EL GIGANTE DEL CERRO UNITAS, SUS MITOS Y SUS LEYENDAS
El gigante visto desde el cielo. Fuente imagen: Uta.cl (Boletín AZETA).
Coordenadas: 19°56'56.63"S 69°38'1.12"W
Nota:
artículo publicado originalmente en junio de 2016, en el sitio
Urbatorivm. Trasladado hasta acá sin actualizaciones, en 2022, pero
dejamos constancia de las noticias sobre daños sucedidos por imprudencia
de turistas nacionales y extranjeros en el mismo gran geoglifo durante
el período.
Para algunas opiniones impropiamente llamado Gigante de Atacama,
este enorme geoglifo se encuentra a medio camino entre Huara y la
Quebrada de Tarapacá, a unos 85 kilómetros de Iquique y a cerca de 12
del poblado de Huara, dispuesto de manera tal que parece vigilar atento
la ruta iniciática de los actuales peregrinos hacia su encuentro con San
Lorenzo en el poblado de Tarapacá, durante cada período de fiestas del
mes de agosto, de la misma manera que después los despide en sus
regresos hacia el lugar del atardecer en la pampa.
Se
puede observar su majestuosidad desde la misma Ruta 15, con su rostro
fijo hacia el ocaso de cada día. “El hombre gato”, le llaman algunos por
sus rasgos, casi en forma cariñosa. Su cercanía a la carretera lo ha
vuelto vulnerable, sin embargo.
El cerro donde está grabado el Gigante de Tarapacá es el Unita o Unitas, nombre derivado de una corrupción de Umita o Uma, que en aymará significa agua,
quizás en otra evocación toponímica al paisaje perdido de la zona, pues
hay teorías explicando el nombre de la zona de Tarapacá como lugar de árboles escondidos o escondite entre árboles.
Antaño,
había quienes identificaban al cerro con el nombre de Minta. Su aspecto
es único: el cerro semeja una isla solitaria en medio de la esterilidad
de la planicie pampina intermedia, levemente inclinada hacia el
poniente, luciendo como una catedral ruinosa y abandonada en el
desierto, situación que le hace visible desde largas distancias. Su
imagen es ineludible para el viajero que va o viene de la Quebrada de
Tarapacá, pero requiere de un breve desvío en el camino y de un
acercamiento al cerro para aproximarse a la enorme figura en la ladera y
las otras que lo acompañan.
El
colosal dibujo en el cerro fue redescubierto entre varios otros
geoglifos más en 1967, gracias a las observaciones del sagaz piloto de
la Fuerza Aérea de Chile y ex Comandante en Jefe de la Institución,
General (R) Eduardo Iensen Franke, volando un avión Cessna 172 Skyhawk,
labor en la que estuvo acompañado del arqueólogo Délbert True. Iensen
también habría sido un apasionado investigador arqueológico aficionado, y
se cuenta que pasó gran parte de su retiro buscando y hallando esta
clase de figuras por el Norte Grande de Chile. Trabajos de recuperación y
limpieza realizados por expertos, permitieron regresarle nitidez y
visibilidad a este conjunto de geoglifos.
La imponente figura hecha con el retiro de piedras y técnicas de calado en la superficie del terreno, se distingue mejor en ciertos ángulos ya que sus tremendas proporciones la delatan como concebida para ser vista en plenitud sólo desde el cielo, desde la mirada de los dioses más que de los hombres. Es muy geométrica, basada en trazos rectos que forman la silueta de un estilizado hombre con un tocado de rayos o puntas y con cara de mencionado aspecto felino, además de una especie de bastón de mando o báculo, acompañado de detalles que parecen sugerir que lleva puestas plumas en las rodillas, insinuando con ello la alta jerarquía del personaje.
