LAS BALAS DEL NIÑO DIOS: MEMORIAS SOBRE EL "MILAGRO" DE LA PASCUA DE LOS NEGROS DE 1842 EN TARAPACÁ

 
Coordenadas:  19°55'27.18"S 69°30'39.05"W (pueblo)
El llamado Día de la Adoración de los Reyes Magos o Pascua de los Negros es denominado así porque en él se les permitía celebrar carnavales navideños a los esclavos negros y a mulatos, en tiempos de la América Colonial. En la tradición cristiana, se conmemora la llegada de los Reyes Magos de Oriente hasta el nacimiento de Belén con los regalos que reconocían al Niño Jesús como el Rey de Reyes e Hijo de Dios anunciado por los profetas bíblicos.
Sin embargo, en la memoria de los territorios de Tarapacá la fecha guarda relación con un singular suceso histórico ocurrido en los tempranos años de las repúblicas del continente y cuando dichas regiones aún pertenecían a Perú.
Francamente, creí por largo tiempo que la historia que comentaré aquí debía ser sólo un mito heroico o un “gol” metido en la narración histórica, aunque por entonces no conocía todos los antecedentes de esta epopeya, como ciertos datos que pude obtener allá mismo gracias a investigadores independientes de Iquique, entre los que está don Iván Navarrete, a quien conocí durante una de las fiestas de La Tirana de los últimos años.
Una descripción de los hechos la hace también Mario Portilla Córdova, del Centro Cultural Mural Pampino. Pero quien más detalles entregó en su tiempo fue, sin duda, el prestigioso escritor y tradicionalista peruano del siglo XIX don Ricardo Palma en su bello trabajo "Tradiciones peruanas", quien parece ser la fuente base para todos los que han recordado este episodio, aunque es justo decir que gran parte de su historia está reconstruida sobre un documento anterior: el relato que se hace de estos mismos acontecimientos y cuando recién habían sucedido, en el diario “El Peruano” del 22 de enero de 1842.
En efecto, la historia puede sonar tan curiosa e interesante que hasta parece brotada de la imaginación o del enaltecimiento desbordado al que muchas veces induce el relato y la memoria de acontecimientos con connotaciones heroicas y patrióticas.
En la agitada historia militar del poblado de San Lorenzo de Tarapacá, en la quebrada del mismo nombre al interior de la Provincia del Tamarugal, hubo una ocasión en que las fuerzas bolivianas invadieron estos territorios dando un contragolpe al vecino y con el propósito de apoderarse de Tarapacá, Arica y Tacna, situación que fue contrarrestada por el alzamiento armado de los pobladores tarapaqueños que resistieron el intento de dominación, y que ha aportado a la historia del pueblo un pintoresco acontecimiento que se agrega a la maciza vanidad localista, que ha sido alcanzada por varias guerras.
El contexto de este conflicto fue la Guerra Perú-Boliviana de 1841, que habría tenido nefastas consecuencias territoriales para el país peruano de no mediar su fortuna hacia los últimos momentos, tanto a nivel bélico como diplomático.
Había sucedido que, tras la gran victoria de las fuerzas chilenas en los campos de Yungay en Perú contra las huestes del “protector” boliviano Mariscal Andrés de Santa Cruz, el 20 de enero de 1839, se puso fin a la Confederación Perú-Boliviana y el Ejército de Chile, dirigido por el General Manuel Bulnes, regresó un tiempo después hasta nuestro país. Sin embargo, las tensiones entre peruanos y bolivianos estaban por aflorar en esos mismos días.
Restos de los arcos coloniales del edificio de gobierno provincial de Tarapacá, cuando aún estaban en pie. Estas arcadas y columnatas terminaron derrumbadas en el catastrófico terremoto del año 2005.

 

El milenario escenario del oasis de la Quebrada de Tarapacá.
El principal aliado local de los chilenos en Yungay, el Mariscal Agustín Gamarra, regresó a la Presidencia de la República tras el conflicto, recibiendo el mando de manos del Consejo de Gobierno ese mismo año. De inmediato, las hostilidades entre los ex aliados del desaparecido Protectorado comenzaron a arder de la misma manera que había sucedido en los enfrentamientos de 1828. Y así, con Gamarra a la cabeza, los peruanos se lanzaron en la audaz y delirante aventura militar de invadir Bolivia, en octubre de 1841. Una de sus motivaciones era la de intentar “reponer” al país altiplánico -surgido de la antigua Audiencia de Charcas- en el territorio del ex Virreinato del Perú, como lo había estado hasta 1776, cuando pasó a ser parte del Virreinato de Buenos Aires.
