de ellos motociclistas que ha llegado en caravana a presenciar fenómeno floral y que, literalmente, se tomaron Vicuña aquella noche con sus ruidosos motores. Su atención se debe a que ellos recién enfilan hacia la aventura de la que nosotros ya venimos de vuelta.
Nuestras amistades escuchan atentas los relatos y los intentos que hacemos por explicar las características de los lugares en donde hemos estado estos últimos días, entre reinos de flores mágicas, tal vez fantasmagóricos, cuales espejismos y Fata Morganas que por el resto del tiempo dominan esos territorios.
Habría pasado un rato cuando comienza a temblar el piso con una sonajera de percusiones que me ensordecen y me impiden continuar conversando. Con Pablo y Cristián nos miramos comprendiendo de inmediato la situación: es una de esas "batucadas" que ya comenzaban a ponerse de moda por esos días, con fantasías afros como la Capoheira y la Samba de performance, en uno más de nuestros permanentes períodos de aculturización. Desde algún lugar del local, alguien ha decidido colocar a estos percusionistas para amenizar el ambiente con una ola de tarros que no me permiten continuar conversando. A nadie de las otras mesas parece molestarle, sin embargo, lo que me demuestra lo lejos que me encuentro de ser el tipo de persona ideal para hacer de público permanente de estos lugares a los que no frecuento, no aptos para asociales ni misántropos. No puedo evitar recordar con nostalgia, allí mismo, las mesas cojas de "Las Tejas" de San Diego, donde comenzó nuestro viaje: ese salón por el que paseaba algún artista callejero como el Huaso Egidio con su viejo acordeón, o bien un básico grupo de cumbiancheros pidiendo unas monedas en un gorro al final de cada sesión.
Desde una mesa contigua, una mujer me observa constantemente. Es atractiva, rubia y de rostro delicado según logro ver de reojo, pero su insistente mirada comienza a incomodarme y a volverse desagradable a medida que pasan las horas. El peso de esas miradas es como un elástico que a uno lo tensa constantemente, obligándolo a volverse buscando la fuente. Diría que a estos lugares, la mayoría viene a buscar pareja, pero me parece que su interés también está en tratar de oír la aventura que estamos contando con detalles: nuestro viaje por las flores. De ahí las miradas atentas e insistentes.
La persona que nos atendió vuelve con una cuenta inflada. Nos cobran una botella de cerveza "fantasma", que nunca pedimos ni bebimos. Luego de un rato de discutir, me inclino indignado en mi asiento y arrojó un billete a la mesa haciendo saber con arrogancia mi molestia. Quien nos atendía se retira en silencio, de seguro fastidiado por mis comentarios y actitud, mientras Cristián observa risueño toda esta escena. Ésta es la señal que necesitaba para irme.
¡La Noche, los Reinos del Nox no se pueden gastar encerrados en un sitio sin magia, sin simbología, sin enseñanzas!... Para eso está en ataúd, al final de nuestros días. Meterse a él antes de morir es un acto vil y antinatural.
Terminamos la noche de recorrido por Vicuña y de repaso de nuestra reciente aventura, con la vuelta a la casa de Susana. Carla, una chica pálida, de largo pelo liso grandes ojos negros y muy cercana a Carmen, ha procurado estar bastante rato para estar sentada junto a mí durante esta noche y hasta se permite la iniciativa de tomarme la mano mientras caminábamos entre esas calles estrechas, delineadas por las viejas murallas de adobe que hay hacia Hierro Viejo, varias de ellas en ruinas, pasando entre caballos asustadizos arrancados desde algún corral y caminando sobre espigas secas crecidas a los pies de paredes de adobe.
Ya en la espaciosa casa de nuestra anfitriona, siento desde el living, mientras comparto un trago con Carla, cómo Pablo -algo pasado de copas, por primera vez en todos estos días- se agita y se ríe ruidosamente entre la gran cantidad de parras del patio, como si le persiguieran Cristián, Cota o los demás presentes en una alegre jugarreta.
Mientras tanto, Carla y yo permanecíamos en la hospitalaria intimidad de esa sala adornada con reliquias, antigüedades y con el ambiente de museo que tanto gustaba a su dueña, Susana… No crean que pasó algo audaz, por cierto, pero ahorraré detalles de igual modo. Todo esto era, quizás, consecuencia del romance ambiental de las flores del desierto que en ese instante impregnaban mi existencia.
Fotografía mía con patas de guanaco en color morado, la variedad más abundante.