La imponente figura hecha con el retiro de piedras y técnicas de calado en la superficie del terreno, se distingue mejor en ciertos ángulos ya que sus tremendas proporciones la delatan como concebida para ser vista en plenitud sólo desde el cielo, desde la mirada de los dioses más que de los hombres. Es muy geométrica, basada en trazos rectos que forman la silueta de un estilizado hombre con un tocado de rayos o puntas y con cara de mencionado aspecto felino, además de una especie de bastón de mando o báculo, acompañado de detalles que parecen sugerir que lleva puestas plumas en las rodillas, insinuando con ello la alta jerarquía del personaje.
Y
aunque se distingue menos que sus líneas principales, al costado del
gigante bajo su brazo izquierdo, cuelga lo que podría ser un mono,
animal que no pertenece a la fauna local ni la próxima a Tarapacá, pero
sí en las selvas del interior de Perú y de Bolivia, desde donde existían
amplias y prolongadísimas líneas de comercio e intercambio hacia estos
territorios tarapaqueños.
Sobre
lo anterior, aprovecho de comentar algo que me intriga mucho del Norte
Grande de Chile: las distancias entre territorios parecen, a veces,
cosas fantasmales, irreales, desafiando la percepción de planos y mapas.
Va mucho más allá del intercambio étnico, de cultura o de folklore,
pues se trata de algo tangible, material. No son extraños los motivos
con fauna muy lejana en el arte precolombino, además. Y aún en nuestros
días suceden cosas curiosas: en el Valle de Azapa, por ejemplo, por el
sector del Mirador de las Llosllas, he visto cómo aparecen a veces en
los canales de regadíos pequeños pececitos de colores, muy parecidos a
los que se venden en tiendas de acuarios y mascoterías, que -según la
explicación especulativa de algunos locales- llegan viajando por miles
de kilómetros a través de tuberías y canales, desde redes hídricas
conectadas a la cuenca del Lauca-Sajama y que se extenderían hasta el
territorio amazónico boliviano, su lugar de origen, acabando así en el
Norte de Chile para morir en huertas y jardines azapeños. No sé qué tan
verosímil sea esta explicación, sin embargo.
Según
la información turística disponible en paneles ilustrados allí en el
acceso al cerro Unitas, se cree que el Gigante de Tarapacá habría sido
confeccionado por habitantes de la zona en el período intermedio tardío,
comprendido en el tramo cronológico de los 900 a los 1.450 años después
de Cristo.
Con
cerca de 86 metros de largo, vistosa corona de rayos de su cabeza y
ocupando una ladera de unos 3.000 metros cuadrados de superficie, el
Gigante de Tarapacá sería el geoglifo antropomorfo antiguo más grande
del mundo, presumiéndose que sus autores fueron representantes de las
mismas culturas indígenas de la zona que dejaron varios otros vestigios
de su presencia. Hay ciertos detalles en el conjunto del Unitas
parecidos a los dibujos llamados "El Rey" en el sector de Huarasiña, por
ejemplo, en la ladera de la Quebrada de Tarapacá. También hay
estructuras de piedras dispuestas en formas de pircas circulares también
visibles en otros sectores de la quebrada y de la región.
El
cerro tiene otros 20 geoglifos menores acompañando al gigante, la
mayoría abstractos y que también decoran ambas laderas del Unitas.
Constituye, además, uno de los atractivos turísticos y heraldos
culturales más importantes de la región, intensamente explotado en la
iconografía local: recuerdos artesanales en venta en Iquique, postales,
marcas de hoteles y restaurantes y hasta una instalación de piedras en
la entrada de un supermercado en Alto Hospicio. No obstante, poco se ha
hecho en políticas de turismo para fomentar su conocimiento y
conservación.
Siendo el probable retrato de un dios preincásico o de un mago yatiri
ejecutando una danza, los estudiosos debaten sobre si la figura del
Gigante representaría a una deidad de culto originalmente tiahuanacota o
colla. Para muchos -en la versión más popular que científica- sería el
propio Wiracocha el que está siendo retratado allí, impresión sostenida
por el tocado que lleva en su cabeza y que también es muy parecido al
que luce el Dios Llorón de la Puerta del Sol de Tiawanaco. Pero otros la
asocian más bien a la antigua entidad de Tunupa, que tuvo por aquí
parte de sus vastos dominios.