En esta desmedida intrepidez, Gamarra no sólo encontró la derrota de sus ejércitos, sino también su propia muerte en la Batalla de Ingavi durante el mes siguiente. Peligrosamente expuesto Perú y con eficaces contraofensivas bolivianas que ocuparon desde Moquegua hasta Tarapacá, fue Chile el país que logró intervenir diplomáticamente como mediador entre las partes, pudiendo volver la paz a los vecinos con la firma del Tratado de Puno de junio de 1842.
Justo en ese período en que Bolivia se cobraba su revancha tras la derrota peruana, hacia el mes de diciembre siguiente al desastre de Ingavi, llegaba hasta la indefensa Tacna la Segunda División del Ejército boliviano bajo mando del Coronel Rodríguez Magariños.
Fue tal la facilidad con la que el militar boliviano pudo ocupar esta ciudad que, tras llegar a Chamiza el primer día de 1842 y con sólo cien hombres al mando del Coronel José María García y del Comandante Luis Mostajo, enviaron en misión secreta hasta el poblado de Tarapacá, que por entonces era la próspera e importante capital provincial, al Teniente Hilario Ortiz, con la instrucción de verificar la situación defensiva del lugar. Allí fue descubierto casi al instante y apresado por el Subprefecto de Tarapacá don Calixto Gutiérrez de la Fuente, pero Ortiz tenía instrucciones precisas de que si este impasse llegara a sucederle, debía ofrecerse de inmediato en el rol de parlamentario y persuadir a las autoridades peruanas en la quebrada de rendir toda la provincia a Bolivia, en vista de que sería imposible una defensa tarapaqueña contra los invasores, pues entre todos los vecinos apenas habían logrado reunir 5 escopetas, 3 pistolas y 2 sables .
El Subprefecto Gutiérrez de la Fuente, viéndose impedido de resistir la invasión, procedió a notificar una protesta a la jefatura militar boliviana y le anunció a regañadientes que se retiraba del poblado por carecer de material para poder sostener su defensa, pero llevándose prisionero a Ortiz por no haber cumplido ante él con los mínimos protocolos correspondientes a un enviado parlamentario. Seguidamente, salió a toda marcha hacia el entonces pequeño caserío portuario de Iquique, dejando sólo el polvo sobre los habitantes en total incertidumbre. Tarapacá quedaba, de esta manera, abierto la ocupación.
Así las cosas, el Coronel García invadió el poblado el 3 de enero de 1842, ocupando la casona administrativa sede del Cabildo como cuartel. Desde allí proclamó para los acongojados tarapaqueños un extraño mensaje que casi suena a sarcasmo inaudito: “Los bolivianos traemos en una mano la paz y la otra en el olivo” .
Acto seguido, dirigió un oficio a Gutiérrez de la Fuente que ya había llegado a Iquique en el día anterior, donde le rezaba este insólito rosario que echaba por tierra la voluntad recién expresada en su proclama de pretensiones poéticas:
Seguramente está Usted creyendo que soy un recluta ignorante de mis deberes, pues me dice en su nota que el oficial Ortiz no fue con las formalidades correspondientes a un parlamentario. Dígame Usted, señor mío, ¿qué ejército tiene o qué batalla va a presentarme para exigirme formalidades? Si en contestación a ésta no me manda a Usted al teniente Ortiz, yo en represalia enviaré a mi república familias enteras de las más notables que tenga la provincia. Y no le digo a Usted más.
Vista actual de la Iglesia y el campanario de San Lorenzo de Tarapacá.
Mas, echarse encima el orgullo tarapaqueño de tan imprudente manera, fue el peor ensayo negociador de García.
En Iquique, Gutiérrez de la Fuente se reunió rápidamente con el joven Sargento Mayor Juan Buendía y Noriega, futuro héroe peruano de la Guerra del Pacífico, y éste partió raudo a Tarapacá el día 5 de enero, acompañado de sólo 22 efectivos precariamente armados con fusiles, escopetas y lanzas, grupo al que después se le unieron otros seis lugareños, uno de los cuales, Mariano Ríos, llevaba para el combate sólo su corneta .