ADIÓS A LAS FLORES
Ya es la mañana del último día de toda esta travesía por un mundo paralelo de corta duración. Le doy uno de mis ñapines a Susana, mientras le cuento puntillosamente lo que fue mi camino para encontrarlo. Ella me dice algo extraño al respecto: una de esas confesiones suyas de las que uno no sabe si prepararse para echarse a reír en tono burlón o bien asentir con la cabeza en la complicidad de una profunda y comprensiva afinidad espiritual:
- Plantaré este cacto en un lugar especial. Los Maestros siempre me han dicho que debo colocar muchos cactos por los rincones de la casa. Son del tipo de plantas más receptivas y beneficiosas para un buen ambiente como el que necesito.
¿A quiénes se refiere con los Maestros? A veces, Susana me da señales de que se trataría de seres extraterrenos; y otras veces, de entidades mediadoras, inexistentes, ilusorias pero reales, habitantes del imposible y, sin embargo, están allí, donde no se las creería presentes. Serían, en tal caso, como las flores del desierto, o las legendarias flores de la higuera: milagros, maravillas que existen en donde no deberían. La duda será para siempre.
Nos despedimos afectuosamente, culminando nuestra breve visita al Valle de Elqui. Debemos partir ahora hacia la realidad, saliendo de este sueño floral para regresar al cemento y el asfalto capitalino.
Nos dicen adiós como si partiéramos a un largo e incierto viaje; como si fuésemos visitantes de otro mundo y de otra era, distinta al presente; a su presente. A veces creo que lo somos: quizás provenimos de una realidad tan distinta que el contacto con la de ellos asusta.
Carmen nos acompañará hasta La Serena, en donde estudia. Allá se despediría de nosotros emotivamente, obligándonos a prometer nuestro pronto regreso.
Una breve detención en la ya desaparecida tienda de papayas confitadas "Duncan", cerca de La Serena en el sector de Algarrobito, nos permite respirar por última vez los aires del valle del río Elqui. Es un lugar muy bello, decorado con armas antiguas y leones de piedra que reciben a los visitantes en un jardín secreto. Unos hermanos siempre atienden, entre las que se encuentras bellas muchachas de ojos negros y piel morena, con la típica belleza nortina, aun cuando nos han contado de parte de su ascendencia nórdica en tono de infidencia. Precisamente, una de ellas nos recibe aquella tarde.
Observamos al Sol de la tarde refulgente, reflejado sobre el océano. El mar se ve, así, prendido de un resplandor bruñido, como de bronce pulido. También ha florecido, en cierta forma.
Saliendo de Coquimbo hacia el Sur, el camino expone esos pastos verdes y claros, con matorrales y manchones amarillos y dorados que nos despiden de esta larguísima y demandante procesión.
El atardecer nos sorprendería cerca de Los Vilos, en un extraordinario nuevo campo de flores doradas, ahora de esas llamadas yuyos, que se extiende kilómetros y kilómetros a uno y otro lado del camino atravesando cercas de madera, caminos de tierra, arbustos y llegando hasta las faldas de los lejanos cerros. Un par de caballos con las patas perdidas entre las flores nos observan sigilosos, casi ocultos entre un paisaje amarillo como el de los cuadros de Van Gogh, particularmente la famosa obra titulada “Trigal con cuervos”. Camino allí por un pequeño sendero polvoriento, y me interno unos pasos en ese campo majestuoso, con millones de yuyos mecidos por la brisa crepuscular mientras comprendo que mi aventura ya se acaba, con esta obra inmensa de la naturaleza... Sensaciones inolvidables vuelven a quedar registradas en mi banco mental, acompañándome hasta ahora, mientras escribo estas palabras intentando retratarlas.
He ahí el final de un viaje; la conclusión perfecta para una peregrinación extraordinaria, mientras cae la oscuridad de camino hacia nuestros hogares, en Santiago.
Las flores volverán a los desiertos de Chile cada vez que el capricho de la Gran Voluntad desparrame sus lluvias sobre los desiertos más secos de la creación, y los peregrinos de las flores volverán a ellos buscando sus propias encrucijadas y revelaciones.
Pasaremos en el tiempo todos los que alguna vez estuvimos allí, en los jardines de Atacama, pero el Eterno Retorno se encargará de premiar la paciencia de los futuros viajeros una y otra vez, repitiendo este milagro de vida, de muerte, de espera y de resurrección. Y en nuestras tumbas, también de vez en cuando, alguien dejará algunas de estas mismas flores, reclamando el derecho a la eternidad: ese derecho que se ganaron las flores del desierto, al descubrir el secreto profundo de la eternidad cíclica.
Y como las flores, algún día nosotros también volveremos hasta allá, atrapados y empujados por la fuerza universal e imperecedera del desierto florido en la preciosa perpetuidad de la sinfonía del devenir.

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