A
mayor abundamiento, la interpretación que más se repite sobre la
identidad del personaje es Tunupa o Thunupa, también llamado
Tunupa-Tarapacá, es una de las divinidades más antiguas de los aymarás y
que guarda estrecha relación con otra figura mitológica: Tahuacapac,
Tarapaca o Taapaca. Con él viaja controlando lluvias, rayos y tormentas,
además de ir civilizando pueblos e introduciéndolos en la cultura y el
progreso.
Este
misterioso personaje es tan antiguo que casi fue olvidado en la
tradición, aunque su culto persiste. Equivale a una especie de profeta o
enviado que algunos incluso superponen o asocian como presencia suprema
a la figura de Wiracocha, pero otras leyendas colocan a ambas deidades a
veces como adversarios, quizás reflejando el período de conflicto entre
sus respectivos cultos, pues hay señales indicando que el reinado
mitológico de Tunupa podría ser muy anterior y extendido, y que el de
Wiracocha vino a asentarse sobre el suyo apoderándose de su vasta
dispersión y asimilándolo de la misma manera que el cristianismo
llegaría allí también a reemplazar y desplazar los viejos credos. No es
nuestro tema este debate, por supuesto.
Según el mito contado actualmente entre las comunidades sobre la creación del mundo, al comenzar la mítica Edad Pacha Purisim,
Tunupa era uno de los tres sobrevivientes de la anterior época, con los
que Wiracocha refundaría la humanidad. Junto a Tahuacapac, Tunupa fue
escogido para recuperar el Universo, viajando ambos a la Isla del Sol
del Lago Titicaca. Sin embargo, Tahuacapac desobedeció al dios supremo y
fue castigado, siendo atado a una balsa de totora abandonada en el
enorme lago, la que se perdió en los torbellinos del río Desaguadero.
Curiosamente,
al igual que los viajeros de Tarapacá, el dios Tunupa es un peregrino:
marcha desde las riberas del Titicaca hasta las aguas del océano
Pacífico, enseñando a su paso las artes de la agricultura a los hombres.
También sería un mártir y quizás su mito se mezcle con el de
Tahuacapac, pues se asegura en cierta tradición que tuvo el mismo
destino que éste, cuando las huestes de Wiracocha le dieron captura en
su ruta de peregrinaje, lo ataron a una balsa y también lo arrojaron a
las aguas del Titicaca, donde desapareció perdiéndose para siempre.
No
obstante, el señor Tunupa ronda en algún lugar de la memoria de
aquellos desiertos y pampas entre Arequipa y Tarapacá donde estuvieron
sus reinos, conservándose allí parte de su recuerdo pese a los olvidos,
las confusiones y los enigmas que forman parte de su vieja leyenda.
Después
de esta imposición de Wiracocha sobre el culto primitivo tarapaqueño,
dice el escritor Luis Jolicoeur en “El cristianismo aymara:
¿inculturación o culturización?” que, con la llegada del cristianismo a
las comunidades aymarás y andinas, los evangelizadores comenzaron a
sustituir la identidad de Tunupa con la de Santo Tomás, San Bartolomé u
otro apóstol o santo no definido, presentándolo como un precursor de la
enseñanza católica en el Nuevo Mundo y explicándose así, de paso, la
sorpresa de encontrar símbolos cristianos entre estos indígenas, como
cruces, actos de confesiones de pecados y ritos parecidos a los
eucarísticos, como habría sucedido en la localidad de La Tirana según la
tradición tarapaqueña.
Así
fue que Wiracocha, llamado también Wiraqucha, Viracocha o Huiracocha,
se alzó como deidad suprema de estos territorios, por largo tiempo más
antes de ser destronado por el cristianismo. Su reinado fue extenso,
siendo identificado por el nombre quechua Apu Kon Ticci Wiracocha,
soberano creador del mundo y morador de las riberas del Titicaca, capaz
de destruir y dar vida simultáneamente. Por supuesto, su culto abarcaba
estos territorios de Tarapacá bajo dominación incásica, mismos sobre
los cuales se trazó el famoso Camino del Inca tocando con sus ramales
todos estos poblados interiores de la región.