Los hombres llegaron silenciosamente al poblado el 6, justo en el Día de la Adoración de los Reyes Magos o Pascua de los Negros. Era justo el día en que se debían retirar los pesebres armados desde la temporada de Navidad, como reza la tradición católica, por lo que todavía quedaba en pie uno allá que sería fundamental en el desarrollo de esta historia.
Sigilosamente, improvisaron trincheras y barricadas de resistencia en una esquina situada en la misma cuadra del Cabildo usado como cuartel por el enemigo. De improviso, sin embargo, se desató la contienda en medio de la oscuridad de noche, impidiendo a García poder distinguir entre las sombras la envergadura del ataque, que comenzó a engrosarse cuando otros pobladores tarapaqueños se sumaron espontáneamente al grupo, obligando a los bolivianos a replegarse dentro de su fortín.
Sólo 30 fusiles tenían los peruanos a esas alturas, para liberar la aldea. Los cartuchos se agotaban y sus bajas ya se sentían, entre ellas la del valiente corneta voluntario, que ofrendó su vida en la desigual lid.
Tras una hora de intercambio de disparos, la situación se volvió dramática, pues la cantidad de pólvora era mínima y ya no quedaban balas de cañones ni de rifles, calculando que no podrían sostener la lucha por más de media hora, tras lo cual tendrían que salir despavoridos del pueblo tarapaqueño frustrando su liberación.
La derrota parecía inminente y Buendía estaba al borde de retirarse, cuando apareció ante él un joven sacerdote que ayudaba en ese momento con la atención de los varios heridos. El cura se acercó rogándole que resistiera un poco más y que él se encargaría de traer plomo para las balas de proyectiles. Esto iba a ser lo que cambiaría su suerte aquella madrugada de verano, precisamente.
El clérigo corrió hasta sus aposentos en el pueblo y se arrojó sobre un enorme retablo del pesebre que representaba el Nacimiento de Cristo en Belén aquel 6 de enero. Entonces, se echó al hombro la pesada figura del Niño Dios que estaba hecha precisamente de plomo... Y así regresó el religioso hasta el grupo, rogando perdón divino al sacrilegio que había cometido, pero entregando a los hombres de Buendía el valioso material. Éste sería usado en los tiros de la victoria peruana de Tarapacá, cuando la ofensiva y el asedio por fin consiguieron la rendición de los bolivianos en lo que se ha llamado para la posteridad como el Milagro de las Balas del Niño Dios.
A todo esto, García había resultado mortalmente herido en la refriega y, ordenando en su agonía final a Mostajo batirse “hasta quemar el último cartucho”. A las siete de la mañana se acabaron todas las municiones bolivianas para seguir sosteniendo el combate, debiendo proceder a devolver el pueblo de Tarapacá a sus alegres y aguerridos habitantes.
La audacia de Buendía -escribe Portilla Córdova como epílogo a esta increíble historia- fue premiada junto al patriotismo de los tarapaqueños que con escaso armamento pudieron vencer al agresor… ¡con balas del Niño Jesús!.
Como dato interesante, cabe añadir que el valeroso sacerdote tarapaqueño que logró conseguir el plomo para los tiros de los héroes de la resistencia local, todavía estaba vivo en los tiempos en que Ricardo Palma inmortalizó el entretenido relato en su famoso libro sobre las tradiciones del Perú, según él mismo comenta allí.
La victoria peruana permitió entonces recuperar la provincia y frustrar parte de la soberbia boliviana por sus conquistas territoriales, antes del advenimiento de la paz. Es una lástima que nada recuerde aquel episodio de la historia de Tarapacá en el pueblo homónimo ni sus alrededores. De hecho, edificios protagonistas de aquel episodio, como el ex cuartel y sede administrativa del poblado, ya están en ruinas a causa de los terremotos.
Sin embargo, San Lorenzo de Tarapacá se reservaba episodios aún más epopéyicos en la línea de tiempo, con la batalla del 27 de noviembre de 1879 que, en el marco de la Guerra del Pacífico, coronó de gloria al Coronel Eleuterio Ramírez y a los bravos del 2° de Línea, tras la cual, a pesar de la destrucción de las fuerzas chilenas durante el combate, se produjo el retiro de los aliados y la incorporación del territorio a manos de Chile.

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