Pero
Wiracocha tenía un hijo rebelde, que se volvió su opositor en todo:
Tahuacpicawiracocha, quien saboteaba la obra creadora de su progenitor.
Así, si Wirachocha hacía vertientes, él las secaba; si hacía un bosque,
él lo convertía en desierto. Esta lucha dialéctica configuró los
paisajes del mundo, la geografía y los climas hasta que, irritado con la
maldad de su hijo, el dios lo expulsó hasta el lago Titicaca,
obligándolo a buscar asilo en sus aguas.
La primera humanidad que creó Wiracocha fue la de una raza de gigantes esculpidos en la roca y a los que dio el soplo de vida. Pero estos se volvieron toscos, salvajes y grotescos, así que decidió arrasarlos poniendo fin, con ello, a la Primera Edad del Mundo.
La primera humanidad que creó Wiracocha fue la de una raza de gigantes esculpidos en la roca y a los que dio el soplo de vida. Pero estos se volvieron toscos, salvajes y grotescos, así que decidió arrasarlos poniendo fin, con ello, a la Primera Edad del Mundo.
A continuación, creó una segunda raza que el conocido cronista indígena peruano Felipe Guamán Poma de Ayala llamó los Huari Runas,
especializándolos en el trabajo agrícola. Pero ahora estos seres se
volvieron holgazanes y perezosos, muriendo de hambre y cataclismos que
Wiracocha les echó encima como castigo, poniendo fin a la Segunda Edad
del Mundo.
Luego,
el dios creó a los hombres esculpiendo miles de figuras con roca que
tomó de los Andes, y los repartió por el territorio para darles vida:
desiertos, valles, montañas, costa, llanuras, pampa… Tocando su mágico
instrumento de viento llamado pututu, les dio vida a todos,
enseñándoles los conocimientos sobre la agricultura, la organización y
la convivencia. Pero con el tiempo, los hombres se volvieron traidores,
envidiosos y agresivos, influidos por la maléfica acción de deidades
malvadas que conspiraron contra la obra del dios supremo: Kharisiri,
Mekhala, Chamacani, Anchanchu, Khatekhate, Supay y los demonios
Happiñuños enviados por Tahuacpicawiracocha. Así, al ver a esta
humanidad corrupta y decadente, Wiracocha volvió a castigar a la Tierra
con cataclismos y calamidades encargadas al dios del viento Wayra-Tata,
al dios del trueno Coaya y al dios de las nevazones Kjunu, quienes
arrasaron aquella generación de hombres. Había terminado, así, la
Tercera Edad del Mundo, llamada Quinmsiri Chacha Tucusi.
Luego de todas estas edades perdidas en la noche de los milenios, Wiracocha comenzó una nueva, la cuarta, llamada Pacha Purisim.
Tras perdonar a sólo tres hombres de esa humanidad ya arrasada por las
fuerzas divinas, los envió a la Isla Sagrada del Titicaca en el centro
del gran mar interior del Collao, que hoy reconocemos como la Isla del
Sol. Y allí comenzó a crearlo todo otra vez, pacientemente: Sol y Luna,
luz y oscuridad, frío y calor. Volviendo a tocar la sacra música en su pututu, la Tierra se pobló con seres humanos, nuevamente.
El
territorio al interior de la Quebrada de Tarapacá también fue testigo y
escenario de estos cambios profundos en la creación del mundo: cuenta
la leyenda que Wiracocha hizo reunir en el pueblo sagrado de Islugmarka,
actual poblado de Isluga (en el parque nacional del mismo nombre), a
todos los hombres que habían surgido en este cuarto soplo de vida sobre
el mundo. Pero ellos se equivocaron: al ver al dios de piel clara y
vestido con una túnica talar blanca, no lo reconocieron y hasta
intentaron asesinarlo. Entonces Wiracocha pronunció un conjuro y la
tierra alrededor se inflamó. Acobardados, los hombres se arrodillaron,
le pidieron perdón y admitieron su poder.
Desde
entonces, Wiracocha ha enseñado códigos morales a los hombres, además
de educarlos en las prácticas de la ganadería, la agricultura en
terrazas, las artes, los telares, la cerámica, la arquitectura y todos
los rasgos de una civilización elevada, labor afanosa en la que
permanecería hasta que se marchó encargando a esos mismos hombres el
cuidado de su solemne creación, con la promesa de regresar algún día a
la Tierra.
Hay
quienes han postulado que Wiracocha fue un personaje precolombino real
en la historia de la civilización americana: un líder, soberano o
moralizador que extendió su enseñanza hasta el mismo territorio de
Tarapacá. Muchos autores sostienen, además, que su imagen fue
aprovechada por los evangelizadores de la Conquista y la Colonia, para
inducir entre las poblaciones andinas la convicción de un dios único y
todopoderoso, facilitando así la introducción del cristianismo entre
todos ellos. Tengo en conocimiento que se han propuesto teorías muy
parecidas también para los casos de Quetzalcóatl en la cultura azteca y
de Bochica en la muisca, identificándolos con posibles personajes
civilizadores reales que acabaron convertidos en divinidades.
La
espera por el retorno del verdadero Wiracocha duró por siglos y llenó
de esperanzas mesiánicas al Tawantinsuyo, pero también marcó su cierre,
cuando el dios creador terminó siendo confundido con el hombre español
que, a espada y a cruz, señalaría el total y definitivo ocaso del
imperio incásico, por entonces ya muy debilitado, en decadencia e
inclinado ya hacia el capítulo de su crepúsculo en la historia
americana.
Hoy,
estos territorios pertenecen ya al cristianismo andino, con sus raíces
folklóricas y asimilaciones sincréticas. No es de extrañar, entonces,
que en las largas peregrinaciones a pie que algunos fieles de San Lorenzo de Tarapacá realizan durante su fiesta, muchos devotos escojan el Unitas como punto de partida, quizás
por ser el único hito importante en el camino. Mochileros y viajeros lo
eligen para bajar de buses y vehículos y caminar desde allí los cerca
de 15 kilómetros que restan hasta el poblado de Tarapacá. Pude ver a
muchos de estos peregrinos saliendo desde allá en los últimos años, pero
tengo la impresión de que esta opción es la favorita de los visitantes
adultos jóvenes que llegan a la fiesta. Supe del caso de una profesional
del área de la psicología que hacía anualmente esta misma ruta de
camino a la localidad, además, aunque me reservaré su nombre.
El
enigma de la deidad representada en el gigante ha alimentado la
imaginación de los hombres en nuestra época: los amantes de los ovnis y
del realismo fantástico no quedan conformes con las explicaciones de los
científicos (¡era que no!) y critican su clasificación como figura
religiosa. Para muchos de ellos, como el famoso escritor Erich von
Däniken en "El mensaje de los dioses", el Gigante del Cerro Unitas es un
algo así como un “robot” o la estilización de un viajero
extraterrestre. Creen ver en la imagen aparatos de flotación (para
volar), manos de tenazas o pinzas, además de antenas y otras
sofisticadas muestras de lo que sería alta tecnología. Tampoco aceptan
que sea coincidencia su increíble semejanza de estilo y los atuendos que
lleva esta figura, con otros geoglifos de “robots” existentes a cientos
o a miles de kilómetros de allí, como en territorio peruano de Nazca,
Palpa y Pisco. Y al igual que sucede en el desierto de Atacama, la fama
de Tarapacá como escenario de algunos de los avistamientos de ovnis más
frecuentes y espectaculares reportados en Sudamérica, fomenta esta clase
de interpretaciones ingeniosas para los más intrigantes enigmas
arqueológicos que puedan encontrarse allí.
Por
terrestre o extraterrestre que sea, sin embargo, el Gigante de Tarapacá
es frágil, y tras las restauraciones realizadas a partir de 1982 con
colaboración del Servicio Natural de Turismo y la Universidad de
Tarapacá, ha sido profanado varias veces: conductores de vehículos
todoterreno han pasado por encima de su figura y otras en el cerro, y
ciertos turistas imprudentes cometieron la infamia de llevarse de
recuerdo algunas de las piedras que les dan forma, por lo que las
autoridades provinciales debieron tomar medidas para su protección y
discutir fórmulas para asegurar su conservación.
También
he podido observar en persona la destrucción de algunos de los otros
geoglifos del cerro, especialmente los círculos de la cara oriente, pues
se observan los dibujos cortados por las gruesas huellas paralelas, de
ruedas de vehículos 4x4, en lo que sin duda corresponde a uno de los
crímenes más abominables que se hayan cometido en Chile contra algún
patrimonio histórico y científico nacional. Alguna vez se anunciaron
colocaciones de cercos alrededor del cerro, pero este proyecto nunca se
ha concretado y, por el contrario, aún hay imprudentes e irresponsables
que trepan por la ladera pisando precisamente el sector de piedras que
da forma a éste y los demás geoglifos, ni siquiera teniendo la
precaución de usar los antiguos senderos que aún se distinguen en el
cerro.
Los
cuentos de visitas cósmicas no son las únicas leyendas que rondan al
cerro Unitas y su gigante, por cierto: dicen también los tarapaqueños
que en el mismo monte fue escondido un fastuoso y enorme tesoro
incásico, enterrado en los últimos días del imperio y del que el enorme
ser antropomorfo sería, probablemente, guardián protector de las
riquezas, tal como el venerado Lorenzo a pocos kilómetros de allí lo fue
del tesoro de la Iglesia bajo el hierro romano.
La
creencia en este supuesto escondrijo de oro, plata y gemas se basa en
las muchas leyendas de la región tarapaqueña que hablan del perdido
tesoro de Atahualpa y de que aquella riqueza apropiada por los españoles
que le dieron muerte, no sería ni una décima parte de todo lo que tenía
reunido en joyas y piedras preciosas, que estaban ocultas en algún
recóndito lugar del Cuzco. Desde allí habría salido, discretamente, una
caravana en triste y dura procesión hacia el Sur, escondiendo estas
maravillosas riquezas en alguna parte del territorio que hoy corresponde
a Chile. Otras versiones hablan de tesoros que eran resguardados más al
Sur y que fueron conducidos hasta la capital del imperio en una
desesperada acción por rescatar a Atahualpa de su ejecución, pero se
perdieron en el camino. Eran estos, acaso, los tesoros que Almagro
buscaba ilusamente por estas tierras.
Las
especulaciones y leyendas sobre los perdidos tesoros incas se han
difundido tanto como las quiméricas esperanzas de encontrarlos,
comparables sólo al delirio por hallar el quizás inexistente caudal
pirata de Drake, e incluso mezclándose con este mito. Así, aparecen
nuevas leyendas sobre su destino que van desde el fantástico
enterramiento de oro y joyas de Juan Fernández hasta el trascendental
mito de la Ciudad de los Césares en algún escondite de la cordillera
patagónica austral. También se habló de tesoros del imperio en la famosa
Cueva del Inca que existía en el Morro de Arica, cuya entrada
desapareció con el terremoto de 1987; y en una laguna de la cumbre del
Cerro Quimal, junto al Salar de Atacama.
El investigador Oreste Plath
comenta también en "Geografía del mito y la leyenda chilenos", una
leyenda sobre los Nevados de Payachatas (el Parinacota y el Pomerape) en
la Región de Arica y Parinacota, que con cerca de 6 mil metros de
altura albergarían en su cumbre este mítico tesoro perdido donde figuran
las estatuas de oro de los monarcas que adornaban la Puerta del Sol y
las fabulosas figuras de plata de las reinas que estaban en el Santuario
de la Luna. Según el folklore local, cuando la nieve no es mucha en
estas montañas, se ven arriba las escalinatas que los siervos del inca
construyeron para llevar hasta allí todas estas riquezas y depositarlas
en el cono volcánico medio truncado. Para Mario Portilla Córdova en "Del
Cerro Dragón a La Tirana", sin embargo, la creencia reza que el
legendario cargamento de oro y plata de los fugados del Cuzco debió ser
escondido en el monte Mama-Huta, ya cerca del límite Norte de la Región
de Tarapacá con la de Arica y Parinacota.
En
la zona de Tarapacá, sin embargo, se insiste en que una caravana con
tesoros llegó hasta esta región y lo ocultó siguiendo el trayecto del
Camino del Inca, siendo el Unitas y su gigante silencioso el principal
punto señalado como posible escondite, bajo algunos de sus geoglifos o
el banco de arena de su cara oriental. Sin embargo, las versiones no
hablan sólo de la caravana de escapados desde el Cuzco, sino también de
una que supuestamente salió desde el territorio del Norte de Chile de
camino a la capital del Imperio Inca, llevando las riquezas solicitadas
por el soberano poco antes de su muerte en manos del invasor hispano.
Fermín Méndez, el recientemente fallecido cacique de la Fiesta de
Tarapacá, escribió en el diario “La Estrella” de Iquique del domingo 7
de agosto de 1988:
Según
muchos historiadores, dicen que los Incas llevaban 40 mulas cargadas
con oro de San Pedro de Atacama al Perú para rescatar a Atahualpa, pero
al saber que este Inca ya había sido muerto, enterraron en el cerro
Unita las 40 cargas de oro, tesoro que aún sigue siendo buscado.
La
razón que vincula al cerro con la posibilidad de ser el lugar del
supuesto entierro, además de su apariencia aislada en la pampa, quizás
se deba a que hasta hace no muchos años todavía era posible distinguir
desde lo alto del Unitas lo que quedaba del antiguo camino incásico,
siendo el único hito o punto referente importante en todo este sector de
la inmensa pampa para la señalada senda ancestral.
¿Tendrá
algo que ver esta leyenda de un tesoro en el Unitas con otros mitos de
la zona sobre riquísimas minas perdidas en la pampa, como la fabulosa
Mina del Sol del Tamarugal y la aún más extraña Huacsacina o Huacsaciña?
Se cuenta que esta última, correspondiente a un extraordinario
yacimiento perdido de plata, había sido encontrado por un minero del
propio poblado de Tarapacá en algún lugar entre Huara y la hoy ruinosa
Salitrera Valparaíso, pero al fallecer en 1880 se llevó a la tumba el
secreto de su enorme riqueza. Desde entonces, han sido reportadas
noticias de la legendaria mina en varias ocasiones, incluso con posibles
fotografías de la misma captadas por algún viajero, sin que jamás se
haya podido volver a dar con ella pese a todos los esfuerzos y los cerca
que muchos buscadores estuvieron de ella.
Con
o sin tesoros, no se recomienda subir a pie el cerro Unitas y yo
tampoco lo sugeriría: es preferible limitarse al camino inferior que lo
rodea, si bien hay campos de arena y senderillos parcialmente visibles
por los que se podría ascender sin comprometer los geoglifos y que de
ninguna manera deben ser confundidos con los trazados o líneas que
también forman parte de esos dibujos.
Empero,
debo confesar aquí el cargo de haber subido unos metros en el sendero
antiguo del cerro, aunque cuidadosamente y sin tocar la ladera de los
geoglifos, por no conocer la existencia de esta restricción a los
visitantes (la señalización es muy deficiente, por no decir pésima, por
lo que no me enteré hasta
leerla allí después, en sólo uno de los accesos), ocasión en la que pude
ver y fotografiar algunos de los grupos de piedras, tambos y pircas de
los que no tengo más antecedentes. Sé también que existe una base de
concreto empleada en otros tiempos para izar alguna bandera en la parte
más alta del cerro, visible desde el lado Norte, aunque ahora se
encontraría en total desuso.
Puede
ser que el gigante allí trazado, entonces, custodie mucho más que sólo
el paso de los peregrinos desde y hacia la Quebrada de Tarapacá,
agregándole un nuevo mito al ya bastante rico legendario provincial.
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